de Enrique Díaz Díaz
Obispo Coadjutor de San Cristóbal de las Casas
10 de Julio
Génesis 46,1-7.28-30: “Ya puedo morir tranquilo, pues te he vuelto a ver”, Salmo 36: “No serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre”, San Mateo 10,16-23: “No serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre”
A muchos les parece difícil de entender este pasaje. Apenas acaba Jesús de decirles a sus discípulos que su principal tarea y misión será anunciar la cercanía del Reino y restaurar a todos los que están agobiados por la pena, y ya les está previniendo porque encontrarán adversidades. Uno se imaginaría que si solamente buscamos hacer el bien encontraremos siempre gratitudes y alabanzas. Pero con Jesús no fue así y con quien se precie de ser su discípulo tampoco será así.
Construir el Reino exige ir a contra corriente en un mundo soberbio que desintegra, que manipula y que divide. Cuando se proclama la verdad, cuando se lucha por la dignidad de la persona y de todas las personas, cuando se busca la justicia, siempre se encontrará oposición y persecución. Jesús previene a sus discípulos y les pide la sabiduría y la honestidad.
Dos imágenes que el campo ofrece aquellos hombres acostumbrados a mirarlas cada día, la serpiente y la paloma, sirven para dibujar el nuevo corazón del discípulo. Nunca se podrá caminar con un corazón hipócrita o dividido, nunca se construirá el Reino con ambigüedades, nunca se puede amar a Dios y al mundo al mismo tiempo, por eso pone a la paloma como modelo de sencillez y lealtad. Pero al mismo tiempo ser discípulo exige inteligencia, entrega plena, sagacidad y tenacidad. No debemos nunca confundir la sencillez con la indiferencia o la apatía. No podemos convertir la paz en la complicidad. No es lícito quedarse de brazos cruzados ante las injusticias.
El discípulo tendrá que esforzarse al máximo para proclamar la cercanía del Reino y afrontar las consecuencias de su anuncio. Pero también Jesús nos llena de esperanza porque nos asegura la presencia del Espíritu para fortalecernos e iluminarnos en la adversidad y en el juicio. El discípulo debe ser la persona más activa, más dinámica y emprendedora por la importancia del mensaje, pero al mismo tiempo debe poner toda su esperanza y su seguridad en la fuerza que otorga el Espíritu. Así no tendremos ni dobleces ni indiferencias, sino la fuerza del Evangelio.