Padre santo, cuídalos en tu...

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Viernes, 25 de Mayo de 2012 10:08
Escrito por  Mons. Christophe Pierre

“Padre santo, cuídalos en tu Nombre”
Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, Visita Pastoral a la Prelatura Territorial de Mixes.

Queridos hermanos y hermanas.

Me alegra encontrarles para celebrar con todos ustedes el sacrificio Eucarístico, hoy que se hace la bendición del techo de este templo dedicado a Santo Domingo; lugar en el que Dios y el hombre se encuentran de manera íntima y casa en la que siempre podremos vivir la experiencia de sentirnos atraídos por Dios, y a vivir la unidad de unos con otros.

Desde aquí, a semejanza de Moisés, podrán seguir diciendo: “Dígnate venir ahora con nosotros, aunque este pueblo sea de cabeza dura; perdona nuestras iniquidades y pecados, y tómanos como cosa tuya”; porque  “Dios vive en su santa morada” (Sal 67).

Y es que, en efecto, el templo es “morada Santa de Dios”, en donde los creyentes podemos encontrarnos con Jesús vivo y resucitado, rostro visible del amor del Padre y fuente de vida eterna. Es espacio sagrado en el que cada día sus puertas se abrirán para acoger a todo aquel que quiera encontrarse con el Padre, en Jesús, mediante el Espíritu Santo.

El templo, es también la casa desde la cual da inicio el banquete de fiesta en el que Dios quiere que participe la humanidad entera; la casa desde la cual podemos conocer lo que es justo y bueno, y sobre todo y ante todo, la casa desde la cual y en la cual nos podemos llenar de la vida que se nos da en los sacramentos, particularmente en la Eucaristía.

Pero en nuestra fe católica, el significado del templo es aún más amplio. Porque si bien nuestra atención se centra en el edificio material, este también nos conduce espontáneamente hacia aquel otro templo animado y conformado por todos los bautizados, piedras vivas, miembros de la familia de Dios, edificados sobre los apóstoles y los profetas, y en Jesús, su piedra angular.

¡Sí!, toda esta celebración nos invita a hacer memoria y a vivir también el misterio de la comunión. Misterio que está espiritualmente a la base del acto de la bendición del techo de este lugar privilegiado para estar con los hermanos, a partir del estar con Jesús. Estar con Jesús, para estar con los hermanos. Es el llamado que el templo hace a todos los creyentes.

De suyo, cada vez que somos congregados en el templo se actualizan de alguna manera las palabras de Jesús en la última cena: “Padre santo, cuídalos en tu Nombre”. Lo había pedido Jesús en el Cenáculo, orando por sus discípulos reunidos en torno a Él: “Padre santo, cuídalos en tu Nombre –el Nombre que tú me diste- para que sean uno, como nosotros” .”Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo así  los envío yo también al mundo”.

Fue en aquel momento único y extraordinario, en el contexto de la última cena, que Cristo oró por los suyos, por los que Él llamó para que estuviesen con Él, para que se “enamoraran” de Él, para enviarlos a anunciar el Evangelio. Esa tarde, antes de su pasión, el Señor oró por sus discípulos reunidos en torno a Él; pero su oración no fue solo por ellos: oró teniendo presente también a la comunidad de los discípulos de todos los siglos, “los que crean en mí por la palabra de ellos”. Así, queridos hermanos, en aquella plegaria de Cristo, hemos estado presentes también nosotros; ha orado por nosotros.

Cuanta paz y aliento nos proporciona hacer memoria de estas palabras que el Señor actualiza ante nosotros: “Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado”. Cuídalos, pues los envío al mundo. Cuídalos, porque deberán anunciar la Buena Nueva a un mundo que, hoy, insidia también a la Iglesia; que impulsa una mentalidad, una manera de pensar y de vivir que puede contaminar –y que de suyo contamina-, también al pueblo santo de Dios. Un “mundo -como ha dicho el amado Beato Juan Pablo II-, frecuentemente dominado por una cultura secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios,  (en la que) la fe de muchos es puesta a dura prueba y no pocas veces sofocada y apagada”. Un  mundo en el que estamos y en el que debemos estar, pero en el que debemos permanecer sin ser "del" mundo.

Pero, enviando a sus discípulos a continuar su misma misión, Jesús no solo ha pedido al Padre que los cuide y que nos cuide, en y del mundo, sino también que nos santifique, que nos consagre en la verdad. “Conságralos en la verdad”, es decir, le pide que nos tome como de su propiedad, que nos separe del mal del mundo, para que seamos totalmente suyos, y para que precisamente desde ahí, a partir de Dios, amemos y sirvamos a los demás, a todos.

Jesús, que había afirmado de sí mismo: “Yo soy la verdad” (cf. Jn 14,6), ahora añade: “Conságralos en la verdad”. “Tu palabra es verdad”; de esta manera pide al Padre que injerte en cierto modo en lo más íntimo de su ser Dios, a los discípulos, para que progresivamente aprendan a conocer su modo de ser, su modo de pensar y de actuar, en un caminar en comunión personal con Cristo. En su plegaria al Padre, Jesús ha pedido para sus discípulos la verdadera santificación, aquella que transforma radicalmente el ser; pero también ha rogado para que esa transformación se haga vida, día tras día; para que en lo ordinario, en lo concreto de cada día, estemos verdaderamente inundados de la luz y del amor de Dios, capacitándonos de esta manera para ser, no sólo discípulos, sino también misioneros.

Jesús, en efecto, orando al Padre, dice: “Así como tú me enviase al mundo, yo también los envío al mundo”; y “¡cuánta necesidad existe hoy de personalidades cristianas maduras, conscientes de su identidad bautismal, de su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo! ¡Cuánta necesidad de comunidades cristianas vivas!” (EN 14). “Juntos –ha dicho el Papa Benedicto XVI en Alemania-, debemos tratar de encontrar modos nuevos de llevar el Evangelio al mundo actual, anunciar de nuevo a Cristo y establecer la fe” (Benedicto XVI, Encuentro con los Obispos alemanes, 26.08. 2005).

Por ello, “las iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe -ha dicho el Papa en la Catedral de León, Guanajuato-, deben estar encaminadas a conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las cadenas del pecado que los esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y responsable. A esto está ayudando también la Misión continental promovida en Aparecida, que tantos frutos de renovación eclesial está ya cosechando (…). Los exhorto –añade el Santo Padre-, a seguir abriendo los tesoros del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia de esperanza, libertad y salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos e intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la voluntad del Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta la muerte”.

Queridas hermanas y hermanos: Alegrémonos porque Jesús ha sido y es el regalo más hermoso y valioso que nosotros y el mundo entero, hemos recibido de Dios, gracias al cual tenemos, además, una gran familia universal -por la cual Jesús ha orado a su Padre y por la cual seguirá orando siempre-, que ayudándonos a liberarnos del aislamiento del yo, nos lleva e inserta en la comunión con Dios y con los hermanos.

Reconocer agradecidos este don, nos impulsa a reconciliarnos con Dios y con los hermanos, a vivir de los Sacramentos y a comprometernos en trabajar a favor de la unidad y de la comunión, en la Iglesia y en la sociedad.

Dios tiene un rostro. Dios tiene un nombre. En Cristo, Dios se ha encarnado y se entrega a nosotros en el misterio de la Eucaristía, siempre presente, de día y de noche, en cada templo edificado por los hombres.

La Palabra es carne. Se entrega a nosotros bajo las apariencias del pan, convirtiéndose verdaderamente en el Pan del que vivimos con vida eterna. Los hombres vivimos de la Verdad y la Verdad es Persona que nos habla y con la cual podemos hablar: la Verdad es Cristo Jesús. La iglesia es el lugar del encuentro con el Hijo del Dios vivo, y así es el lugar de encuentro entre nosotros. Esta es la alegría que Dios nos da: que Él se ha hecho uno de nosotros, que nosotros podemos casi tocarlo y que Él vive con nosotros. Realmente, la alegría de Dios es nuestra fuerza.

Hoy, ciertamente, no es fácil ser testigo de la fe, pero el Señor ha orado y sigue orando por todos sus discípulos de todos los tiempos; Él está y estará siempre cerca de nosotros, con nosotros y en nosotros y la fuerza que nos viene de Él, jamás faltará a los hombres y mujeres que saben mantenerse en íntima comunión con Él. La tarea exige audacia y valentía, pero, con Cristo, es necesario proseguir hacia delante, viviendo y testimoniando con coherencia la fe y la esperanza, sin arreglos con el mundo ni con sus ofertas de moda.

Ante los retos, busquemos la fuerza en la oración y en los sacramentos, particularmente en la Eucaristía. Porque comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo, comulgamos con Dios que se da en Jesús; reencontramos nuestra verdadera identidad de hijos e hijas llamadas a vivir en plenitud y aprendemos a dar sentido a nuestra vida cotidiana. Acogiendo a cada instante a este Dios que transforma nuestra vida con el milagro de la Eucaristía, nos volvemos capaces de construir la “civilización del amor” y de la esperanza que no defrauda.

Que María, Madre de Dios, que acompañó con su maternal amor y con su oración los primeros pasos de la Iglesia naciente, y que simbólicamente nos acompaña también desde este templo, sostenga e impulse el caminar de esta iglesia particular y les ayude a vivir en fidelidad y alegría su vocación de discípulos y misioneros, en marcha por la senda que conduce a la unidad y a la santidad plena.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, para que vivamos el Evangelio. Ayúdanos a ser, en virtud del Verbo Encarnado, luz para el mundo, a fin de que los hombres puedan ver el bien y glorifiquen al Padre que está en los cielos.

Así sea.