¡ENSEÑANZAS DIVINAS PARA SER DICHOSOS Y VERDADERAMENTE FELICES!

​Jesucristo fue oriundo de Nazaret, de la despreciada Galilea. Jurídicamente hijo de un humilde artesano y de una purísima aldeana, llena de gracia a los ojos de Dios. Jesús un Dios humano y hombre divino es el ser a quien más se ha odiado y a quien más se ha amado. Nadie ha pasado junto a Él, indiferente. Se le puede odiar, pero no despreciar. Su atracción y su luminosidad estarán siempre en vigencia. Ningún hombre ha pasado por la historia más grande que Jesús de Nazaret, por la sencilla razón de que es la imagen de Dios invisible que quiso que en El, habitara toda la plenitud. Es la piedra esencial de toda construcción y sin Él, nada eficaz y constructivo puede hacerse en orden a una transformación moral de la persona y del mundo. Él es el que da trascendencia a nuestra vida. De gran personalidad, nunca conoció complejos, su camino siempre fue en línea recta por lo mismo chocó con los cínicos e hipócritas. Nunca tuvo miedo a los poderosos y nadie como Él, dijo palabras tan duras a los fariseos. Pero sus palabras son como cauterios, queman pero purifican. Jamás miente o adula, porque es sublime. Los milagros florecieron en sus manos, para ayudar a los menesterosos y así cumplir su misión de evangelizar a los pobres. Fue hombre libre. Sin esclavitudes, ni ataduras; comió con pecadores y trató con publicanos. Austero y recio; humilde y sencillo de corazón; observante de la última letra de la ley, pero destripaba los sofocantes y pesados legalismos. Fue un rebelde de las estructuras falsas por ser un hombre definido.

​Un día después de haber elegido a los “Doce” Jesús bajó con ellos al llano donde le aguardaba un inmenso gentío, curó a los enfermos y volvió atrás subió a la montaña, de la cual no se sabe el nombre. Pero eso no importa. Lo importante es que allí hay silencio, grandiosos y diáfanos panoramas, porque la montaña es la tierra subiendo de los valles, para alcanzar el cielo; es la línea del cielo transparente, posada en los hombros del horizonte, para bendecir los valles. En este hermoso paisaje se recorta la figura de Jesús. Singular maestro en todas las facetas de su personalidad, que jamás hombre alguno ha hablado como El. Hablaba con gran autoridad, a diferencia de los rabinos; porque había recibido del Padre, plenos poderes, de tal manera que su palabra era Palabra de Dios, a la que los hombres no podrán sustraerse. Su llamada implicaba un compromiso personal con Jesús mismo, para seguirle hasta el patíbulo de la cruz. Había que dejarlo todo y preferirle a Él, antes que a los familiares. Esposa, padre, hijos y demás ocupan un lugar secundario en el discípulo fiel de Jesús. Esta radical exigencia es para tener más libertad y mayor mérito en la aceptación del Reino de Dios al que Jesús anuncia e invita a entrar. Reino que no es sinónimo de abundancia material y tranquilidad física siempre viendo en la religión algo que se nos regala y no lo que se nos exige. Jesús siempre rechazó, el concepto temporal del Reino de Dios, proponiendo una serie de parábolas cuyo objetivo es inculcar en sus oyentes el Verdadero sentido y Valor absoluto del Reino de Dios.

​Sentado sobre un risco del monte, el Divino Maestro rodeado de sus discípulos y de la muchedumbre que observaba un silencio ávido de escuchar su palabra; abriendo sus labios pronunció las ocho frases llamadas Bienaventuranzas, más propias para amortiguar el fuego del entusiasmo en aquella muchedumbre, que para avivar las esperanzas que agitaban a Israel. Vistas con ojos humanos, con lógica materialista son absurdas. Sin embargo son el resumen del evangelio tanto en sus exigencias como en sus promesas. No son resumen que abrevia y empobrece, sino la cima que reúne y exalta. Condensan en breves fórmulas todo el contenido del sermón de la montaña. Implican y explican una nueva manera de verlo y valorarlo todo desde ese bien absoluto y definitivo que es el Reino. Cuya llegada, hace dichosos a los pobres, es decir a los pecadores. Porque ya sus miserias van a tener fin. Los publicanos y las meretrices arrepentidos de su vida anterior, se sentaran a la mesa con Abraham y Jacob, y Jesús con ellos. Jesús no es un charlatán, no hace promesas en el aire. No vacila en disipar las ilusiones de sus contemporáneos, que veían el reino mesiánico como un segundo paraíso terrenal. Sobre la tierra se derramarán lágrimas durante el tiempo que el pecado siga azotándola. Pero Jesús enseña que la felicidad del hombre no depende de lo que posee, de lo que tiene, sino de los que es. Que no está subordinada al curso que toman los acontecimientos, sino a la manera como reaccionamos ante ellos. La felicidad depende de nosotros; su fuente reside en nuestro interior. Si vivimos como auténticos discípulos de Cristo, poseemos dentro de nosotros los medios de ser dichosos, porque hay en el corazón del Cristianismo el gran designio de Jesús de darnos su propia alegría, que nada tiene que ver con los falsos gozos o las engañosas libertades del pecado.

​FELICES los pobres de espíritu; FELICES los mansos; FELICES los que lloran; FELICES los que tienen hambre y sed de justicia; FELICES los misericordiosos. FELICES LOS LIMPIOS DE CORAZÓN. Esta limpieza no se identifica con la castidad, la lleva incluida; es algo más. Es la sinceridad profunda, la rectitud de la intensión, la buena voluntad, el candor, la sencillez de corazón, la buena conciencia. Puros de corazón son aquellos en los que las disposiciones internas sincronizan con la acción externa. Son hombres abiertos, siempre en camino de purificación interior. Les repugna el camino tortuoso, la política sagaz, la diplomacia astuta. No son hombres madejosos, ni nebulosos. Aman lo recto y marchan siempre de frente. Sólo tienen una palabra y jamás la fuercen. Viven de claridades. FELICES LOS PACIFICOS. Esta bienaventuranza tiene un punto de contacto con la de los mansos; porque el pacífico es un hombre de mansedumbre. Pero se diferencia en que aquella está orientada al interior, mientras que ésta, tiene una perspectiva hacia el exterior. Pacífico no quiere decir tranquilo. El pacífico es un hombre de lucha, porque es hacedor de la paz, constructor de serenidad y gozo. La paz cristiana es fruto de la justicia y del amor. Felices los hombres que están dispuestos a vivir en fraternidad como pacificadores que promueven la paz en el mundo. Todo cristiano debe buscar esa paz, con la que saludaron los ángeles a los pastores de Belén; paz que nos viene del Padre a través de Jesucristo. El mundo necesita de hombres de paz en el sentido cristiano. FELICES LOS QUE PADECEN PERSECUCION POR CAUSA DE LA JUSTICIA. Esta es el destino del apóstol, porque es el destino del Evangelio. Ante esta bienaventuranza se presenta la perplejidad. Porque la persecución en todas sus formas es el patrimonio de todo discípulo de Cristo; azotes, encarcelamiento, destierro y muerte. Esta es la bienaventuranza de los predilectos de Dios. Es el premio a los que han sentido en carne propia, la tristeza de la incomprensión y el desespero frente a los atropellos de los que intentan amordazar la verdad. Es el premio de la autenticidad cristiana, si alguien no ha sufrido por la verdad y la justicia, con fundamento se puede sospechar que es un farsante. Todo el que quiera vivir conforme al evangelio sufrirá persecución. Esta, fue prometida al Maestro, y es también para el discípulo. Pero también ella hará que las estrellas dibujen en el cielo su nombre. Y la recompensa será grande. Porque será el mismo Dios. Felices los pobres de espíritu. Esta pobreza no es la miseria material, ésta lleva a la amargura y hacer el mal, sino es la pobreza espiritual que está menos ligada a lo económico, y más a Dios, porque tienen alma de pobre, humilde y confiado siempre en Dios. El caudal de esta clase de pobres es el reino de Dios. Lo que hace rico a esta clase de hombres, no es lo que tiene, lo que posee, sino lo que hace en favor de los más necesitados. El Maestro Divino, no glorifica la indigencia, al contrario condena a todo aquello que la engendra, porque la pobreza del cuerpo lleva al mal, no al bien. También son felices los mansos; evangélicamente no son los blandos, ni los amorfos, sino los que tienen firmeza de carácter, para que el corazón no se turbe, porque son verdaderamente fuertes. La mansedumbre y la humildad son inseparables y son muestra de la fortaleza espiritual y de una persona de carácter bien formado. Estos poseerán la tierra nueva que es el cielo. Todas estas enseñanzas son el prólogo del “Sermón de la Montaña” que tiene en el mensaje evangélico una importancia muy especial. Por ser formulas de la verdadera felicidad, que tienen grandes exigencias y también grandes recompensas. Reflexione y decida si los quiere vivir o no. ¡Arriba y adelante! En su propia decisión.