“EL ADVIENTO Y EL CAMINO DEL AMOR Y DEL DOLOR DE LA VIRGEN MARIA"

​Dentro del campo litúrgico de la Iglesia Católica se está viviendo el tiempo de “Adviento”, como preparación para celebrar el nacimiento de Jesucristo, Segunda Persona del Misterio Trinitario y enviado por el Padre, para salvar a la humanidad caída desde sus orígenes. El Hijo de Dios baja de su trono celestial, sin alejarse de la gloria del Padre, a vivir entre los seres humanos. Jesucristo siendo antes del tiempo, comenzó a ser en el tiempo; siendo Señor del universo, tomó forma de siervo, oscureciendo la inmensidad de su majestad. Siendo Dios impasible e inmortal, quiso someterse a la ley de la muerte, tomando de la virginidad inviolada, la materia de la carne humana y engendrado en el vientre Virginal de María, es de la misma naturaleza humana de todo hombre, excepto en el pecado. Jesucristo es Verdadero Dios y verdadero hombre, Esto es lo que el magisterio eclesiástico llama: El Misterio de la Encarnación. La unión de la naturaleza divina, a la naturaleza humana en la unidad de la persona del Salvador del mundo, Jesucristo nuestro Rey y Señor. El sabor litúrgico de este tiempo, nos lleva a vislumbrar todo lo que ha sido el plan divino de la salvación: desde los primeros ecos de expectación mesiánica recogidos en el Antiguo Testamento, hasta su consumación perfecta en la plenitud de los tiempos, que es el inicio de la escatología. Tenga presente que este tiempo litúrgico del Adviento, no es sólo preparación para celebrar el nacimiento de Cristo, sino también es una exhortación acerca de nuestra elección y espera, en la fase suprema y última de la redención de la que la Navidad es sólo el comienzo temporal. Por eso si usted se fija, en las lecturas bíblicas que se nos ofrecen para nuestra reflexión están imágenes apocalípticas de la parusía final. El año litúrgico se abre como se cerró: recordándonos el Juicio final en el que compareceremos ante el tribunal divino, para recibir en forma definitiva: premio o castigo. La liturgia nos prepara para ese futuro misterioso y cómo afrontarlo.

​La liturgia católica, siempre ha reservado un lugar de honor a la Virgen María, la madre de Dios. Al lado de las hermosas evocaciones que se encuentran en el Antiguo Testamento, que nos hablan de Ella, como la mujer prometida en los albores de la humanidad, que aplastaría la cabeza de la serpiente infernal, la presencia de María adquiere mayor relieve al acercarse el nacimiento de su Hijo Divino escondido en su vientre virginal. Por María la hija predilecta del Padre, el Verbo de Dios se nos da en carne mortal; por Ella, Dios viene a nuestro encuentro. De Adán y Eva salieron todas las generaciones humanas, transmitiéndoles una naturaleza alejada de Dios y con el estigma de la culpa original. Pero por Jesús, nuevo Adán y María, nueva Eva, brota la fuente de la vida eterna. La Virgen María es la gloriosa antítesis de la primera mujer y ahora es para nosotros “La Madre de todos los viviente”; porque “la Virtud del Altísimo la ha cubierto con su sombra” y la hizo tabernáculo de Dios vivo y por su medio vino a nosotros “El Emmanuel”. Destinada desde la eternidad a ofrecer a Jesús para la salvación del mundo y a inmolarse místicamente ella misma junto con El, empieza su calvario. Después del gran anuncio hecho por el arcángel Gabriel y como peregrino que va de pueblo en pueblo, de posada en posada, llevando noticias y augurios de paz, acortando lejanías y distancias, así la Virgen María es agente fecundo de buenas nuevas, transmisora de gracia y de alegría, de esperanza y de reconciliación y se pone en camino, por las montañas de Judea para visitar a su prima Isabel, en quien la benevolencia divina también se había manifestado de un modo extraordinario, convirtiéndola de estéril en fecunda, a pesar de su avanzada edad. Hay entre las primas comunicación de gozo, la gracia circula y se hace patente como consecuencia de una misma fe, de la colaboración en idéntica empresa de paz y de ayuda a la humanidad que espera un salvador.

​Más tarde, para cumplir con la antigua profecía, se dirige desde Nazaret a Belén. Y desde entonces aquel humilde albergue de aquellos santos peregrinos, se convierte en centro de atracción universal: científicos venidos del oriente, ángeles del cielo, pastores rústicos y elementales, se acercan y se unen en un abrazo fraternal y amistoso de paz y alegría. Y ocho días después gracias a su disponibilidad itinerante, la Virgen María aparece de nuevo en camino hacia el templo, para realizar la misión confiada, e incorporar a Israel al Mesías, mediante el rito de la circuncisión que simbolizaba la necesidad del esfuerzo y de la lucha contra el pecado. Después de las alegrías de la maternidad, vino el primer día de lágrimas. El Hijo había empezado a padecer y se delineaba el horizonte de los futuros dolores. Después de la presentación de Jesús, la Sagrada Familia obediente a la voz del Padre Celestial, emprende el camino doloroso del exilio y salieron de Belén a Egipto y mientras caminaban escuchaba el llanto de Raquel, por los pequeños lactantes cruelmente masacrados. Después de la muerte del cruel tirano Herodes, dócil como siempre a la voz del Padre Celestial, cruzando la llanura de Esdrelón, llegaron a la región de Galilea y se establecieron en la ciudad de Nazaret, para que se cumpliera lo dicho por el profeta, que se llamaría “Nazareno”. A los doce años cumplidos subieron a Jerusalén con motivo de la fiesta de Pascua, y después de cumplir con todo, regresaron, pero tuvieron que desandar lo andado porque el hijo no lo encontraban y la espada anunciada por Simeón, siempre cercana a su corazón empezó a herirla despiadadamente. Buscando al Hijo entre los grupos de peregrinos y con angustiosas preguntas interpelaban a conocidos y desconocidos. Y después de tres días lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores. Emocionada profundamente, pero con autoridad maternal respetuosa, dejó escapar un dulce reproche: “Hijo por qué nos has hecho esto....” y bajó con ellos a Nazaret hasta que Jesús cumplió treinta años. Durante la vida pública de Jesús, María fue invitada a una boda y hacia el final del banquete, empezó a escasear el vino y María para evitar vergüenza a los nuevos esposos interviene ante su Hijo para que les ayude. Y un vino mejor aparece en abundancia para que el jolgorio y la bullanga sigan. Y por los ruegos de María, se adelantó la venturosa hora de los milagros que haría Jesús como prueba de su Divinidad. Por último en los momentos cruciales de la vida de Jesús, encontramos junto a Él, a María que está presente durante todo el camino de la pasión y muerte del Hijo, última etapa del largo y accidentado caminar. Pero ahí no termina su obra de corredentora, sino que toma un rumbo nuevo, ahí al pie de la cruz, Jesús nos la da como Madre, en la persona del discípulo amado y a cuantos tengamos en común la fe y la esperanza en Cristo. Después de la resurrección, la presencia viva y activa de María, cierra el ciclo histórico salvífico y desde el Cielo junto al Hijo triunfador de la muerte y del pecado intercede por nosotros sus hijos adoptivos. Este fue el camino fecundo de María, que recordamos durante el año litúrgico, que se inicia con el Adviento. Camino de amor y dolor, como nuestra corredentora. Recordemos su obra, con fe y gratitud. ¡Arriba y adelante!