(Obispo desde 247-8 a 264-5)
Llamado “el Grande” por Eusebio, San Basilio y otros, fue indudablemente, después de San Cipriano de Cartago, el obispo más eminente del siglo III. Como San Cipriano fue menos un gran teólogo que un gran administrador. Como San Cipriano sus escritos toman habitualmente la forma de cartas. Ambos santos fueron conversos del paganismo; ambos se vieron implicados en las controversias respecto a los que habían apostatado (lapsi) en la persecución de Decio, sobre Novaciano, y con respecto a la repetición del bautismo herético; ambos mantuvieron correspondencia con los Papas de su tiempo. Aun así es curioso que ninguno mencione el nombre del otro. Sólo se ha conservado una carta de Dionisio en el derecho canónico griego. Para el resto dependemos de las muchas citas de Eusebio, y, para una etapa, de las obras de su gran sucesor San Atanasio.
Dionisio era un anciano cuando murió, así que su nacimiento tendría lugar hacia 190 o antes. Se dice que era de familia distinguida. Se hizo cristiano cuando aún era joven. En un periodo posterior, cuando fue advertido por un sacerdote del peligro que corría al estudiar los libros de herejes, una visión---así nos lo informa él---le aseguró que era capaz de probar todas las cosas, y que esta capacidad había sido de hecho la causa de su conversión. Estudió con Orígenes. Éste fue desterrado por Demetrio hacia 231, y San Heraclas ocupó su puesto a la cabeza de la escuela catequética. A la muerte de San Demetrio muy poco después, Heraclas se convirtió en obispo y Dionisio tomó la dirección de la famosa escuela. Se cree que retuvo este cargo incluso cuando sucedió a Heraclas como obispo.
En el último año de Filipo, 249, aunque se informaba que el propio emperador era cristiano, un motín en Alejandría, suscitado por un popular poeta y profeta, tuvo todo el efecto de una severa persecución. Dionisio lo describió en una carta a Fabio de Antioquía. La multitud atrapó en primer lugar a un anciano llamado Metras, le golpearon con palos cuando no quiso negar su fe, perforaron sus ojos y rostro con flechas, le arrastraron fuera de la ciudad y lo lapidaron. Luego una mujer llamada Quinta, que no quiso sacrificar, fue arrastrada por los pies por el áspero pavimento, estrellada contra piedras de molino, azotada y finalmente lapidada en el mismo suburbio. Las casas de los fieles fueron saqueadas. Ninguno, por lo que supo el obispo, apostató. La anciana virgen, Apolonia, después de que le rompieran los dientes, saltó por propia voluntad al fuego preparado para ella antes que pronunciar blasfemias. A Serapión le rompieron todas sus extremidades, y fue precipitado a la calle desde el piso alto de su propia casa. Era imposible para ningún cristiano salir a las calles, ni siquiera de noche, pues la multitud gritaba que todo el que no blasfemara sería quemado.
La guerra civil interrumpió el motín,, pero el nuevo emperador Decio instituyó una persecución legal en enero de 250. San Cipriano describe cómo en Cartago los cristianos se apresuraron a sacrificar, o al menos a conseguir falsos certificados (libellus) de haberlo hecho. De manera similar Dionisio nos cuenta que en Alejandría muchos obedecieron por miedo, otros debido a su cargo oficial, o persuadidos por amigos; algunos pálidos y temblando en su actuación, otros afirmando con audacia que nunca habían sido cristianos. Algunos sufrieron prisión por un tiempo, otros abjuraron sólo a la vista de las torturas; otros resistieron hasta que las torturas vencieron su resolución. Pero hubo nobles ejemplos de constancia. Julián y Kronion fueron azotados por toda la ciudad sobre camellos, y luego quemados en la hoguera. Un soldado, Besas, que les protegió de los insultos del pueblo, fue decapitado. Macario, un libio, fue quemado vivo. Epímaco y Alejandro, tras larga prisión y muchas torturas, fueron también quemados, con cuatro mujeres. La virgen Ammomarion también fue muy torturada. Las ancianas Mercuria y Dionisia, madres de muchos niños, murieron por la espada. Herón, Ater e Isidoro, egipcios, tras muchas torturas fueron entregados a las llamas. Un muchacho de quince años, Dióscoro, que se mantuvo firme ante la tortura, fue absuelto por el juez por pura vergüenza. Nemesio fue torturado y azotado, y luego quemado entre dos ladrones. Un cierto número de soldados y con ellos un anciano llamado Ingenuo, hicieron gestos de indignación a uno que estaba siendo juzgado y a punto de apostatar. Cuando se les llamó al orden gritaron que eran cristianos con tanta audacia que el gobernador y sus asesores se desconcertaron; ellos sufrieron un glorioso martirio. Muchos fueron martirizados en las ciudades y aldeas. A un mayordomo llamado Isquirión su amo le atravesó el estómago con una gran estaca porque rehusó sacrificar. Muchos huyeron, vagaron por los desiertos y montañas, y fueron exterminados por el hambre, la sed, el frío, la enfermedad, los ladrones o los animales salvajes. Un obispo llamado Queremón huyó con su súmbios (¿esposa?) a las montañas de Arabia y nunca más se supo de él. Muchos fueron hechos esclavos por los sarracenos y algunos de estos fueron más tarde rescatados por grandes sumas.
Algunos de los lapsi habían sido readmitidos a la comunión cristiana por medio de los mártires. Dionisio le insistió a Fabio, obispo de Antioquía, que se inclinaba a unirse a Novaciano, que era justo respetar este juicio emitido por los bienaventurados mártires “sentados ahora con Cristo, y copartícipes en su Reino y asesores en su juicio”. Añade la historia de un anciano, Serapión, que después de una vida larga y sin tacha había sacrificado y no podía conseguir la absolución de nadie. En su lecho de muerte envió a su nieto a buscar a un sacerdote. El sacerdote estaba enfermo, pero dio al niño una partícula de la Eucaristía, diciéndole que la humedeciera y la colocara en la boca del anciano. Serapión la recibió con alegría, e inmediatamente expiró. Sabino, el prefecto, envió un frumentarius (detective) a buscar a Dionisio en seguida que se publicó el decreto; buscó por todas partes salvo en la propia casa de Dionisio, donde el santo se quedó tranquilamente. Al cuarto día tuvo la inspiración de partir, y la abandonó por la noche, con sus domésticos y algunos hermanos. Pero parece que fue hecho pronto prisionero, pues los soldados escoltaron a toda la expedición a Taposiris en el Mareotis. Un tal Timoteo, que no había sido capturado con los demás, informó a un campesino que pasaba, el cual llevó la noticia a una fiesta de bodas a la que iba a asistir. Inmediatamente todos se levantaron y corrieron a liberar al obispo. Los soldados emprendieron la huida, dejando a sus prisioneros en sus literas sin cojines. Dionisio, creyendo que sus rescatadores eran ladrones, les entregó sus ropas, quedándose sólo su túnica. Ellos le urgieron a levantarse y huir. Les rogó que lo dejaran, declarando que también perderían su cabeza en seguida, como harían los soldados en breve. Se tendió en el suelo de espaldas; pero ellos le tomaron por las manos y los pies y lo arrastraron llevándoselo de la pequeña ciudad, montándolo en un asno sin albarda. Con dos compañeros, Gayo y Pedro, permaneció en un lugar desierto de Libia hasta que cesó la persecución en 251.
Todo la cristiandad cayó entonces en confusión por la noticia de que Novaciano reclamaba el obispado de Roma en oposición al Papa San Cornelio. Dionisio enseguida tomó partido con el Papa, y fue en gran medida por su influencia que todo Oriente, después de muchos disturbios, se recondujo a la unidad y armonía dentro de pocos meses. Novaciano le escribió para que le apoyara. Su seca respuesta se ha conservado íntegra: “Novaciano puede fácilmente probar la verdad de su protesta de que fue consagrado contra su voluntad retirándose voluntariamente; debía haber sufrido el martirio antes que dividir a la Iglesia de Dios; ciertamente habría sido un singularmente glorioso martirio en beneficio de toda la Iglesia (tanta importancia otorgaba Dionisio a un cisma en Roma); incluso si podía ahora persuadir a su partido a hacer la paz, el pasado sería olvidado; si no, que salvara su propia alma”. San Dionisio también escribió muchas cartas sobre este asunto a Roma y al Oriente; algunas de estas eran tratados sobre la penitencia. Mantenía una opinión en cierto modo más suave que Cipriano, pues daba gran peso a las “indulgencias” concedidas por los mártires, y no rechazaba el perdón para nadie a la hora de la muerte.
Después de la persecución, la peste. Dionisio la describe más gráficamente de lo que lo hace San Cipriano, y nos recuerda a Tucídides y Defoe. Los paganos rechazaron a sus enfermos, huyeron de sus propios parientes, lanzaron cuerpos medio muertos a las calles; aun así sufrieron más que los cristianos, cuyos heroicos actos de misericordia se relatan por su obispo. Muchos sacerdotes, diáconos y personas de mérito murieron por socorrer a otros, y esta muerte, escribe Dionisio, de ningún modo fue inferior al martirio. La controversia bautismal se extendió desde África por todo el Oriente. Dionisio estaba lejos de enseñar, como Cipriano, que el bautismo por un hereje ensucia más que limpia; pero estaba impresionado por la opinión de muchos obispos y algunos concilios de que la repetición de tal bautismo era necesaria, y parece que suplicó al Papa Esteban que no rompiera la comunión con las Iglesias de Asia por esta causa. También escribió sobre el asunto a Dionisio de Roma, que aún no era Papa, y a un romano llamado Filemón, los cuales le habían escrito a él. Conocemos siete cartas suyas sobre el asunto, dos dirigidas al Papa Sixto. En una de éstas pide consejo sobre el caso de un hombre que hacía mucho tiempo había sido bautizado por herejes, y ahora declaraba que se había realizado incorrectamente. Dionisio había rechazado renovar el sacramento después que el hombre hubiera recibido durante tantos años la Sagrada Eucaristía; pide la opinión del Papa. En este caso está claro que la dificultad residía en la naturaleza de las ceremonias utilizadas, no en el mero hecho de haber sido llevado a cabo por herejes. Deducimos que el propio Dionisio siguió la costumbre romana, bien por tradición de su Iglesia, o bien por obediencia al decreto de Esteban. En 253 murió Orígenes; él no había estado en Alejandría por muchos años. Pero Dionisio no había olvidado a su viejo maestro, y escribió una carta en alabanza suya a Teocteno de Cesarea.
Un obispo egipcio, Nepos, enseñaba el error milenarista de que habría un reino de Cristo en la tierra durante mil años, un período de deleites corporales; él fundamentaba esta doctrina sobre el Apocalipsis en un libro titulado “Refutación de los alegóricos”. Fue sólo tras la muerte de Nepos cuando Dionisio se vio obligado a escribir dos libros “Sobre las promesas” para contrarrestar este error. Trata a Nepos con gran respeto, pero rechaza su doctrina, como en realidad la Iglesia ha hecho desde entonces, aunque fue enseñada por San Papías, San Justino, San Ireneo, San Victorino y otros. La diócesis de Alejandría era aún muy extensa (aunque se dice que Heraclas había fundado nuevos obispados), y formaba parte de ella el distrito de Arsinoe. Aquí el error era muy predominante, y San Dionisio fue en persona a las aldeas, reunió a sacerdotes y maestros, y durante tres días les instruyó, refutando los argumentos que sacaban del libro de Nepos. Estaba muy edificado por el espíritu dócil y el amor a la verdad que encontraba. Al final Korakion, que había introducido el libro y la doctrina, se declaró convencido. El principal interés del incidente no está en el retrato que nos da de la vida de la Iglesia antigua y de la sabiduría y gentileza del obispo, sino en la notable disquisición, que añade Dionisio, sobre la autenticidad del Apocalipsis. Es una pieza muy impresionante de “alta crítica”, y por su claridad y moderación, agudeza y penetración, es difícil que sea superada. “Algunos de los hermanos”, nos dice, “en su celo contra el error milenarista, repudiaban el Apocalipsis en conjunto, y lo tomaban capítulo por capítulo para ridiculizarlo, atribuyendo su autoría a Cerinto (como sabemos que hizo el romano Gayo unos años antes)”. Dionisio lo trata con reverencia, y declara que está lleno de ocultos misterios, y sin duda realmente escrito por un hombre llamado Juan. (En un pasaje ahora perdido, demostró que el libro debe entenderse alegóricamente). Pero encontraba difícil creer que el autor fuera el hijo del Zebedeo, el autor del Evangelio y de la Epístola católica, por el gran contraste de carácter, estilo y “lo que se llama elaboración”. Muestra que el autor se llama a sí mismo Juan, mientras que el otro sólo se refiere a sí mismo mediante algunas perífrasis. Añade la famosa observación, que “se dice que hay dos tumbas en Éfeso, que son llamadas ambas de Juan”. Demuestra la estrecha semejanza entre el Evangelio y la Epístola, y señala lo completamente diferente del vocabulario del Apocalipsis; este último está lleno de solecismos y barbarismos, mientras que los primeros están en buen griego. Este agudo criticismo fue desafortunado, en cuanto que fue en gran medida la causa del frecuente rechazo del Apocalipsis en las Iglesias de habla griega, incluso tan tardíamente como en la Edad Media. Los argumentos de Dionisio parecieron incontestables a los críticos liberales del siglo XIX. Posteriormente, el movimiento del péndulo ha traído a muchos, guiados por Bousset, Harnack y otros, a dejarse impresionar más por los innegables puntos de contacto entre el Evangelio y el Apocalipsis, que por las diferencias de estilo (que pueden explicarse por un diferente escriba o traductor, puesto que el autor de ambos libros era ciertamente judío), así que incluso Loisy admite que la opinión de los numerosos e ilustrados eruditos conservadores “ya no parece imposible”. Pero debe señalarse que los críticos modernos no han añadido nada a las juiciosas observaciones del patriarca del siglo III.
El emperador Valeriano, cuyo acceso al trono tuvo lugar en 253, no realizó persecuciones hasta 257. Ese año San Cipriano fue desterrado a Curubis y San Dionisio a Kefro en el Mareotis, después de ser juzgado junto con un sacerdote y dos diáconos por Emiliano, prefecto de Egipto. Él mismo nos cuenta las firmes respuestas que dio al prefecto, escribiendo para defenderse de un tal Germano, que le había acusado de huida vergonzosa. Cipriano padeció martirio en 258, pero Dionisio fue perdonado, y volvió a Alejandría enseguida cuando Galieno decretó la tolerancia en 260. Pero no para la paz, pues en 261-62 la ciudad estaba en un estado de tumulto poco menos peligroso que una persecución. La gran vía pública que atravesaba la ciudad estaba intransitable. El obispo tenía que comunicarse con su grey por carta, como si estuvieran en países diferentes. Era más fácil, escribe, pasar de Oriente a Occidente que de Alejandría a Alejandría. Se desencadenaron de nuevo el hambre y la peste. Los habitantes de la que aún era la segunda ciudad del mundo habían disminuido tanto que los varones entre catorce y ochenta años eran ahora apenas tan numerosos como habían sido los de entre cuarenta y setenta no muchos años antes.
En los últimos años de Dionisio se suscitó una controversia que el semiarriano Eusebio ha tenido cuidado de no mencionar. Todo cuanto sabemos procede de San Atanasio. Algunos obispos de la Pentápolis de la Libia Superior cayeron en el sabelianismo y negaban la diferencia entre las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Dionisio escribió unas cuatro cartas para condenar su error, y envió copias al Papa San Sixto II (257-58). Pero él mismo cayó, hasta donde llegan las palabras, en el error opuesto, pues dijo que el Hijo es un poiema (algo hecho) y distinto en sustancia, xénos kat’oúsian, del Padre, incluso como lo es el labrador de la vid, o un constructor de barcos del barco. Los arrianos del siglo IV tomaron estas palabras como puro arrianismo. Pero Atanasio defendió a Dionisio contando la continuación de la historia. Ciertos hermanos de Alejandría, ofendidos por las palabras de su obispo, se dirigieron a Roma al Papa San Dionisio (259-68), que escribió una carta, en la que declaraba que enseñar que el Hijo fue hecho o era una criatura era una impiedad igual, aunque contraria, a la de Sabelio. También escribió a su homónimo de Alejandría informándole de la acusación presentada contra él. Este último inmediatamente redactó libros titulados “Refutación” y “Apología”; en estos explícitamente declaraba que nunca hubo un tiempo en que Dios no fuera Padre, que Cristo siempre fue, al ser Palabra y Sabiduría y Poder, y coeterno, incluso como el brillo no es posterior a la luz de la que procede. Enseña la “Trinidad en Unidad y la Unidad en Trinidad”; da claramente a entender la igualdad y procesión eterna del Espíritu Santo. En estos últimos puntos es más explícito que el propio San Atanasio lo es en otros lugares, mientras que en el uso de la palabra consustancial, ‘homoousion, se anticipa a Nicea, pues se queja amargamente de la calumnia de que él había rechazado la expresión. Pero no obstante que él mismo y su abogado Atanasio intenten explicar sus primeras expresiones, está claro que había sido incorrecto en pensamiento tanto como en palabras, y que al principio no comprendió la verdadera doctrina con la claridad necesaria. La carta del Papa era evidentemente explícita y debe haber sido la causa de la visión más clara del alejandrino. El Papa, como señala Atanasio, dictó una condena formal del arrianismo mucho antes de que surgiera la herejía. Cuando consideremos la vaguedad e incorrección en el siglo IV de incluso los defensores de la ortodoxia en Oriente, la decisión de la Sede Apostólica nos parecerá un maravilloso testimonio de la doctrina de los Padres y de la fe infalible de Roma.