de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM
Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre (cfr. Jn 6, 24-35)
XVIII Domingo Ordinario, ciclo B
Con mucha razón, el Papa Francisco dice que la libertad se enferma cuando se entrega a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las necesidades inmediatas, del egoísmo, de la violencia; cuando se instala en un estilo de vida desviado que da prioridad absoluta a sus conveniencias y todo lo demás parece irrelevante si no sirve a los propios intereses inmediatos; cuando empuja a las personas a aprovecharse unas de otras[1].
Así lo vemos en el pueblo al que Dios liberó, cuando al enfrentar un momento transitorio de dificultad murmuró contra Moisés y Aarón, y exclamó: “¡Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto! Allí comíamos hasta hartarnos” [2]. ¡Preferían volver a ser esclavos con tal de hartarse en el momento presente, rebajando su dignidad y renunciando a su futuro!
Lo mismo nos sucede cuando buscamos sólo lo inmediato; disfrutar sensaciones agradables, aunque seamos esclavos del sexo, el consumismo, el alcohol, la droga, los videojuegos, internet o las redes sociales. Inventarnos nuestra “verdad”, aunque seamos esclavos del relativismo individualista y la manipulación de las ideologías y de las modas. Hacer dinero, aunque seamos esclavos del trabajo, la competencia desleal, el robo o la violencia. Salirnos con la nuestra, aunque seamos esclavos de la mentira, la indiferencia y el descarte.
Pero esa esclavitud ¿Qué futuro puede brindarnos? Soledad, vacío, sinsentido, inequidad, infidelidad, miseria, injusticia, corrupción, impunidad, violencia, contaminación y muerte; una vida llena de cosas que no pueden llenar y que tarde o temprano se van a terminar. “No trabajen por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y les da vida eterna”, aconseja Jesús, el Hijo del Padre, creador de todas las cosas, que ha venido para rescatarnos del pecado que nos esclaviza y darnos un futuro libre y pleno, sin límites ni final.
El hambre mayor y la sed más profunda es sentirse sólo y no saber para qué se vive. Por eso Jesús afirma: “No solo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de la boca de Dios”[3]. Así, reconociendo el valor de las cosas terrenas, nos hace ver que no son lo único; sólo escuchándolo a Él, Palabra de Dios, descubrimos la realidad en su integridad
“Yo soy el pan que da vida –nos dice el Señor–. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed” ¡Jesús no nos da las migajas de bienes transitorios, sino que se nos entrega a sí mismo para hacernos dichosos por siempre[4]! Sólo hace falta que lo recibamos creyendo en Él. Así comprenderemos que, como dice el Papa: “la creación es un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado… surge de la mano abierta del Padre de todos… que nos convoca a una comunión universal” [5].
¡Acudamos a Jesús, que viene a nosotros en la Eucaristía! Pero no lo hagamos por cosas materiales sino por fines espirituales[6], como exhorta san Agustín. Así podremos revestirnos de la nueva naturaleza, que se manifiesta en una vida recta, fundada en la verdad[7]. Entonces ya no buscaremos a las personas ni al medio ambiente sólo para satisfacer una pasión, obtener algo o descartarle. Porque, como señala Benedicto XVI, quien con fe se alimenta de Cristo en la Eucaristía, “asimila su mismo estilo de vida, que es el estilo del servicio atento especialmente a las personas más débiles y menos favorecidas”[8]. Viviendo así, nunca más tendremos hambre ni sed, ni los demás la padecerán.
[1] Cfr. Laudato si´, 105, 122.
[2] Cfr. 1ª Lectura: Ex 16, 2-4. 12-15.
[3] Cfr. Aclamación: Mt 4,4.
[4] Cfr. Sal 77.
[5] Cfr. Laudato si´, 76.
[6] Cfr. In Ioannem tract., 25.
[7] Cfr. 2ª Lectura: Ef 4, 17. 20-24.
[8] Ángelus, 19 de Junio 2005.