"Yo los he elegido del mundo, para que vayan y den fruto y su fruto permanezca”

Escrito por Mons. Christophe Pierre

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, XXXIV Ejercicios Espirituales para Sacerdotes, Movimiento de la Renovación.

Queridos hermanos,

Gracias a la acción del Espíritu Santo, luego de la resurrección y de la ascensión del Señor a los cielos los Apóstoles comprendieron cabalmente el sentido de aquellas palabras que Jesús les había dirigido antes y que hoy escuchamos en la aclamación antes del Evangelio: "Yo los he elegido del mundo, para que vayan y den fruto y su fruto permanezca”.

Bajo la acción del Espíritu Santo los Apóstoles comprendieron que habían sido elegidos para una misión especial que tenía su origen, su razón de ser y objetivo central, en el amor testimoniado: "Como el Padre me ha amado, así los he amado yo; permanezcan en mi amor". Una consigna que a través de la Iglesia ha llegado a nosotros, llamados a ser testigos del amor; a dar frutos de amor que permanezcan en el tiempo y se prolonguen hasta la eternidad.

"Los he elegido del mundo, para que vayan”. ¡Vayan! Lo dijo entonces y lo dejó como mandato: ¡Vayan!, esto es, salgan de sí mismos y diríjanse a los otros superando los confines del propio “yo” y los límites del ambiente en que viven. Lleven el Evangelio al mundo para impregnarlo con sus valores, con su mensaje y su luz; para abrirlo al Reino de Dios. ¡Vayan!, a semejanza de Cristo Jesús, que abandonando su gloria se hizo hombre para salir al encuentro de toda persona.

¡Vayan!, y produzcan un fruto que permanezca. Y ¿cuáles son los frutos que verdaderamente perduran? La respuesta es siempre la misma: los frutos del amor. El auténtico contenido de la Ley es el amor a Dios y al prójimo. Un amor que en su doble vertiente conlleva fidelidad, paciencia, humildad, maduración de la propia voluntad en la identificación con la voluntad del Señor, abandono, entrega, abrazo total de la cruz. Un mensaje y enseñanza que está sin duda también al centro del texto del evangelio de San Lucas apenas proclamado.

“Como ya se acercaba Jesús a Jerusalén y la gente pensaba que el Reino de Dios iba a manifestarse de un momento a otro, él les dijo” la parábola llamada de los Talentos, en la que Jesús habla de los dones que toda persona recibe de Dios para producir frutos en abundancia.

Introduciendo así la parábola, San Lucas destaca dos de los motivos que están al origen de ella: la proximidad de la pasión, de la muerte y resurrección de Jesús, y la cercanía del Reino de Dios, pues las personas que acompañaban al Maestro creían que la llegada del Reino era inminente.

La parábola, por su parte, quiere seguramente presentar la imagen de Jesús que, en la Iglesia y por la Iglesia, siempre distribuye proporcional y generosamente sus bienes entre sus discípulos, si bien de acuerdo a las capacidades de cada uno, dando a unos cinco talentos, a otros dos, a otros uno.

El talento es representativo de los dones que Dios hace al hombre; capacidades del alma y del ser que pueden y deben ser utilizadas para su gloria y para el bien de las personas. No los da en la misma medida, sino atendiendo a la persona en su totalidad, de manera que nadie pueda lamentarse de que se le haya dado más, o de que se le haya dado menos de lo que convenía.

Así nos lo hace ver la parábola misma. Pero, ¿cuál fue la actitud y respuesta de aquellos siervos? Dos, nos dice, trabajaron con inteligencia, prudencia y tesón, logrando duplicar el capital recibido. Actuaron y trabajaron cumpliendo sus deberes; cooperaron, podemos decir, con la gracia que el Espíritu Santo da en abundancia y en todo momento para hacer fructificar los talentos; se esmeraron en hacer fructificar lo recibido. Aquellos siervos quisieron, supieron e hicieron trabajar los talentos adquiridos no por sí mismos, sino recibidos como beneficio. De suyo, los siervos fieles de la parábola no se vanaglorian por lo obtenido; al contrario, reconocen que los frutos han sido posibles al don recibido antes. El Señor, por su parte, recibido lo ganado muestra una generosidad que parece no tener límites: alaba a sus siervos fieles y les recompensa con creces. ¡Porque grande es, en verdad, la generosidad de Dios para con sus siervos fieles!

A diferencia de los dos primeros, el tercero no solo se manifestó perezoso, sino hasta indolente ante su Señor. No malbarató el talento recibido, simplemente optó por seguir el camino más fácil: esconderlo en lugar seguro para, en su momento, devolverlo a su Señor, sin menos, pero tampoco sin más. Figura de aquellos que han recibido en vano la gracia del Señor (2 Cor. 6, 1), que tal vez no hacen el mal, pero que tampoco se animan a hacer el bien que pudieran y debieran hacer. El mal servidor no gastó para su provecho el denario recibido, pero tampoco lo hizo trabajar. Y como si ello fuera poco, aunque convencido de que había obrado mal, lejos de confesar su pereza encara a su Señor tratándole de ambicioso y duro, queriendo, con ello, justificar su propia cobardía.

Hay quienes, en efecto, imaginan a Dios como un Señor austero e implacable, capaz solo de infundir temor. Otros, en cambio, piensan que Dios es tan tolerante que en su bondad se encuentra la excusa y justificación para sus pecados (Sal. 140, 4). Pero Dios es la rectitud y autoridad infinita y es, también, la bondad y misericordia inmensa. Es infinitamente bueno y paciente, en el sentido de que hasta "disimula los pecados de los hombres" cuando estos verdaderamente se arrepienten de ellos; pero es también terriblemente justo, porque nunca justificará sus desviaciones sin la debida compensación a su justicia.

En la parábola, queridos hermanos, los denarios simbolizan los bienes del Reino de Dios, esto es, todo aquello que hace crecer a las persona y revela la presencia de Dios: amor, servicio, compartir. Aquel que se cierra en sí mismo por miedo, perderá aún lo poco que ya tiene. Quien, en cambio, no antepone su propio “yo” al Reino que debe crecer con el esfuerzo de todos y de cada uno, sino que se entrega a los otros, crecerá y, de forma inesperada recibirá a su vez todo lo que entregó y mucho más: “cien veces más, con persecuciones” (Mc 10,30). El siervo malo y perezoso tiene miedo y no hace nada. No quiere perder nada y, por esto, no gana nada y sí pierde hasta lo poco que tiene.

Con razón son comparados a este siervo perezoso los pusilánimes. A ese siervo al cual el Señor reclamará el ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? No dice "el dinero", sino "mi dinero", dejando bien claro que los hombres, sus siervos y discípulos, no somos dueños, sino sólo usufructuarios de cuanto recibimos de Él; y que, de ello, de todo ello, hemos de presentar las ganancias.

Lo decisivo para cada persona no es, entonces, tener muchos o pocos talentos -Dios ha querido otorgarlos de modo diverso a cada uno según su voluntad-, sino lo que libre y verdaderamente cada uno pone de su parte para hacerlos fructificar. Nadie debería perder el tiempo pensando que tiene pocas cualidades, ni sentirse tan satisfecho si parece tener muchas. Lo que sí es indispensable es preguntarse: ¿hago todo lo que puedo y lo mejor que puedo? ¿Soy consciente de que mi vida y mi trabajo todo, es y debe ser por Dios y para Dios?; o más bien ¿me preocupa el beneficio particular que obtengo? A partir de este tipo de preguntas tal vez podamos descubrir la rectitud de nuestro obrar y verificar si efectivamente valoramos nuestras cualidades como lo que son: oportunidades recibidas de Dios para servirle, aquellas que Él mismo ha querido dar a cada uno, -suficientes, por tanto-, para amarle.

¿Qué uso, queridos hermanos, estamos haciendo de los talentos recibidos? ¿Podemos identificarnos con los siervos que los hacen fructificar o, más bien, al que los entierra? Porque, para muchos, -y es triste decirlo-, lamentablemente el propio bautismo se ha convertido verdaderamente en un talento enterrado. Lo mismo debe decirse, y no sin profunda pena, de algunos que han recibido el Orden Sagrado.

También por ello es necesario volver a tomar conciencia, particularmente a lo largo de este Año de gracia: Año de la Fe, de cuanto nuestro deber humano y cristiano nos exige irrenunciablemente: trabajar para desarrollar al máximo los propios talentos naturales y espirituales, para que den fruto abundante y que permanezca, sin olvidar que nuestro deber humano y cristiano, en cuanto discípulos, misioneros y apóstoles de Jesús nos impele también a ir más allá, para ayudar a los demás a desarrollar sus propios talentos.

Bien conscientes de su identidad, alégrense, pues, queridos hermanos, y vivan orgullosos de su vocación. Abriéndose día a día a la acción del Espíritu Santo, eviten ser siervos temerosos o pusilánimes, y sí, en cambio, esfuércense por ser reconocidos siempre y en todas partes como hombres que han consagrado totalmente su ser y su vida a Jesús. Cuiden con esmero de no defraudar al pueblo que espera ser por ustedes conducido a Cristo, recordando que su primer campo de apostolado es su propia persona y su propia vida, lugar primero en el que el mensaje del Evangelio debe ser predicado, plantado y vivido para alcanzar la meta a la cual tiende todo ministerio: obtener frutos del amor que santifica y permanece para siempre.

Que María Santísima, nuestra Madre, intercediendo por todos nosotros y por todos y cada uno de nuestros hermanos en el sacerdocio, nos alcance abundantes bendiciones del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Que así sea.

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