XXII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C

Papa: 
Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El episodio del Evangelio de hoy nos muestra a Jesús en la casa de uno de los jefes de los fariseos, concentrado en observar cómo los invitados a almorzar se preocupan por elegir los primeros lugares. Es una escena que hemos visto tantas veces: buscar el mejor lugar incluso con los codos. Al ver esta escena, él narra dos breves parábolas con las cuales ofrece dos indicaciones: una se refiere al lugar, la otra se refiere a la recompensa.

La primera semejanza está ambientada en un banquete nupcial. Jesús dice: “Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: ‘Déjale el sitio’ (…). Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio” (Lc 14, 8-9).

Con esta recomendación, Jesús no pretende dar normas de comportamiento social, sino una lección sobre el valor de la humildad. La historia enseña que el orgullo, el arribismo, la vanidad y la ostentación son la causa de muchos males. Y Jesús nos hace comprender la necesidad de elegir el último lugar, es decir, buscar la pequeñez y el escondimiento: la humildad. Cuando nos ponemos ante Dios en esta dimensión de humildad, entonces Dios nos exalta, se inclina hacia nosotros para elevarnos hacia sí; “Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (v. 11).

Las palabras de Jesús subrayan actitudes completamente diferentes y opuestas: la actitud de quien se elige su propio sitio y la actitud de quien se lo deja asignar por Dios y espera de Él la recompensa. No lo olvidemos: ¡Dios paga mucho más que los hombres! ¡Él nos da un lugar mucho más bello que el que nos dan los hombres! El lugar que nos da Dios está cercano a su corazón y su recompensa es la vida eterna. “¡Feliz de ti – dice Jesús – ! (…). Tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos” (v. 14).

Es cuanto se describe en la segunda parábola, en la que Jesús indica la actitud de desinterés que debe caracterizar la hospitalidad, y dice: “Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte!” (vv. 13-14). Se trata de elegir la gratuidad en lugar del cálculo oportunista que trata de obtener una recompensa, que busca el interés y que busca enriquecerse más. En efecto, los pobres, los sencillos, aquellos que no cuentan, jamás podrán retribuir una invitación a comer. Así Jesús demuestra su preferencia por los pobres y los excluidos, que son los privilegiados del Reino de Dios, y transmite el mensaje fundamental del Evangelio que es servir al prójimo por amor a Dios. Hoy Jesús se hace voz de quien no tiene voz y dirige a cada uno de nosotros un llamamiento afligido a abrir el corazón y a hacer nuestros los sufrimientos y las angustias de los pobres, de los hambrientos, de los marginados, de los prófugos, de los derrotados por la vida, de cuantos son descartados por la sociedad y por la prepotencia de los más fuertes. Y estos descartados representan, en realidad, la mayor parte de la población.

En este momento, pienso con gratitud en las mesas donde tantos voluntarios ofrecen su servicio, dando de comer a personas solas, necesitadas, sin trabajo o sin casa. Estas mesas y otras obras de misericordia – como visitar a los enfermos y a los encarcelados – son palestras de caridad que difunden la cultura de la gratuidad, porque cuantos trabajan en ellas están movidos por el amor de Dios y son iluminados por la sabiduría del Evangelio. De este modo el servicio a los hermanos se convierte en testimonio de amor, que hace creíble y visible el amor de Cristo.

Pidamos a la Virgen María que nos conduzca cada día por el camino de la humildad – Ella ha sido humilde toda su vida – y que nos haga capaces de gestos gratuitos de acogida y de solidaridad hacia los marginados, para llegar a ser dignos de la recompensa divina.