“Un Niño nos ha nacido…”
Lo que voy a compartir es algo difícil de creer, pero no imposible; te lo digo por adelantado, Jesús, para que no me llames soñador. En esta tu Navidad, me gustaría celebrarla alrededor de tu pesebre, junto con todos los que estamos aquí presentes, pero invitando a que nos acompañen, un mayor número de pobres y necesitados, y que resonara en nuestros oídos ese canto de entrada de la Eucaristía, muchas veces cantado por la Iglesia y por nosotros ¡Un Niño nos ha nacido…! Como un grito de alegría y de liberación. Y que nos comprometiéramos después de la Misa a trabajar para dar a todos, pero sobre todo a los pobres: comida, hogar, trabajo, educación y paz, lo que fuera preciso para satisfacer sus carencias.
Pero primero eso. No sólo porque los pobres tiene también derecho a la belleza, y tus misterios en esta acción litúrgica bien celebrada y participada son pura belleza, sino porque tienen más derecho aún a oír la gran noticia de la alegría y de la libertad: “Os ha nacido el Salvador”. Sin el Salvador, cuyo nacimiento anunciamos con este grito triunfal, todo lo demás –cena, hogar, trabajo, educación…- no llegará nunca a crear fraternidad, ni colmará los deseos del corazón de nadie; y la palabra PAZ seguirá siendo un engaño.
Ocho siglos antes que nacieras, lo proclamó Isaías (Is. 8, 23 -9,6): antes, la humillación de tu pueblo, las tinieblas, el esfuerzo por sobrevivir; ahora contigo, la alegría de la liberación, el final de la guerra, de la salvación a las puertas: ¡Hay esperanza! Y, ¿Qué pasaría si me dejo de fantasías orientales y quito a la profecía su ropaje? La paradoja de siempre, porque Tú, Dios mio, das la vuelta a nuestras categorías: de repente nos enteramos de que ese Salvador que nos hace más falta que el respirar, es… un Niño que acaba de nacer. ¿De qué puede liberarnos un Niño, si no puede valerse por sí mismo?
Y todavía Isaías hablaba de un príncipe descendiente de David; mejor, de un príncipe “divino” que dilataría el principado “con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino” (Is. 9,6). No sería gran cosa un rey así, pero menos es nada; tendría que crecer, quizás entre intrigas y contiendas del palacio, pero se veía futuro. En comparación con aquella posibilidad, ¿Qué realidad fue la tuya, Jesús, cuando naciste? Un matrimonio emigrante, en las afueras del pueblo, en la pobreza extrema. ¿Y es este el Niño que ha nacido para nosotros? En nuestro reino del egoísmo y de la prepotencia, miles de niños son sacrificados, antes de nacer, en el seno materno que le sirve a la vez de cuna y féretro. ¿No nos creará problemas este Niño en vez de resolvérnoslos?
Que listo es Dios. Lo más urgente para este México nuestro, que está perdiendo la inocencia y que parece regirse por la ley del más fuerte, de la violencia y el amor al dinero, es aceptar este anuncio: ¡acaba de nacer el Niño que viene a salvarnos! Sin él, nada. El Padre del cielo nos regala hoy un Niño recién nacido. Ese Niño eres tú, pequeño Jesús, indefenso sin más armas que un corazón que nos ama a cada uno. Naces frágil, titiritando de frio, pero naces para reinar, aunque no por la fuerza. “Tu reino no tendrá fin”, aunque en esta Nochebuena empieces así de pequeño, como un grano de mostaza y te apoyes sólo en personas insignificantes según criterios de mercado.
Niño de Belén, Niño nuestro, puesto que tú, años más tarde, dirás que no haces sino lo que has aprendido de tu Padre del cielo, imagino escuchar que en esta tu Nochebuena, el Padre nos dice: “si no os hacéis como este Niño no entrareis en el reino de los cielos”. Yo quiero entrar, animémonos a entrar, es posible entrar. “El celo de Yavé lo realizará” (Is. 9,6). Concédenos dejar fuera de la puerta de esta Iglesia la carga de nuestro egoísmo, de nuestra sabiduría, de nuestra prepotencia, aun la religiosa; y que llenos de humildad nos descalcemos para adorarte de rodillas, sin miedo, en el altar de este pesebre de animales.
+ Felipe Padilla Cardona.