Ciudad del Vaticano, 8 de junio de 2012 (VIS).-En la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Benedicto XVI celebró a las 19,00 la Santa Misa en la basílica de San Juan de Letrán, la catedral de Roma, ciudad de la que el Papa es obispo. Posteriormente presidió la procesión eucarística que, recorriendo la via Merulana terminó en la basílica de Santa María Mayor.
En el transcurso de la Misa el Papa pronunció una homilía centrada en el culto eucarístico y su sacralidad, hablando en primer lugar de la adoración del Santísimo Sacramento.
“Una interpretación unilateral del Concilio Vaticano II -dijo- ha penalizado esta dimensión, restringiendo prácticamente la Eucaristía al momento de la celebración. Efectivamente, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne alrededor de la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo nutre y lo une a Sí, en la oferta del Sacrificio. Esta valoración de la asamblea litúrgica, en la que el Señor obra y realiza su misterio de comunión, obviamente, sigue siendo válida, pero hay que volver a situarla con un equilibrio justo (...) Si se concentra toda la relación con Jesús -Eucaristía sólo en el momento de la Santa Misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y, haciendo así, se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana”.
“Es un error -subrayó el pontífice- contraponer la celebración y la adoración, como si una y otra estuvieran en competencia, cuando es precisamente, todo lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento constituye el ‘ambiente’ espiritual en que la comunidad puede celebrar, bien y en verdad, la Eucaristía. Sólo si la acción litúrgica está precedida, acompañada y seguida por esta actitud interior de fe y de adoración, expresará plenamente su significado y su valor”.
El Papa recordó que en el momento de la adoración, estamos todos en el mismo plano, “de rodillas ante el Sacramento del Amor” y que “el sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico” “Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento - observó- es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que se acompaña de forma complementaria con la de celebrar la Eucaristía (...) Comunión y contemplación no se pueden separar; están unidas”. Y, si falta esa segunda dimensión “la misma comunión sacramental puede convertirse, para nosotros, en un gesto superficial”.
Hablando del segundo punto, la sacralidad de la Eucaristía, Benedicto XVI afirmó que esta aspecto también había adolecido en el pasado reciente de “un malentendido sobre el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana, en lo que respecta al culto, ha sufrido, en los años sesenta y setenta del siglo pasado, la influencia de una mentalidad secularizada. Es verdad, y es siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no hay que deducir que lo sagrado ya no existe”.
Cristo “no ha abolido lo sagrado; lo ha llevado a su cumplimiento, inaugurando un nuevo culto que es verdaderamente espiritual pero, hasta que estemos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y de ritos, que desaparecerán sólo al final, en la Jerusalén celeste, donde ya no habrá ningún templo”.
Además, “lo sagrado tiene una función educativa y su desaparición empobrece, inevitablemente, la cultura, en particular, la formación de las nuevas generaciones. (...)Dios, nuestro Padre (...) envió a su Hijo al mundo, no para abolir lo sagrado, sino para darle cumplimiento. En el culmen de esta misión, en la Última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Haciendo así, se puso en lugar de los sacrificios antiguos; pero lo hizo dentro de un rito -que mandó perpetuar a los apóstoles- como signo supremo de lo verdaderamente sagrado: Él mismo. Con esta fe (...) celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo”.