RV).-Ante los riegos de una crisis de pensamiento, en que la eficacia científica y técnica olvida y relega la dimensión trascendente, Benedicto XVI alentó a redescubrir la luz de Dios que ilumina la inteligencia. En su discurso al visitar la Facultad de Medicina y Cirugía del Policlínico "Agostino Gemelli", de Roma, con motivo del 50 aniversario de su fundación, el Papa puso en guardia contra “una investigación científica que excluya la búsqueda de la fe”.
Discurso completo del Santo Padre
¡Señores Cardenales, venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, Honorable Señor Presidente de la Cámara y Señores Ministros, ilustre Pro-Rector, distinguidas Autoridades, Docentes, Médicos, distinguidos miembros del Personal sanitario y universitario, queridos estudiantes y queridos pacientes! Con particular alegría me encuentro hoy con ustedes para celebrar el 50 aniversario de la Facultad de Medicina y Cirugía del Policlínico "Agostino Gemelli". Agradezco al Presidente del Instituto Toniolo, el cardenal Angelo Scola, y al Pro-Rector, el profesor Franco Anelli, por las amables palabras que me han dirigido. Saludo al señor presidente de la Cámara, Honorable Gianfranco Fini, a los Señores Ministros, Honorable Lorenzo Ornaghi y Renato Balduzzi, a las numerosas Autoridades, así como a los Docentes, a los Médicos, al Personal y a los estudiantes del Policlínico y de la Universidad Católica. Y dirijo un pensamiento especial a vosotros, queridos pacientes. En esta ocasión me gustaría ofrecer algunas reflexiones. La nuestra es una época en que las ciencias experimentales han transformado la visión del mundo y la misma auto-comprensión del hombre. Los múltiples descubrimientos, las tecnologías innovadoras que se suceden con un ritmo tan rápido, son, con razón, motivo de orgullo, pero a menudo no son sin consecuencias preocupantes. En efecto, como telón de fondo, del optimismo generalizado de los conocimientos científicos se extiende la sombra de una crisis de pensamiento. Rico en recursos, pero no igualmente rico en sus objetivos, el hombre de nuestro tiempo vive a menudo condicionado por el relativismo y por el reduccionismo, que llevan a perder el sentido de las cosas, casi ofuscado por la eficacia técnica, olvida el horizonte esencial de la necesidad de sentido, relegando la dimensión trascendente a la insignificancia. En este contexto, el pensamiento se debilita y, al mismo tiempo, va ganando terreno un empobrecimiento ético, que nubla las referencias normativas de valor. Parece quedar en el olvido la que fuera la raíz fecunda de la cultura europea y del progreso. En ella, la búsqueda de lo absoluto - el quaerere Deum – comprendía la exigencia de profundizar en las ciencias seculares y en todo el mundo del conocimiento (cf. Discurso en el Collège des Bernardins de París, 12 de septiembre de 2008). La investigación científica y la búsqueda de sentido, de hecho, a pesar de las características epistemológicas y metodológicas, brotan de un mismo manantial, ese Logos que preside la obra de la creación y guía la inteligencia de la historia. Una mentalidad fundamentalmente ‘tecnopráctica’ genera un arriesgado desequilibrio entre lo que es técnicamente posible y lo que es moralmente bueno, con consecuencias imprevisibles. Es importante, entonces, que la cultura vuelva a descubrir el vigor del significado y el dinamismo de la trascendencia. En una palabra, que abra con firmeza el horizonte del quaerere Deum. Recordamos la célebre frase de san Agustín: "Nos has creado para ti [Señor], y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones, I, 1). Se puede decir que el mismo impulso a la investigación científica se debe a la nostalgia de Dios que vive en los corazones humanos: después de todo, el hombre de ciencia tiende, a menudo inconscientemente, a llegar a esa verdad que da sentido a la vida. Sin embargo, por apasionada y tenaz que sea la investigación humana, no es capaz de llegar, con sus propias fuerzas, a un puerto seguro, porque "el hombre no es capaz de esclarecer plenamente la extraña penumbra que se cierne sobre la cuestión de las realidades eternas... Dios tiene que tomar la iniciativa de salir al encuentro y de dirigirse al hombre "(J. Ratzinger, Europa de Benedicto en la crisis de las culturas, Cantagalli, Roma 2005, 124). Para devolver a la razón su dimensión original e integral, es necesario redescubrir el lugar donde surge, que la investigación científica comparte con la búsqueda de la fe, la fides quaerens intellectum, casi una exigencia complementaria de la inteligencia de lo real. Pero, paradójicamente, precisamente la cultura positivista, excluyendo del debate científico la pregunta sobre Dios, determina el declive del pensamiento y el debilitamiento de la capacidad de la inteligencia de lo real. Sin embargo, el quaerere Deum del hombre se perdería en una maraña de caminos, si no saliera a su paso un camino de iluminación y de segura orientación, que es el mismo Dios que se hace cercano al hombre con inmenso amor: "En Jesucristo Dios no sólo habla al hombre, sino que lo busca.... Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios y tiene su punto culminante en la Encarnación del Verbo "(Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, 7). Religión del Logos, el Cristianismo no relega la fe en el ámbito de lo irracional, si no que atribuye el origen y el sentido de la realidad a la Razón creadora, que en el Dios crucificado se ha manifestado como amor y que invita a recorrer el camino del quaerere Deum: «Yo soy el camino, la verdad, la vida». Santo Tomás de Aquino comenta: “El punto de llegada de este camino es de hecho el fin del deseo humano. Ahora el hombre desea principalmente dos cosas: en primer lugar aquel conocimiento de la verdad que es propio de su naturaleza. En segundo lugar la permanencia en el ser, propiedad ésta común a todas las cosas. En Cristo se hallan una y otra ... Si por lo tanto buscáis por donde pasar, acoge a Cristo porque él es camino » (Exposiciones su Juan, cap. 14, lectio 2). El Evangelio de la vida ilumina entonces el camino arduo del hombre, y ante la tentación de la autonomía absoluta, recuerda que «la vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen y huella, participación de su soplo vital» (JUAN PABLO II, Evangelium vitae, 39). Y es justamente recorriendo el sendero de la fe que el hombre es capaz de notar en las mismas realidades de sufrimiento y de muerte, que atraviesan su existencia, una posibilidad autentica de bien y de vida. En la Cruz de Cristo reconoce el Árbol de la vida, revelación del amor apasionado de Dios por el hombre. El cuidado de aquellos que sufren es entonces encuentro cotidiano con el rostro de Cristo, y la dedición de la inteligencia y del corazón se hace señal de la misericordia de Dios y de su victoria sobre la muerte. Vivida en su integridad, la búsqueda es iluminada por ciencia y fe, y de estas dos «alas» toma impulso y fuerza, sin perder jamás la justa humildad, el sentido del propio límite. De tal manera la búsqueda de Dios se vuelve fecunda para la inteligencia, fermento de cultura, promotora de verdadero humanismo, búsqueda que no se detiene en la superficie. Queridos amigos, dejaos siempre guiar por la sabiduría que viene de lo alto, de un saber iluminado por la fe, recordando que la sapiencia exige la pasión y la fatiga de la investigación. Aquí se inserta la tarea insustituible de la Universidad Católica, lugar en el que la relación educativa está colocada al servicio de la persona en la construcción de una cualificada competencia científica, radicada en un patrimonio de saberes que el paso de las generaciones ha destilado en sabiduría de vida; lugar en el que la relación de cura no es un oficio, sino una misión; donde la caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra y el rostro del hombre que sufre el Rostro mismo de Cristo: «lo habéis hecho a mi». La Universidad Católica del Sagrado Corazón, en el trabajo cotidiano de experimentación, de enseñanza y de estudio, vive en esta traditio que expresa la propia potencialidad de innovación: ningún progreso, mucho menos sobre el plano cultural, se nutre de mera repetición, si no que exige un inicio siempre nuevo. Requiere además aquella disponibilidad al debate y al diálogo que abre la inteligencia y testimonia la rica fecundidad del patrimonio de la fe. Así se da forma a una sólida estructura de personalidad, donde la identidad cristiana penetra el vivir cotidiano y se expresa desde el interno de una profesionalidad excelente. La Universidad Católica, que con la sede de Pedro tiene una relación particular, está llamada hoy a ser institución ejemplar que no limita el aprendizaje a la funcionalidad de un resultado económico, sino que amplía el respiro sobre proyectos en los que el don de la inteligencia investiga y desarrolla los dones del mundo creado, superando una visión sólo productiva y utilitarista de la existencia, porque «el ser humano está hecho para el don, que expresa y actúa la dimensión de trascendencia» (Caritas in veritate, 34). Justo esta conjugación de investigación científica y servicio incondicional a la vida delinea la fisionomía católica de la Facultad de Medicina y Cirugía «Agostino Gemelli», porque la perspectiva de la fe es interior – no sobrepuesta, ni yuxtapuesta – a la búsqueda aguda y tenaz del saber. Una Facultad católica de Medicina es un lugar donde el humanismo trascendente no es un eslogan retórico, sino la regla vivida de la dedición cotidiana. Soñando con una Facultad de Medicina y Cirugía auténticamente católica, el Padre Gemelli - y con él tantos otros, como el Prof. Brasca -, volvía a colocar en el centro de la atención a la persona humana en su fragilidad y en su grandeza, en sus siempre nuevas fuentes de una búsqueda apasionada y en la no menor conciencia del límite y del misterio de la vida. Por esto habéis querido instituir un nuevo Ateneo para la vida, que apoye a otras realidades ya existentes como, por ejemplo, el Instituto Científico Internacional Pablo VI. Aliento, por tanto, a la atención a la vida en todas sus fases. Quisiera ahora dirigirme, de forma particular, a todos los pacientes presentes aquí en el «Gemelli», asegurarles mi oración y mi afecto y decirles que aquí estarán siempre acompañados con amor, porque en sus rostros se refleja aquel de Cristo sufriente. Es justamente el amor de Dios, que resplandece en Cristo, que hace aguda y penetrante la mirada de la búsqueda y ayuda a captar aquello que ninguna investigación está en capacidad de percibir. Lo tenía bien presente el beato Giuseppe Toniolo, que afirmaba cómo estuviese presente en la naturaleza del hombre, leer en los otros la imagen de Dios amor y en la creación su impronta. Sin amor, también la ciencia pierde su nobleza. Sólo el amor garantiza la humanidad de la investigación. Gracias. (Traducción del italiano, CdM y RC)