Es tenido por mexicano, generalmente, pero la archidiócesis de Sevilla, cuando su beatificación en 1867, alegó que en realidad Bartolomé Díaz, apodado Laurel, había nacido en el Puerto de Santa María, provincia de Cádiz y diócesis de Sevilla, y que había marchado a México cuando muchacho, y por ello lo agregó a su propio de los santos, lo que igualmente hizo en 1980 la diócesis de Jerez, cuando se constituyó, al quedar el Puerto de Santa María dentro de la diócesis jerezana. Buscado en el archivo parroquial de la iglesia mayor del Puerto, única existente entonces, un Bartolomé Díaz, apodado Laurel, no aparece, pero ello es lógico si Laurel era un apodo como alegan los escritores hispalenses, pero sí aparece un Bartolomé Díaz en 1593 que podría ser nuestro beato. Tras marchar a México en la niñez, se establece en la ciudad de Valladolid, hoy Morelia, y en el «Libro de profesiones» del convento franciscano de dicha población, que se conserva, está registrada su profesión: «Hoy, 18 de octubre de 1617, ha profesado solemnemente la seráfica regla el joven Bartolomé Díaz, llamado también Laurel».
Profesó como hermano lego y no mucho después se ofreció para las misiones, marchando a Filipinas en 1619. Establecido en el convento de su Orden en Manila, se dedicó al estudio del japonés y a la práctica de la medicina y la enfermería. El convento tenía anejo un hospital en el que se daba acogida a los marineros y comerciantes japoneses que arribaban enfermos a la ciudad. Allí practicó la lengua japonesa y la enfermería, llegando a ser un notable profesional. En 1623 llegó la hora de su ida al Japón, siendo asignado como compañero y ayudante del P. Francisco de Santa María. Se le ha llamado guía y vanguardia del P. Francisco, porque era Bartolomé quien programaba los viajes y actividades, y porque junto con el hermano Antonio de San Francisco estudiaba cuáles eran los sitios más seguros para conducir allí al sacerdote sin peligro. Se adelantaba él muchas veces a aquellos lugares, y llevaba personalmente sobre sus hombros el fardo con los ornamentos y enseres del culto divino. Él y fray Antonio se encargaban también de las primeras lecciones de catecismo a los catecúmenos, quedando para el sacerdote la preparación más inmediata. Estos cursos de catequesis eran breves porque breves tenían que ser las estancias de los misioneros, pero suplía el fervor lo que el tiempo no daba de sí. Igualmente preparaban a los niños y a los demás cristianos a la recepción fructífera de los sacramentos. Atendía también a domicilio a los enfermos cristianos, y, cuando era llamado, también a los paganos, corriendo por caridad un grave peligro. Consta el amor que ponía fray Bartolomé en la preparación de los niños a la primera comunión.