de Enrique Díaz Díaz
Obispo Coadjutor de San Cristóbal de las Casas
5 Noviembre
Romanos 14,7-12: “Ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor”, Salmo 26: “El Señor es mi luz y mi salvación”, San Lucas 15,1-10: “Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepiente”
Ya casi estamos por iniciar el Año de la Misericordia que tanta ilusión le hace al Papa Francisco y este texto nos coloca frente al Jesús misericordioso en contraste con los escribas y fariseos. Jesús acoge a los pecadores y publicanos, mientras los escribas los condenan. Esto da ocasión para que Cristo nos cuente las tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida, y el hijo prodigo.
Las dos primeras nos las presenta el pasaje de este día. No sé si llamarlas así, como acentuando en el momento del fracaso, o bien decir que son las parábolas de la oveja y la moneda encontradas. Y es que Cristo insiste mucho más en el encuentro, en la alegría y en el perdón, que en el pecado: “Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido” y también, “Alégrense conmigo porque ya encontré la moneda que se me había perdido”. Así es como Dios se relaciona y se comporta con los pecadores, perdidos y extraviados. Utilizando expresiones muy cercanas al pueblo con el que convive, Jesús nos hace entender que Dios no es el justiciero y vengativo que muchas veces nos presenta el Antiguo Testamento. Que no puede quedarse quieto sin el pecador que se ha perdido, que inicia la búsqueda, que recorre los caminos, que busca el encuentro, hasta dar con la oveja, con la moneda o con el hijo perdido.
Cuando Dios encuentra al extraviado, se alegra, lo lleva en sus hombros, convoca a todos los que pueden alegrar con él y organiza un banquete. Su alegría es enorme porque “en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse”. Así es también la conducta de Jesús con los pecadores.
Hoy, al contemplar a Jesús como el pastor que carga sobre sus hombros la oveja perdida, se suscita en mí un gran deseo de conversión. No puedo ni debo permanecer en mis errores o pecados, si Jesús añora mi presencia ¿cómo no voy yo a extrañar el gran amor que me ha tenido? Reconciliarnos, retornar, abandonar el pecado. Hay unos brazos abiertos, extendidos, esperándome. Hay un corazón amoroso para perdonarme.