Cuando Ángel Roncalli (1881-1963), conocido como Juan XXIII, es llamado al pontificado, ya bordea los 77 años y se le define como un Papa de transición. Pero como un perspicaz maestro de ajedrez, pronto deja descolocados todos los pronósticos. Al poco tiempo de ser Papa, convoca el Concilio Vaticano II, cubre cargos, remueve cardenales, crea nuevas diócesis, facilita el lenguaje eclesiástico, inventa salidas, busca el contacto con la gente, viaja fuera del Vaticano y de la misma Roma, visita hospitales, cárceles, y hasta residencias particulares. En él se dio en forma notable algo que lo acomuna a Madre Teresa, a l´Abbé Pierre, a Hélder Cámara, a Joseph Kentenich, a Santiago Alberione y a muchos otros: en ellos las palabras dejan de ser palabras para hacerse realidad; literalmente, se encarnan las palabras hasta personificarse con ellos. El papa Juan nos lo recuerda él mismo: "La bondad me hizo feliz…", "la bondad hizo serena mi vida…", "la bondad llega mucho más lejos…" y "¡una caricia vale más que un pellizco!…". Son facetas de un valor tan manifiesto en él y hoy tan raro: la bondad. Y era tan visible en su vida que llegó a ser símbolo de la misma. La gente, creyente y no creyente, se encargó de graficarlo en una expresión que ha quedado en la historia: "el Papa bueno". Y sabemos que en esto la gente no se equivocó.
¿Qué aportó a la Iglesia y a la sociedad civil?
El papa Juan pasará a la historia como el Papa del Concilio Vaticano II. Con un coraje profético, él lo convocó, pero no tuvo la dicha de llevarlo a término. El Concilio, que reunió a Obispos de toda la Iglesia, produjo unos cuantos documentos que han contribuido a renovar la Iglesia, abrirla al mundo moderno y ponerla en diálogo con él. A la sociedad civil el papa Juan dio el gran documento "Pacem in terris" (1963), que sacudió a la opinión pública de todos los pueblos y de todas las religiones. Nunca un documento eclesiástico había sido recibido con tanto respeto y consideración. En plena Guerra Fría, a un mundo permanentemente amenazado por la catástrofe atómica, le hizo tomar conciencia de que la paz es el gran bien de la humanidad y es posible, si los pueblos y los gobiernos las quieren, y les indicaba las condiciones para alcanzarla de forma estable. Fue el último gran regalo del Papa bueno. A los pocos días, llorado por todo el mundo, volvía a la Casa del Padre. Era el 3 de junio de 1963. Se había apagado la estrella del Papa bueno, pero no su memoria y su mensaje de bondad y de paz.
Una frase suya es el mejor colofón a esta nota: "Hombres de todas las categorías llegan a mi pobre fuente. Mi tarea es dar agua a todos. Dejar una buena impresión hasta en el corazón de un bribón, me parece un acto de caridad que a su debido tiempo será bendecido…"