“POR PETICIÓN DE NUESTRA GRAN INTERCESORA, CONVIRTIÓ EL AGUA EN VINO Y DESPUÉS CONVERTIRÁ EL VINO EN: SU SANGRE”

Aunque los historiadores no se pongan de acuerdo sobre la situación exacta de esta pequeña localidad de Caná de Galilea dicen que es un pueblecito aldeano que esconde su pardo caserío, entre bosques umbrosos. Que en él abundan los olivos grises, los granados de flores rojas como el fuego y las higueras pomposas. Pueblo que es pobre pero recostado sobre un valle que le hace agradable a la vista, hastiada ésta de contemplar los campos pedregosos que lo rodean. En esta pequeña población se celebraba una fiesta nupcial; en ella se encontraban María, Jesús su hijo y los discípulos, por haber sido invitados. Toda boda es ocasión de gran alegría hasta el día de hoy; y el vino que en ella se sirve es como un símbolo de está alegría. Jesús, María y los discípulos gustaban de este inocente regocijo. Sin embargo Jesús no veía en la boda, solamente una fiesta. Para El, el matrimonio tiene un significado más profundo: es la tentativa suprema de la juventud del ser humano, para vencer el instinto mediante el amor. Es la afirmación de una doble fe en la vida. Es una promesa de dicha y una aceptación de martirio. Pero sobre todo es un principio de indisolubilidad: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. En esta vida humana, mudable, efímera, frágil, fugitiva, caduca, sólo hay una cosa que debe durar siempre, hasta la muerte: el matrimonio. Este es como un eslabón de eternidad en un collar perecedero. La unión del hombre y la mujer son símbolo de la unión de Cristo y su Iglesia a quien amó hasta entregarse a sí mismo por ella. (Ef. 5, 25).

Jesús frecuentemente compara el Reino de los Cielos a los banquetes nupciales, (Mt. XXII, 2-14) (Lc. XIV, 16-24); para enseñarnos que el cristianismo no es un asunto cualquiera, sino el don más grande que puede ser hecho al hombre. Estaban a media fiesta cuando faltó el vino. Y donde no hay éste, no hay alegría. María comprendió los apuros de la familia y aparece como siempre, dispuesta a sacarlos del apuro. Solícita, bondadosa y compasiva hace una petición muy delicada a Jesús y le dice: “No tienen vino”. Estas tres palabras no son una simple comunicación de un hecho; sino que contienen una petición apremiante aunque indirecta, para que Jesús ayude a los recién casados. El, le responde: “Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Mi hora no ha llegado aún”. Conviene explicar estas palabras ya que pudiéramos ver un fondo de mal humor o una negación. Pero no sucede tal cosa. Fueron pronunciadas en arameo y deben ser interpretadas según su estilo. El lenguaje oriental está lleno de nobleza y majestad, el apelativo “mujer” (ja mara) es una señal de distinción y de respeto. Más tarde la volverá a repetir Jesús desde la cruz, cuando le encarga a Juan que cuide de María. La frase parece seca, pero desconocemos el gesto, el tono de la voz y otras circunstancias que la complementan. Con las palabras: “no tienen vino”. María invitaba a Jesús a hacer un milagro. Y como conocedora del corazón de su hijo, llena de confianza y segura de ser escuchada les ordena a los sirvientes que hagan lo que Jesús les indique. Jesús va a intervenir, aunque todavía no haya llegado su hora. Y les ordena llenar seis grandes vasijas que había en el vestíbulo y que servían para las abluciones de los judíos. El evangelista nos enseña que cada una de ellas contenía dos o tres (metretés), medida griega equivalente a la hebrea (bath) que es más o menos un hectolitro. Colmadas las vasijas, Jesús dijo a los sirvientes: Saquen ahora y lleven al encargado del banquete. El cual lo probó y llamó al esposo y lo reprendió por haber guardado el mejor vino hasta el final. Jesús se alejó silenciosamente con los discípulos y madre, dejando atrás de sí los últimos rumores de la fiesta nupcial, de la alegría pura de los hombres, en el crepúsculo que enciende las primeras estrellas de la noche que nace. Fue su primer milagro, que no tuvo como finalidad satisfacer deseos superfluos y vanidades humanas, sino para manifestar su misión divina, su poder creador, la grandeza de su naturaleza y dar a sus discípulos un nuevo motivo para creer en El y se le adhirieran con plena y entera fe. Las Bodas de Caná, son una alegoría de la revolución evangélica. Los días apacibles de la vida hogareña llegaban ya a su término. Después de treinta años de una vida oculta a los ojos de los hombres, Jesús iba a manifestarse al mundo. Aquel solitario de la montaña que se había rehusado a cambiar las piedras en pan, no es un sombrío asceta, falto de poder, sino que no lo hizo para no darle gusto al “tentador”. Pero en esta ocasión por intervención de la mujer que quebrantará la cabeza a Satanás, Jesús hace su primer milagro, convirtiendo el Agua en Vino. Más tarde CONVERTIRÁ EL VINO EN SU SANGRE.

Otra cosa importante que hay en este milagro narrado por San Juan, es la unión íntima que existía entre Madre e Hijo y como los ruegos de María previstos en los decretos eternos, obtenían que Jesús adelantara su hora. No se limitó María, a hacer una comensal más, una espectadora, sino una cabal participante que hacía suyas voluntariamente las necesidades de los demás. María es Mediadora de los hombres, sin obscurecer, ni disminuir en modo alguno la mediación de Cristo; también fomenta la íntima unión con El. La Iglesia Católica no duda en fomentar la devoción a María y recomienda a sus miembros ofrezcan súplicas apremiantes a la Madre de Dios, para que así como en otro tiempo ayudó a la Iglesia naciente, también ahora interceda ante su Hijo por las necesidades de los hombres. María es maravilla del Poder de Dios, en Ella ha hecho cosas grandes el que es Todopoderoso. Fue designada en la mente divina para ser la Madre de Jesús y como tal, nuestra medianera ante El. Ámela y agradézcale su participación en el Misterio de la Redención Humana. ¡Arriba y adelante! Y asistir al Banquete Eucarístico.