México con los cristianos perseguidos

Homilía de
S.E.R. Mons. Christophe Pierre
Nuncio Apostólico en México
“MÉXICO con los cristianos perseguidos”
(Museo Soumaya, México, D.F., 2 de octubre de 2015)

Hermanas y hermanos,

El Papa Francisco, primero entre todos los creyentes, con palabras claras y contundentes ha en innumerables ocasiones denunciado ante el mundo y sus autoridades, las atroces persecuciones de la cual son objeto millones de seres humanos, entre quienes se encuentran miles y miles de cristianos, que ante la disyuntiva de deber apostatar, de acabar en las cárceles o de ser asesinados a causa de su fe, se han visto obligados a emigrar.

Prueba, entre otras muchas, del interés y preocupación del Santo Padre por tan dolorosa y retadora situación, fue el reciente mensaje que el pasado 6 de agosto envió al Obispo Auxiliar de Jerusalén de los Latinos y Vicario Patriarcal para Jordania sobre la situación de los refugiados. Un texto, en el que el Papa dice que, éstos, “son los mártires de hoy, humillados y discriminados por su fidelidad al Evangelio”.

Escribo, -decía el Papa en aquel mensaje-, para “llegar con una palabra de esperanza a quienes, oprimidos por la violencia, se ven obligados a abandonar sus casas y su tierra. En más de una ocasión quise ser voz de las atroces, inhumanas e inexplicables persecuciones de quien en tantas partes del mundo -y sobre todo entre los cristianos- es víctima del fanatismo y de la intolerancia, a menudo ante la mirada y el silencio de todos. Son los mártires de hoy, humillados y discriminados por su fidelidad al Evangelio”.

Nosotros, en comunión con el Santo Padre nos encontramos hoy aquí, orando. Porque es precisamente la oración, y de modo especial la Eucaristía, las que nos permiten eficazmente manifestar nuestro amor y cercanía espiritual a los hermanos que sufren persecución a causa de su fe. Oramos en comunión, con fe y confianza como discípulos de Jesús; lo hacemos siguiendo el ejemplo de la Iglesia Apostólica que, cuando el apóstol Pedro fue encarcelado (cf. Hch 12,5), supieron sostenerlo con el afecto y la oración.

La persecución ciertamente ha sido característica y ha estado siempre presente en la historia de la Iglesia. La sufrió, primero entre todos, el mismo Señor Jesús, quien había anunciado a sus discípulos no solo que Él mismo debía entregar su vida por todos, sino que también ellos serían odiados a causa de su nombre, denunciados y perseguidos (cf. Mt 10,17-26); que llegaría incluso una hora en la que, quien les diera muerte, pensaría estar dando culto a Dios (cf. Jn 16,2). Pero también les había asegurado que la victoria sería, en definitiva, para quienes lograran mantenerse firmes en la fe.

Y, ¿qué decir de San Pablo? También él fue un “gran perseguido” (cf. 2 Cor 11,23-33; 12,10). Acusaciones, cárceles, azotes, persecusiones..., pero, en todo ello, estará siempre con él el Espíritu de Cristo sosteniéndolo e invitándolo a seguir adelante. Así sucedió en Jerusalén, cuando delatado y detenido fue llevado ante el Sanedrín para, en principio, verificar la verdad de las acusaciones de los judíos que amenazaban con lincharlo. El Apóstol, cooperando hábilmente con el Espíritu, enfrentó a sus acusadores que terminaron chocando entre sí, al grado que, ante el altercado que se produjo, tuvieron que sacarlo de allí para que no lo mataran. Pero, la noche siguiente, el Señor “se le presentó y le dijo: «¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que darlo en Roma»” (Hch 23,11). Y, de suyo, la tradición cristiana es testigo del martirio de San Pablo en aquella ciudad que, junto con San Pedro, lo considera también fundamento de la Iglesia que es cabeza de todas las iglesias. El antiguo perseguidor de los cristianos que escuchó en el camino de Damasco cómo Jesús se identificaba con los perseguidos (cf. Hch 9, 45), terminaría escribiendo a los cristianos de Colosas: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por ustedes: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24).

Sin duda la persecución de los cristianos encierra un verdadero misterio. Es cierto que los discípulos de Cristo no pueden aspirar a otro tratamiento distinto del que ha recibido su Maestro: siguiéndole a Él y por causa de Él, están llamados a beber su mismo cáliz y a recibir con Él, el mismo bautismo (cf. Mc 10,39; Jn 15,20), también por la conversión de sus mismos verdugos. En ellos se reproduce la pasión redentora de Cristo (cf. Hch 9, 4-5; Col 1, 24ss.), y aunque nos cueste entenderlo, el martirio es una gracia (cf. Fl 1,29). Por ello San Pedro es capaz de afirmar, que “si los ultrajan por el nombre de Cristo, bienaventurados ustedes, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre ustedes” (1 Pe 4, 14).

Pero, si bien somos conscientes de que el martirio es una gracia y que tiene un gran mérito delante de Dios, es obvio que –porque el mandamiento mismo del Señor nos lo exige-, no podemos desentendernos de los hermanos que sufren; no podemos permanecer indiferentes ante el sufrimiento de tantos y tantos hermanos a los que, en cambio, es necesario brindarles nuestra ayuda, interesándonos por su situación de perseguidos, de prófugos y exiliados, de encarcelados y discriminados a causa de su fe cristiana.

“Mi recuerdo, -escribía el Papa Francisco en el mensaje al que antes hice alusión-, que se hace llamamiento solidario, quiere ser signo de una Iglesia que no olvida y no abandona a sus hijos exiliados a causa de su fe: sepan que una oración diaria se eleva por ellos, juntamente a la gratitud por el testimonio que nos dan”.

Y “mi recuerdo se dirige también –añade el Papa-, a las comunidades que supieron hacerse cargo de estos hermanos, evitando desviar la mirada hacia otro lado. Ustedes anuncian la resurrección de Cristo compartiendo el dolor y la ayuda solidaria que prestan a los cientos de miles de refugiados; inclinándose sobre sus sufrimientos que amenazan con sofocar en ellos la esperanza; con su servicio de fraternidad, que ilumina incluso momentos tan oscuros de la existencia. Que el Señor los recompense como sólo Él puede hacer, con la abundancia de sus dones”.

Es terrible, hermanas y hermanos, constatar cuán grande es la insensatez y soberbia de quienes, con las armas en las manos, han sido y son capaces de obligar a las personas y a familias enteras a situarse ante dos alternativas: creer y hacer lo que tales facinerosos piden, o salir de su tierra, de su casa, de su pueblo y de su patria, para evitar ser encarcelados o asesinados. Y, ¡sí! Ha sido ésta la alternativa que ha conducido a muchos al martirio o que ha obligado a miles y miles de cristianos y de no cristianos, a huir. Miles de hombres y mujeres, de niños y ancianos, de familias enteras.

¡No, hermanos! No podemos ni debemos cerrar nuestros ojos a la realidad que aqueja tan terriblemente a tantos hermanos nuestros. Debemos, en cambio, orar; pero también debemos, todos y cada uno desde su propia realidad, trabajar a favor de la defensa de la dignidad de toda persona humana y de sus derechos fundamentales, entre ellos, aquel irrenunciable de la libertad religiosa.

“Hacer” hoy y ahora, es exigencia ineludible de nuestro ser creyentes y discípulos del Señor Jesús. Nos lo pide el mandamiento del Señor; lo exige la justicia y lo reclama la realidad misteriosa de la comunión de los miembros del cuerpo de Cristo que incesantemente nos invita a convertir en verdadera oración la práctica del amor fraterno y de la solidaridad entre todos. Jesús, en efecto, ora en el Espíritu Santo y pide por todos sus discípulos de todos los tiempos y lugares que hemos creído en su palabra, para que, en el amor, que presupone y exige la justica, formemos una comunión semejante a la que existe entre Él y el Padre (cf. Jn 13,35).

Nosotros lo sabemos. Sabemos que es precisamente el amor que nos viene del Padre a través de Jesucristo, lo que nos hace ser verdaderamente cristianos y hermanos solidarios con los que sufren, especialmente con los perseguidos por causa de su fe. Allí donde la Iglesia sufre, donde es discriminada e incluso perseguida, es a donde tiene que llegar nuestra capacidad de amar y de servir.

Esto que estamos haciendo hoy, rezar por nuestros hermanos perseguidos y martirizados y tomar conciencia de su sufrimiento, así como lo que también podremos hacer en adelante, hagámoslo teniendo presente cuánto el Señor nos ha enseñado: que todo cuanto hagamos o dejemos de hacer por los hermanos, lo hacemos o dejamos de hacer también a Él mismo (cf. Mt 25). ¡Al final de nuestros días, seremos juzgados por el amor!

Queridas hermanas y hermanos. Recordemos: Cristo quiere nuestras manos para construir un mundo donde reine la justicia. Cristo quiere nuestros pies para poner en marcha la libertad y el amor. Cristo quiere nuestros labios para anunciar al mundo la buena noticia a los pobres y a quienes sufren. Cristo quiere nuestra acción para lograr que todos seamos hermanos. Cristo quiere que seamos Evangelio: aquel que la gente sea capaz de leer en nuestras vidas conformadas por buenas obras y por palabras eficaces.

¡Amemos!, no solo de palabra, sino con obras. ¡Luchemos con y por los hermanos!, ¡trabajemos por la justicia y la paz!, ¡seamos testimonio y voz de la buena nueva del Evangelio, cuyo centro es el amor!

¡Jesús, danos tu amor y tu fuerza para proseguir tu causa! ¡María, madre de todos los discípulos de tu hijo, tómanos en tus manos, ayúdanos a tener un corazón semejante al tuyo y ruega siempre por todos!

Amén.