I. Contemplamos la Palabra
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 2,10b-16:
El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios. ¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Pues, lo mismo, lo íntimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios. Y nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo, es el Espíritu que viene de Dios, para que tomemos conciencia de los dones que de Dios recibimos. Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. A nivel humano, uno no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una necedad; no es capaz de percibirlo, porque sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu. En cambio, el hombre de espíritu tiene un criterio para juzgarlo todo, mientras él no está sujeto al juicio de nadie. «¿Quién conoce la mente del Señor para poder instruirlo?» Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo.
Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab. 13cd-14 R/. El Señor es justo en todos sus caminos
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R/.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas. R/.
Explicando tus hazañas a los hombres,
la gloria y majestad de tu reinado.
Tu reinado es un reinado perpetuo,
tu gobierno va de edad en edad. R/.
El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 4,31-37:
En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente. Se quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo, y se puso a gritar a voces: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús le intimó: «¡Cierra la boca y sal!»
El demonio tiró al hombre por tierra en medio de la gente, pero salió sin hacerle daño. Todos comentaban estupefactos: «¿Qué tiene su palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen.»
Noticias de él iban llegando a todos los lugares de la comarca.
II. Compartimos la Palabra
Dios habita en los puertos de la vida
Las lecturas de hoy nos sitúan en dos puertos: Corinto y Cafarnaún. El primer puerto es Corinto, capital de la provincia de Acaya, en el Mediterráneo. La comunidad de cristianos que vivían en esta antigua ciudad griega, llena de actividad comercial y cultural, había sido fundada por Pablo en su segundo viaje. Podemos imaginar fácilmente cómo fue creciendo y consolidándose, y esos diferentes maestros que allí llegaron o surgieron. Y como todo lo humano tiene pies de barro, surgieron las divisiones y abusos.
En medio del bullicio de esta ciudad portuaria, Pablo nos recuerda algo esencial: “Hablamos de estas cosas con palabras que el Espíritu nos ha enseñado, y no con palabras que hayamos aprendido por nuestra propia sabiduría”. En el camino de la fe es fácil caer en la vanidad de creernos poseedores de la verdad a medida que vamos adquiriendo experiencia, liderazgo o responsabilidades, servicios y diferentes cargos. Y también es fácil “afiliarse” a éste o aquel, en la medida en que nos ayudan y enriquecen espiritual y humanamente, pero también caer en partidismos entre unos y otros. Y cuánto minan estas actitudes y situaciones en la vida de las comunidades cristianas y la iglesia.
El papa Francisco nos recuerda que hemos de fomentar la cultura del encuentro, no la de la exclusión o el enfrentamiento. Y sólo la búsqueda sincera y humilde de la Verdad, sólo apegarnos al Espíritu, nos dará la capacidad de ir instruyéndonos en las cosas de Dios. “Nosotros tenemos la mente de Cristo”. El texto de hoy subraya cómo la sabiduría de Dios es distinta a la sabiduría humana. Las cosas de Dios pueden parecer tonterías bajo la lupa de los entendidos, poderosos o soberbios. Las cosas de Dios, las espirituales, son las que nos hacen más humanos y bondadosos, más sabios para la vida y el amor. Las cosas de Dios nos sitúan en los puertos de la vida como lugares de acogida y encuentro, de partida, entrega y envío. “Nosotros hemos recibido el Espíritu que procede de Dios, para que entendamos las cosas que en su bondad Dios nos ha dado”.
La suave fuerza de la Palabra
El otro puerto al que hoy nos traslada el texto evangélico de Lucas es Cafarnaún, un enclave comercial a orillas del lago de Galilea. Allí surge un encuentro curioso entre Jesús, las gentes que iban a escucharle y un hombre que tenía un demonio (un espíritu impuro). Es cierto que lo central es destacar la autoridad de las palabras de Jesús, de qué manera cautivaba a quienes le escuchaban. Pero a mí me evoca una escena que leí en alguna ocasión en el prólogo de un libro que no recuerdo y por lo que no lo cito.
La escena transcurría en la sala de neonatos de un hospital importante de una gran ciudad. Un eminente cirujano de pediatría entro, durante la noche, para controlar la evolución de un diminuto bebé que había operado ese día, y luchaba entre la vida y la muerte. Después de cumplir su tarea, acercó una silla a la incubadora, metió su mano y, mientras acariciaba suavemente con un dedo la sien del niño, le tarareaba una sencilla nana.
Ese profundo y conmovedor gesto de ternura y humanidad resuena también en una frase del evangelio de hoy: “Entonces el demonio arrojó al hombre al suelo delante de todos y salió de él sin hacerle ningún daño”. La exquisita delicadeza del amor de Jesús hacia cada uno de nosotros es lo que da poder a sus palabras. Cree tan profunda y sinceramente en la bondad y belleza de cada ser humano, por destrozado o roto que esté, que es capaz de liberar y curar. Jamás hace daño, sólo nos hace bien.
Dejemos que nos hable, escuchemos las palabras que necesitamos oír en nuestro interior, para ser más nosotros mismos, más suyos, más capaces para el amor y más felices.
Hna. Águeda Mariño Rico O.P.
Congregación de Santo Domingo