de Juan Manuel Mancilla Sánchez
Obispo de Texcoco
En verdad hoy más que nunca son consoladoras, son luz y certeza estas palabras: Supremo, sólo Dios. Han surgido muchas. Están surgiendo, y con fuerza, con violencia. Desproporcionadamente tantas soberanías...
Son una plaga; un virus.
Tenemos personajes, instituciones, organizaciones, que exigen para sí mismas este atributo, que sólo corresponde a Dios.
Sólo Él es el Ser Supremo.
El Supremo y único creador.
El único sapientísimo y dulce conductor del universo. Sobre todo del universo del hombre.
Sin embargo, de estas supremacías, una que en estos días quiere ganar terreno, es la que se atribuyen a sí mismas algunas instituciones del ámbito judicial.
En mi caso, no puedo pronunciar y mucho menos escribir ese título rimbombante y fuera de época. A la corte última o definitiva de los asuntos de nuestro País o del vecino del norte.
Los católicos, como sabiamente han dicho y nos han recordado nuestros Obispos mexicanos, estamos sujetos a las leyes, a las instituciones civiles, pero con nuestra conducta tenemos la nobleza de ir más allá, incluso de trascenderlas. (Cfr. Carta a Diogneto. S. II.)
Pues en estos días, las cortes definitivas de nuestros gobiernos han dictado jurídicamente acerca de un asunto que va más allá de sus atribuciones y por sobre el ordenamiento jurídico. En una democracia sensata, el pueblo es el único gran legislador. Casi en todos los pueblos, ciertamente en México, en Estados Unidos, el pueblo encomienda dicha tarea a un grupo escogido de representantes que considera capacitados para legislar, para ordenar. Aquí a este grupo se le llama Congreso de la Unión. Y es el único que jurídica y socialmente tiene la capacidad de hacer leyes.
En nuestra Patria, descansa dicha encomienda en un grupo de cerca de 500 personas.
Estas personas son delegadas del pueblo y siguen unidas al pueblo -deben serlo así- con el fin de escuchar, estar atentos a las necesidades y aspiraciones de la gran comunidad. Y ellos al expresar en asamblea lo que a todos conviene, tienen el gran oficio de hacer nuestras leyes y regulaciones civiles. A esto se le llama el Poder Legislativo. Y su nombre expresa la naturaleza y característica de su ser.
Muy diferente al poder legislativo, es el poder judicial, que aquí en México, en la práctica es piramidal, no democrático y con una función diferente: El Poder Judicial, tiene como característica juzgar si se están cumpliendo las leyes, o qué hacer en caso de que se violen, pero las leyes ya reconocidas, aprobadas según su naturaleza como: Constitucionales, generales, penales, etc. En pocas palabras: Juez.
El Juez, no es legislador. Debe conocer las leyes, interpretarlas, pedir que se apliquen. Cuando un Juez se convierte en legislador, al rato lo hace él todo, lo decide todo. Y en una o dos o cinco personas se concentra todo el destino de la Nación. Pues cuando menos esperamos promulgan como ley algo completamente ajeno al sentir de sus ciudadanos.
Así está pasando actualmente en México, y en otros países.
Estas cortes judiciales de tan alto nivel, bajo las consignas en boga o según los sondeos de opinión más ruidosos, se ponen, en la práctica, a legislar, saltándose instituciones, personas, y al final al único gran legislador que es el pueblo de Dios.
Y de hecho, un País se conduce como se debe conducir una persona: En base al bien, a la naturaleza, a la verdad, al amor, al bienestar seguro. Y esto sólo se logra cuando se actúa en base a principios, y éstos ciertos y verdaderos y no en base a estadísticas o sondeos de opinión en turno, o consignas externas.
Es tan fácil vivir engañados.
Supremo, sólo Dios.
Podemos dejarnos llevar. Perder el rumbo. No tener conciencia. Y, quien no tiene conciencia, no tiene capacidad de amar.
Nosotros los cristianos cerremos filas, volvamos a encontrarnos, a dialogar, a orar, a escuchar a Dios, a recoger su excepcional grandeza y sabiduría en la voz de la Escritura, de los pastores, y respetemos, pongamos en práctica las normas tan saludables, tan sensatas que siempre han de guiar al pueblo de Dios.