"Vayan por todo el mundo y prediquen..."
Lunes, 23 de Julio de 2012 09:21
Escrito por Mons. Christophe Pierre
"Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura"
Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, Inauguración del XI CONAJUM
Muy queridos hermanos y hermanas,
Con gran alegría celebramos nuestra Eucaristía con la que damos inicio al Décimo primer Congreso Nacional Juvenil Misionero. Lo hacemos elevando nuestros jubilosos corazones a Dios en acción de gracias por tantos beneficios recibidos a partir del designio de Jesucristo que quiso elegir, llamar y enviar a innumerables testigos que en su nombre trasmitieran la Buena Nueva al mundo entero.
Este nuevo Congreso es indudablemente ocasión propicia para que, reflexionando profunda y seriamente en nuestra identidad de cristianos, tomemos conciencia del papel que cada uno tiene en el plan salvífico de Dios como miembro vivo de la Iglesia, así como de la responsabilidad y de la respuesta que efectivamente asumimos como propia, en cuanto discípulos misioneros de Jesús y, en consecuencia, también en cuanto apóstoles y evangelizadores de nuestro tiempo.
¡Sí!, queridos jóvenes. Este es, en ese sentido, momento de privilegiadas gracias; evento a través del cual el Espíritu de Jesús sin duda quiere decir su palabra, así como lo hizo en los orígenes de la Iglesia a través del Apóstol Pablo.
La palabra de Dios nos dice que en torno a Pablo y Bernabé, quienes inicialmente se sentían llamados a evangelizar a los hijos del pueblo de Israel, herederos de las promesas, se congregó casi toda la ciudad para escucharlos hablar de Jesús.
Pablo y Bernabé, a lo largo de la semana habían anunciado la "buena nueva" por toda la ciudad: en el mercado, en las calles, en las tiendas, en las casas, entre los vecinos. Y muchos, interesados o curiosos de saber más, se reunieron alrededor de ellos. También los Judíos, quienes al verlos se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias a lo que Pablo decía haciéndole prácticamente imposible hablar en la sinagoga.
Como judíos que eran y que bien conocían las Escrituras, Pablo y Bernabé habían “descubierto” que, en Jesucristo, Dios estaba cumpliendo las promesas que habían sido hechas a los patriarcas y anunciadas por los profetas. Y es eso precisamente lo que llevaban como noticia gozosa a las comunidades de los judíos de la dispersión.
Los de su raza, sin embargo, no quisieron escuchar y si lo hacían, era solo para oponerse ferozmente a la predicación. Entonces, Pablo y Bernabé, conscientes de que la sangre de Cristo no había sido derramada para gastarla en discusiones inútiles, sino para la salvación de todos los hombres, y que no había que perder el tiempo en defensas personales, decidieron cambiar de ruta diciéndoles a los judíos que si bien “la palabra de Dios debía ser predicada primero a ustedes; pero como la rechazan y no se juzgan dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos”.
Ciertamente el pueblo del Antiguo Testamento había sido elegido primero, lo que sin embargo no le daba el derecho de monopolizar la salvación de Dios. Como había sido anunciado ya por los profetas, su elección tenía que extenderse a todos los pueblos; porque Dios ama a todos los hombres y a todos los quiere salvar; y porque si Él ha llamado a su elegido, ha sido “para que lleve la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”. Guardar sólo para un grupo el don y la gracia de la salvación de Dios, sería una aberración. Y lo sería también para nosotros que hemos recibido la fe: ¡No!, ¡tampoco nosotros podemos guardar celosamente solo para nosotros mismos la salvación! Cristo Jesús murió por todos. A todos nos ha redimido y a todos quiere salvar y, en ello, nosotros, cada uno de nosotros, tenemos una gran tarea y responsabilidad.
Tomando la decisión que repetirán en muchas ciudades, con Pablo y Bernabé el Espíritu Santo da un viraje decisivo a la historia de la Iglesia: si los judíos rechazan a los apóstoles, éstos no se detendrán; irán a predicar a los gentiles que manifestaban verdadero interés por conocer a Jesús.
Así, la historia sabiamente guiada por el Espíritu comenzó a llenarse de una fe sin fronteras, hasta los últimos confines de la tierra, como prometía el salmo que responsorialmente hemos repetido hoy: “El mensaje del Señor llega a toda la tierra”.
Los viajes de San Pablo nos muestran bien, queridos jóvenes, que cuando los discípulos misioneros de Jesús verdaderamente le creemos y le amamos, nada ni nadie podrá detenernos ni hacernos callar. Que si no nos dejan hablar de Cristo en la “sinagoga”, evangelizaremos en las plazas. Que si no podemos hacerlo en las escuelas y universidades, lo haremos en los parques y en todas partes. Todo depende de si estamos bien convencidos de que tenemos algo absolutamente valioso que comunicar, como Pablo y sus compañeros. En ese caso, ni las incomprensiones, ni las luchas, ni los sufrimientos, ni las persecuciones, ni la expulsión nos hará desistir de nuestro empeño misionero.
No deberíamos, por tanto, asustarnos demasiado porque a veces la historia o las leyes civiles ponen cortapisas a la acción evangelizadora y misionera de la Iglesia. Si la comunidad cristiana está viva, encontrará siempre el modo de seguir anunciando a Cristo.
Nosotros somos discípulos del mismo Jesucristo al que siguieron Pablo, Bernabé y los demás Apóstoles, aquellos que estuvieron con Él y que luego, transformados por Él, fueron enviados a proclamarlo por todas partes, confesando hasta el martirio su fe.
Por ello, las palabras de Jesús también están dirigidas a nosotros: Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones. Las últimas, que como conclusión de su paso por el mundo, los apóstoles escucharon de sus labios.
Todos los evangelistas, en efecto, concluyen su Evangelio con el mandato misional. Jesús, Don del Dios que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1Tim 2,4), venciendo al pecado y la muerte con su resurrección, y recibido todo poder en el cielo y en la tierra, ordenó a los Apóstoles: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” (Mc 16,15-18; cf. Mt 28,18-20; Lc 24,46-49; Jn 20,21-23); “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).
Palabras en las que se manifestaba tangible la infinita bondad de Dios que quiso que su mensaje de salvación se trasmitiera con fidelidad hasta el final de todos los tiempos, eligiendo para ello a algunos hombres, los Doce primero, para que se dedicaran a la predicación del Evangelio.
Pero esta especial elección y envío de unos pocos en relación con el conjunto de todos, no significaba ni significa que los demás creyentes en Cristo quedaran exentos del deber de difundir el Evangelio; por el contrario, todos y cada uno, por razón del propio bautismo es llamado a ser verdadero discípulo misionero.
El mandato de Cristo: “Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, es efectivamente dirigido hoy también a cada uno de ustedes, a cada uno de nosotros. A todos y cada uno abraza el derecho-deber de anunciar a Jesucristo. Anunciarlo, ante todo con el testimonio de una vida humilde, coherente y fiel, que, si verdadera, no pasará desapercibida a los ojos de este mundo tan lleno de tensiones y de discordias.
Envío y tarea dada por Jesús a los Apóstoles y, en ellos, a la Iglesia de todos los tiempos; empresa que ni entonces, ni hoy, ha sido fácil, pero tampoco imposible; porque Jesús mismo, señalándonos los retos, nos ha asegurado que no estaríamos solos. Que nos sería dado el Espíritu Santo. Que Él mismo estaría con sus discípulos, continuamente y para siempre. Que estaría con sus misioneros con la plenitud de su poder. En una palabra, que estaría perpetuamente con toda su Iglesia, su cuerpo místico y con cada uno de sus enviados, manifestándose y donándose perennemente como la luz verdadera y necesaria para proclamar la verdad, para lograr hacer frente a los embates del maligno y vencerlos. “La maldad y la ignorancia de los hombres -confirmaba el Santo Padre Benedicto XVI en la catedral de León, Guanajuato-, no es capaz de frenar el plan divino de salvación, la redención. El mal no puede tanto (…). No hay motivos, pues, para rendirse al despotismo del mal”.
Muy queridas hermanas y hermanos. La humildad, la coherencia, la fidelidad y la perseverancia hasta el fin por amor a Cristo, han sido características del singular camino que han hecho grande ante Dios y ante nuestros ojos, al apóstol San Pablo. Un camino que podemos recorrer en la sencillez de la vida de cada día también nosotros, llamados a superar el miedo o la tibieza con la cual a veces vivimos nuestra fe y nuestra vocación cristiana. Llamados y enviados a anunciar a Jesús por todo el mundo, a todas las gentes y en todos los ambientes, sobre todo en aquellos en los que no quieren que se hable de Él, o no quieren oír hablar de Él. Anunciarlo, conscientes de que en la pobreza de nuestras vidas actúa la fuerza de Dios, y de que, convencidos de ello, podemos hacer de nuestra vida una entrega importante, un camino de servicio.
Toca hoy a nosotros hacer vida el mandato del Señor Jesús: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura". Así nos lo señala el soplo del Espíritu que llega a nosotros recordándonos que es necesario asumir, con audacia y decisión, el reto de la Gran Misión Continental que estimula a anunciar a Jesucristo, a iluminar el camino de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, a ofrecer al mundo su gracia salvadora y a inyectar todas las realidades humanas de la vida abundante, del amor y de la justicia que brotan del Evangelio.
El joven discípulo, testigo y misionero, puede y debe mostrar al hombre de hoy la experiencia de que la fe en Jesús hace la vida más humana, más intensa y más digna de ser vivida; que Dios no es antagonista del hombre y enemigo de su libertad, sino el único capaz de exaltar su dignidad y su libertad, salvándolo.
No hay que temer. Es el Señor quien nos dice: ¡no tengan miedo, jamás estaré lejos, más aún, estaré con ustedes, todos los días! ¡Estoy y estaré cerca, en su mismo corazón, cuando confiesan y se esfuerzan por hacer vida el don de la fe; estaré en su corazón con la Palabra, más aún, yo mismo me doy y me daré a ustedes en los Sacramentos; estaré en ustedes en el testimonio de su vida diaria!
A ustedes, queridos jóvenes, corresponde embellecer espiritualmente el mundo con su testimonio de vida, vivida en gracia de Dios, caminando con Cristo siempre presente particularmente en la Eucaristía en la que cada uno de los miembros de la Iglesia y toda ella encuentra su fundamento y fortaleza para proclamar y testimoniar el Evangelio, para construir la comunión en fraternidad y solidaridad, y para defender y promover los valores.
No claudiquen ante los embates de los falsos sabios, antes bien, con su palabra y con su vida muestren al mundo y al hombre, a todo hombre, que no habrá vida plena y feliz, si no se acoge la Persona, el mensaje, y la obra que Jesús, donándose totalmente en obediencia al Padre, ha llevado a cabo a favor de todos los hombres y del mundo entero.
Y acojamos cada vez más y cada día a María en nuestras vidas; abrámosle nuestros corazones; hospedémosla en nuestra casa. Que su presencia nos convoque y reúna haciendo que cobre forma la comunidad de la Iglesia como sacramento de salvación. La imagen de María reunida con todos los Apóstoles en la espera del Espíritu Santo cristaliza la entrega que Jesús nos hizo de su Madre y la respuesta del discípulo amado.
Que Ella, queridos hermanos y hermanas, nos alcance abundantes gracias y bendiciones para todos y cada uno de ustedes, para sus seres queridos, para todos los habitantes de esta diócesis de Coatzacoalcos que generosamente nos ha acogido, y para toda la Iglesia.
Así sea.