Consideraciones a la laicidad francesa

Escrito por  Secretaría de Relaciones Públicas e Institucionales CEM

La laicidad francesa responde a un período histórico marcado por el recuerdo de las guerras de religión y las tensiones entre la Iglesia católica y la sociedad francesa ilustrada que pretendía independizarse del dominio clerical. La ley de 1905 representó una salida a un momento muy difícil y concreto. Por ello, en la actualidad no mantiene vigencia  histórica, ni responde a cómo se percibe hoy a la persona humana y a la sociedad.

Laicidad implica una noción liberal de la sociedad, basada en una concepción de ciudadanos entendidos como individuos frente al Estado. Todo lo que está situado entre cada ciudadano y el Estado será privado, no público. Se tiene, pues, una concepción muy superestructural de los deberes del Estado, que consiste en crear un espacio común y neutro más allá de los particularismos.

Por otro lado, la laicidad se desentiende completamente de la historia que siempre será nuestra; no reconoce la realidad sociológica de cada país y se niega a considerar la función social de las religiones, de sus valores sociales, de las actividades sociales que realiza. Olvida, además, que hay derechos y deberes anteriores y superiores al Estado y al derecho a una cierta forma de pacífica convivencia que suprime el reconocimiento de los particularismos (derechos personales, derechos de los padres, derechos de colectivos, etc.).

El Estado laico al estilo francés pretende borrar de la vida pública cualquier actividad o símbolo religioso, como si fuera una cosa obscena que se ha de encerrar en la vida privada, como si los creyentes fuesen ciudadanos de segunda división. Es bueno que el Estado no apueste ni por una religión determinada ni que quiera borrarlas todas de la vida pública, sino que intente articular institucionalmente la vida compartida, de modo que todos se sientan ciudadanos de primera, sin tener que renunciar a la expresión de sus identidades.

En 1905, el problema que había que resolver era que el monolitismo católico cediese paso a la libertad religiosa y de conciencia. Hoy en día, nos encontramos con una sociedad pluralista en que hay una gran mezcla de culturas, lenguas, religiones y concepciones de la vida. La solución ya no puede continuar siendo la neutralidad distanciada y aséptica. En unas sociedades multiculturales y pluralistas como las nuestras, no basta con que el Estado se declare incompetente, proclame el respeto a todo el mundo, defienda la libertad de religión y de pensamiento, y promueva lo que es común.

Lo que es Estado ha de defender es cada identidad cultural e intentar que formen un tejido compacto en la sociedad. Las identidades se tejen desde la diversidad más amplia y, por ello, el Estado ha de asumir como algo irrenunciable la construcción de la ciudadanía compleja en todas las dimensiones de la identidad personal.

La proclamada neutralidad religiosa de la laicidad francesa es engañosa, porque está llena de ideología. El Estado de debe ser nuestro en el sentido de que no se ha de inclinar a favor de ninguna creencia en detrimento de las demás, pero al mismo tiempo, ha de asumir un compromiso activo de posibilitar y facilitar que todas las creencias puedan vivir y expresarse, valorando todo lo que aportan de valores para el sentido de la vida y la mejora de la sociedad.

La escuela laica, santuario de la laicidad, es una utopía, porque es imposible separarla de la sociedad civil. Por otro lado, no conviene que sea como una burbuja aséptica, porque la tolerancia convivencial se aprende ejercitándola en las aulas, en medio de la diversidad manifestada, no escondida. La laicidad no ha resuelto los problemas de la sociedad multicultural y multirreligiosa.

De lo dicho hasta ahora se deduce que es muy fácil que la laicidad sea o pueda convertirse en una ideología o en una religión de Estado. Por ello, recientemente, se empieza a hablar de laicidad abierta, de  una nueva laicidad, de un nuevo pacto laico o de laicidad plural.

(Este texto es un resumen del Pliego de la Revista Vida Nueva nº 2,470 de mayo de 2005 escrito por Antoni Matabosch, Presidente de la Fundación Joan Maragall)

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