I. Contemplamos la Palabra
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas (3,22-29):
La Escritura presenta al mundo entero prisionero del pecado, para que lo prometido se dé por la fe en Jesucristo a todo el que cree. Antes de que llegara la fe estábamos prisioneros, custodiados por la ley, esperando que la fe se revelase. Así, la ley fue nuestro pedagogo hasta que llegara Cristo y Dios nos justificara por la fe. Una vez que la fe ha llegado, ya no estarnos sometidos al pedagogo, porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis vestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y, si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán y herederos de la promesa.
Sal 104,2-3.4-5.6-7 R/. El Señor se acuerda de su alianza eternamente
Cantadle al son de instrumentos,
hablad de sus maravillas;
gloriaos de su nombre santo,
que se alegren los que buscan al Señor. R/.
Recurrid al Señor y a su poder,
buscad continuamente su rostro.
Recordad las maravillas que hizo,
sus prodigios, las sentencias de su boca. R/.
¡Estirpe de Abrahán, su siervo;
hijos de Jacob, su elegido!
El Señor es nuestro Dios,
él gobierna toda la tierra. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,27-28):
En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.»
Pero él repuso: «Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.»
II. Compartimos la Palabra
Todos somos hijos de Dios por la fe
¡
Bendito empeño el del apóstol Pablo que pone toda su energía en diferenciar los campos de la Ley de los de la fe! La Ley judía, a su entender, tenía carácter transitorio –perfil pedagógico viene a decir- y, bien entendida, debía conducir a Cristo. La fe, por su parte, y gracias a Cristo, nos otorga una nueva y sublime identidad, la de ser hijos de Dios. Identidad que nos viene no por el cumplimiento de la Ley sino por la unión con Cristo, realidad que en la plenitud de los tiempos significamos en el bautismo. Por ello, todos somos uno en Cristo ya que es él quien vive en nosotros, y, por lo mismo, no ha lugar a distinciones ni discriminaciones entre las personas. El hecho de estar incorporados a Cristo nos asocia a la promesa que recorre toda la historia de la salvación, por lo que en Cristo nos convertimos en herederos de la promesa que Dios le hizo al padre de los creyentes, Abrahán. A partir de Jesús, toda discriminación entre los hombres y, a fortiori, entre los cristianos, carece de sentido y es un antitestimonio de la bondad de Dios expresada en Cristo Jesús.
Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios
Sabemos que la autoridad con la que Jesús hablaba a las gentes, la limpieza de su mensaje salvador y sus gestos humanizadores causaban admiración en no pocas personas sencillas, porque en Jesús de Nazaret veían los trazos de un nuevo rostro de Dios liberado de las ligaduras del templo y de las complejas interpretaciones de los rabinos. Una mujer, con encanto y espontaneidad singulares, se atreve a formular el hermoso requiebro que recoge el breve evangelio de hoy. ¡Feliz la madre que lo engendró y lo crió! A buen seguro que los circunstantes aplaudieron la alabanza. Pero Jesús la recoge –es de suponer con una abierta sonrisa- y la rectifica. En el Reino que él ofrece e inaugura el timbre de gloria consistirá en la aceptación, asimilación y cumplimiento de su palabra. Puede parecer que Jesús evita este piropo a su madre, pero lo cierto es que María de Nazaret fue la primera que acogió la Palabra e hizo de ella todo una vida confiada en el amor de Dios que en su hija preferida hizo prodigios de gracia.
¿Es la fe en Cristo Jesús el aglutinante de nuestras comunidades?
¿Alimentamos la fe personal y comunitaria con la escucha y aceptación de la Palabra?
Fr. Jesús Duque O.P.
Convento de San Jacinto (Sevilla)