“¡Ay de aquel que escandalice a uno de estos pequeños que creen!”
I. LA PALABRA DE DIOS
Núm 11, 25-29: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!”
En aquellos días, el Señor bajó en la nube y habló con Moisés; tomó parte del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos. Al posarse sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar enseguida.
Habían quedado en el campamento dos hombres del grupo, llamados Eldad y Medad, habían sido escogidos entre los setenta, pero no habían acudido a la tienda. Sin embargo, el espíritu se posó sobre ellos, y se pusieron a profetizar en el campamento.
Un muchacho corrió a contárselo a Moisés:
— «Eldad y Medad están profetizando en el campamento».
Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino:
— «Señor mío, Moisés, prohíbeselo».
Moisés le respondió:
— «¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!»
Sal 18, 8.10.12-14: “Los mandatos del Señor alegran el corazón”
La ley del Señor es perfecta
y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel
e instruye al ignorante.
La voluntad del Señor es pura
y eternamente estable;
los mandamientos del Señor
son verdaderos y enteramente justos.
Aunque tu siervo vigila
para guardarlos con cuidado,
¿quién conoce sus faltas?
Absuélveme de lo que se me oculta.
Preserva a tu siervo de la arrogancia,
para que no me domine:
así quedaré libre e inocente
del gran pecado.
Stgo 5, 1-6: “El salario que no les dieron a los obreros está clamando contra ustedes”
Ustedes los ricos, lloren y laméntense ante las desgracias que se les avecinan.
Sus riquezas están podridas y sus vestidos están apolillados.
Su oro y su plata están enmohecidos y ese moho será una prueba contra ustedes y devorará sus cuerpos como un fuego.
¡Han amontonado riqueza, precisamente ahora, en el tiempo final!
El salario que no les dieron a los obreros que han cosechado sus campos está clamando contra ustedes; y el clamor de los que cosecharon ha llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos.
Ustedes han vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Engordando como reses para el día de la matanza. Han condenado y matado a los inocentes sin que ellos opusieran resistencia.
Mc 9, 38-43.45.47-48: “Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua no se quedará sin recompensa”
En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús:
— «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros».
Jesús respondió:
— «No se lo impidan, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a nuestro favor.
Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua, por ser ustedes de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa.
El que escandalice a uno de estos pequeños que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga.
Y, si tu pie te hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno.
Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».
II. APUNTES
Dios habla a su siervo Moisés (1ª. lectura) para que transmita al pueblo sus palabras. En una ocasión reúne a setenta ancianos alrededor de la Tienda. Al recibir también ellos el espíritu de Dios se ponen a profetizar. Otros dos ancianos, no presentes en aquél lugar, se ponen también a profetizar en el pueblo. Un joven escandalizado acude a Moisés para pedirle que les prohíba profetizar. Mas él le responde: «¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!»
Una respuesta semejante es la que da el Señor a Juan, que quiere impedir que un hombre expulse demonios en nombre de Cristo porque «no es de los nuestros». El Señor responde: «No se lo impidan, porque… el que no está contra nosotros está a nuestro favor». No es por eso por lo que deben escandalizarse los discípulos, no es a quienes predican en nombre del Señor a quien hay que impedir que hable o realice milagros incluso por no pertenecer al grupo de los Apóstoles.
Es por otras cosas por las que sí hay que escandalizarse, son otras cosas las que sí hay que cambiar o impedir, por ejemplo, la injusticia cometida por quienes se enriquecen explotando a sus semejantes. En la segunda lectura el Apóstol Santiago se dirige en términos muy enérgicos a aquellos ricos que habiendo endurecido el corazón frente a sus semejantes han amasado una fortuna “podrida”, acumulada a base de injusticias. A éstos los acusa asimismo de vivir disolutamente, entregándose a los placeres. La pasan bien en esta vida, pero su destino será terrible. Las desgracias que caerán sobre ellos deberían espantarlos, deberían hacerlos llorar y dar alaridos. Un comportamiento como el de ellos sí es absolutamente escandaloso.
En el Evangelio el Señor advierte con dureza a aquellos que escandalizan «a uno de estos pequeños que creen». Afirma que sería mejor que le pongan al cuello una piedra de molino «y lo echasen al mar.» La afirmación puede sonar exagerada o excesiva. Mas el uso de esta hipérbole tiene la intención de hacer tomar conciencia a sus oyentes de la gravedad enorme que tiene el escándalo a los ojos de Dios.
La voz escándalo viene de la palabra griega skandalon, que denomina el gatillo movible de una trampa o la trampa misma. Por extensión se aplica a cualquier obstáculo situado en el camino y que es causa de tropiezo y caída para el caminante. El Señor aplica el término escándalo en su sentido moral: escandaliza al prójimo quien con su mal ejemplo, su acción pecaminosa o sus consejos u opiniones inmorales lleva al error o pecado a otra persona, apartándola del camino del bien que conduce a la vida.
Cada uno puede convertirse en causa de escándalo para los demás, pero también puede ser causa de escándalo para sí mismo en la medida en que se sirve de sus miembros para pecar, o se pone en situaciones de riesgo que son ocasión de pecado, o admite ciertas ‘amistades’ o relaciones que lo arrastran al mal. Contra este tipo de escándalo el Señor recomienda la radicalidad: apartar o arrancar de raíz, cortar con todo aquello que sin ser malo en sí mismo se constituye en causa de pecado para uno: «Si tu mano te hace caer, córtatela… si tu pie te hace caer, córtatelo… si tu ojo te hace caer, sácatelo». Evidentemente no hay que entender estas expresiones en sentido literal. El Señor nuevamente echa mano de la hipérbole para señalar la actitud interior de radicalidad y firmeza que el discípulo debe tener para apartar de su vida todo aquello o aquellas personas que nos llevan a pecar, aún cuando implique un sacrificio doloroso.
Esta radicalidad la sustenta el Señor con un argumento contundente: «más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno». El Señor habla de la existencia del infierno, y aunque Dios no lo quiere para nadie, es el destino posible para quien se obstina en rechazar a Dios para aferrarse al pecado. Quien quiera ganar la Vida eterna, debe despojarse de todo lastre o esclavitud de pecado.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
¿Alguna vez nos hemos preguntado a cuántos escandalizamos con nuestras conductas pecaminosas, con nuestras acciones cotidianas que desdicen de nuestra condición de bautizados, de cristianos, de católicos? ¿Acaso por nuestra causa, por nuestras incoherencias, no terminan apartándose muchos de la Iglesia? ¿No me he apartado acaso alguna vez yo mismo de la Iglesia por los escándalos producidos por algún mal sacerdote, o por la incoherencia que veo entre los católicos? ¿A cuántos hemos escuchado decir: “no voy a la Iglesia porque no me junto con hipócritas”? ¿Cuántos desprecian la fe al ver a tantos “beatos” y “cucufatas” que se proclaman muy creyentes, que van a Misa los Domingos, se golpean el pecho, pero al salir de Misa ofenden y maltratan a los demás, fomentan rencillas, odios, divisiones, se emborrachan, cometen injusticias, fraudes, adulterios, fornicaciones, asesinatos, robos, calumnias y tantas otras maldades? ¿A cuántos hemos escuchado justificar su apartamiento de la Iglesia y de la fe aduciendo que “creo en Cristo pero no en la Iglesia”? Lo cierto es que al apartarse de la Iglesia, al desconfiar de ella por la conducta escandalosa de alguno o algunos de sus miembros, terminan apartándose de Dios mismo y de su enviado Jesucristo (ver Rom 2, 18-24).
Es por nuestra falta de compromiso con el Señor, por nuestras incoherencias entre lo que decimos creer y lo que hacemos, que Cristo es rechazado, que la Iglesia es despreciada. Debemos tomar conciencia de que el pecado que yo cometo, grande o “pequeño”, aunque sea escondido, abaja a todos los miembros de la Iglesia, y cuando es público, se convierte en “piedra de tropiezo” para quien nos ve o escucha. Con mi mal ejemplo o enseñanzas induzco a los más débiles a cometer el mal. Con mi pecado, con mis incoherencias, con mi mal testimonio, aparto a las personas de Dios en vez de acercarlas a Él.
Ante la responsabilidad enorme que cada cual tiene frente a los “pequeños” nadie puede repetir las palabras de Caín: «¿quién me ha hecho custodio de mi hermano?» (Gén 4, 9). “Si otro se escandaliza (justamente) por lo que yo hago, no es mi problema.” ¡No! Somos responsables de la edificación de nuestros hermanos humanos, es nuestra obligación moral ser buen ejemplo para el prójimo. Los “pequeños”, los frágiles y débiles en la fe, deben poder encontrar en nosotros un referente, personas cristianas de verdad, personas ejemplares que por su conducta irreprochable y una vida de fe coherente los acerquen al Señor Jesús y a su Iglesia.
Finalmente, no olvidemos que el primer “prójimo”, el más “próximo” a mí, soy yo mismo. Por tanto, el primero a quien debo evitar escandalizar es a mí mismo. En ese sentido, el Señor me invita a apartar radicalmente de mi vida todo aquello que es para mí causa de tropiezo, todo aquello que me lleva a pecar, pues «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4).
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Pacomio: «Nos hemos prometido a nosotros mismos ser discípulos de Cristo; mortifiquémonos, porque la mortificación maltrata a la impureza. Ésta es la hora de la lucha. No nos retiremos, por el temor de devenir esclavos del pecado. Hemos sido constituidos luz del mundo; que nadie se escandalice por causa nuestra».
San Beda: «Con razón se llama pequeñito al que puede ser escandalizado, porque el que es grande aunque tenga que padecer, no abandonará su fe, mientras que el pequeño y pobre de espíritu busca ocasiones de escándalo. Por tanto debemos ocuparnos principalmente de los que son pequeños en la fe, para que por causa nuestra no se ofendan y se aparten de la fe, perdiendo la salvación».
San Gregorio Magno: «Es de notar, sin embargo, que en nuestras buenas obras a veces debemos tener en cuenta el escándalo del prójimo, aunque a veces no debemos tampoco pararnos en esto, porque debemos evitar el escándalo cuando podemos hacerlo sin pecar, mas cuando el escándalo nace de la verdad, es más conveniente permitirle que abandonar ésta».
San Beda: «Después de enseñarnos el Señor que no debemos escandalizar a los que creen en Él, nos advierte con cuánto cuidado debemos evitar a los que nos escandalizan, esto es, que nos llevan con su palabra y su ejemplo a la ruina del pecado».
San Juan Crisóstomo: «No habla de nuestros miembros sino de los amigos íntimos, de los que nos servimos como de los miembros, no habiendo nada tan perjudicial como una mala compañía».
San Beda: «Llama nuestra mano al amigo necesario, de quien nos valemos diariamente, pero si el tal quisiera dañar nuestro espíritu, deberemos excluirle de nuestra compañía, porque si queremos tener parte en esta vida con un ser perdido, juntamente con él pereceremos en la otra».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
«El que escandalice a uno de estos pequeños…»
2284: El escándalo es la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave si, por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.
2285: El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o la debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a nuestro Señor esta maldición: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18, 6) (ver 1 Cor 8, 10-13). El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a otros. Jesús, en efecto, lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados de corderos (ver Mt 7, 15).
2286: El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la opinión.
Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a «condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos» (S.S. Pío XII). Lo mismo ha de decirse de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los educadores que «exasperan» a sus alumnos (ver Ef 6, 4; Col 3, 21), o de los que, manipulando la opinión pública, la desvían de los valores morales.
2287: El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastren a hacer el mal se hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido (ver Lc 17, 1).
2326: El escándalo constituye una falta grave cuando por acción u omisión se induce deliberadamente a otro a pecar.
1789: La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su conciencia: «Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia..., pecáis contra Cristo» (1 Cor 8, 12). «Lo bueno es... no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad» (Rom 14, 21).
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO (transcritas de textos publicados)
«Se puede constatar el escándalo de una comunidad eclesial insuficientemente reconciliada, y que por ello ve mermado su testimonio como reconciliadora. El Maestro ha dicho que seremos reconocidos como sus discípulos por el amor que nos tengamos unos a otros. El amor... Ése justamente es el asunto. ¡Y hay que reconocer que tantas veces damos muestras de tener tan poco amor entre nosotros! Primero, entre nosotros. Ése es el asunto fundamental, y la palabra clave es amor. Justamente el núcleo mismo de la reconciliación es el amor; reconciliación es movimiento, intercambio de amor. El amor marca su horizonte, sella su dinámica. (…)
»El programa de renovación se presenta apremiante ante una realidad de rupturas que reclaman ser reconciliadas. ¡Qué divisiones, qué parcialidades, qué distorsiones —no sólo de opiniones que ubicadas en el legítimo pluralismo, sin embargo, a veces se tornan absolutas y excluyentes, sino también, muy grave y penosamente, de aquellas que trascienden los límites de la unión en la verdad y en la caridad para hacerse sectarias, parciales, hiriendo gravemente a la comunidad eclesial—! Se ha llegado incluso, a lomos de una pseudo–teología, a fundar una pseudo–iglesia (con minúscula) llamada demagógicamente “popular”.
»También las rupturas y anti–testimonios del cristiano, y de los cristianos como conjunto, ya no por ideologías venenosas, o quizá también por eso, sino principalmente por incoherencia, por infidelidad. Se trata de los pequeños —y también de los grandes— egoísmos, celos, graves actitudes del “perro del hortelano”, envidias... en fin, de todas aquellas actitudes que van envenenando la vida y la convivencia de los cristianos, de las comunidades religiosas y de otras instituciones eclesiales. Son escándalo, son rupturas, anti–testimonio, son sonoros ecos de una “cultura de muerte”.
»¡Estamos hablando del escándalo que producimos nosotros los cristianos hijos e hijas de la Iglesia! ¡Estamos hablando también de personas de vida consagrada! No es la primera vez que esto ocurre desde la amorosa venida del Verbo Eterno al inmaculado y virginal vientre de María Santísima, por obra del Espíritu Santo. La historia recoge muchos momentos dolorosos que reclamaron en su momento una decidida renovación. Ello surge del misterio de la realidad divino-humana de la Iglesia. Es obvio que hay un aspecto de la vida eclesial que es de suyo irreformable. Nunca ha necesitado de reformas ni las necesitará jamás; es el acento en la “continuidad” cuando se habla de renovación: renovación en continuidad. Esa continuidad alude a lo permanente de la Iglesia, aquello que procede de manera especial de Dios. Pero, la comunidad social, el pueblo, que peregrina en la historia, sí necesita renovarse. La Iglesia vive en hombres y mujeres concretos, con sus vir tudes y flaquezas. Ella encierra en su seno a pecadores, cuya presencia y acción, en tanto apartadas de la santidad eclesial, en tanto se separan de lo que se espera de un miembro de la Iglesia, mancillan su rostro y obstaculizan que su santidad se difunda. Por ello proceden las reformas, la renovación».