¡Qué grande es el sacerdote!

Escrito por Mons. Christophe Pierre

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, Retiro con los Sacerdotes de la Diócesis de Ecatepec.

Queridos hermanos en Cristo Sacerdote,

“¡Qué grande es el sacerdote! -decía el Santo Padre con motivo del Año Sacerdotal citando al Santo Cura de Ars-. Si él se comprendiera, moriría (…); Dios le obedece: él pronuncia dos palabras y Nuestro Señor desciende del cielo a su voz y se encierra en una pequeña hostia”. “Quitado el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor (…). Después de Dios, el sacerdote lo es todo! (…). Él mismo no podrá entenderse bien sino en el cielo”.

Qué grande es, en verdad, el sacerdote, que configurado a Jesús en el Espíritu (Cfr. PO 12), está llamado a ser como Él, a vivir en Él y como Él, a llevar a cabo, sin jamás negarse, la misma misión de Él.

En estas cuantas palabras estaba sin duda contenido el significado profundo del lema elegido por el Santo Padre al convocar al “Año sacerdotal": “Fidelidad a Cristo, Fidelidad del Sacerdote”. Iniciativa con la cual quiso promover el compromiso de renovación de todos los sacerdotes hacia un más fuerte e incisivo testimonio evangélico en el mundo de hoy, reavivando en cada uno el don del Espíritu con el que Dios los ha configurado y enriquecido, caminando en una vida de perfección espiritual conforme a cuanto reclama el sacerdocio ministerial, asumiendo consciente y radicalmente una vida en tensión hacia la perfección moral, que debe habitar en todo corazón auténticamente sacerdotal, también porque, de la perfección espiritual de los sacerdotes depende, en gran medida, la eficacia del ministerio.

Y, ahora, nos encontramos sumergidos en el camino del “Año de la Fe”, que tiene como objetivos, según el querer del Santo Padre Benedicto XVI, lograr “una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo". "Comprometerse a favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe"; "suscitar en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza"; “comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios".

Son estos los objetivos fundamentales del Año de la Fe, aún cuando el Santo Padre enfatiza especialmente este último: subrayar la inseparabilidad del acto con el que se cree, de los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento, pues, -como él mismo recalca-, el acto de fe sin contenidos, conduce a la total subjetivación de la fe, y los contenidos, sin el asentimiento de la fe, instruyen la mente, pero no unen a Dios, ni son capaces de transformar la vida, de convertirla al Dios vivo. Sólo si la profesión de fe desemboca en confesión del corazón será posible hablar de una fe madura, bien formada, capaz de producir válidos y tangibles frutos.

¿Qué le dice, pues, este Año de la Fe a los sacerdotes? Le dice, ante todo, que nadie, ni siquiera el sacerdote, debe dar por supuesto que “tiene fe”. Que hay que saber “recomenzar siempre desde Cristo”, para, desde ahí, comprender más y más su vocación y su llamada a hacer, pero, ante todo y sobre todo, a ser cristiano y sacerdote: discípulo, misionero, apóstol.

Porque grande es, en verdad, el sacerdocio. Tan grande, que seguramente jamás lograremos entenderla a fondo. Hombres comunes, tomados de entre el pueblo de Dios, invitados a realizar grandes cosas a partir del encuentro con Jesús que nos elige y llama a estar íntima e inseparablemente con Él; a encarnarlo, a llenarnos de su Espíritu, a hacer de su voluntad nuestra voluntad, a trabajar y a amar como Él. “El sacerdote – escribía San Ignacio mártir -, es la dignidad suma entre todas las dignidades creadas”; es el “hombre divino”, decía San Dionisio.

En consecuencia, llamado por Cristo, el sacerdote es tal en la medida en que logre asemejarse a Él y, en consecuencia, en la medida en que consciente y realmente acoja, como exigencia natural del amor de Jesús por él y de él por Jesús, la invitación a estar con Él, a mantenerse en Él. Antes de cualquier otra cosa, antes del ir enviados en su nombre y con su autoridad, a hacer, día a día, de los hombres y mujeres de nuestro mundo sus discípulos (Cfr. Mt 10, 1; 28, 19; Mc 3, 13-16), el sacerdote debe saber estar con Él, en la oración y en el ministerio, y a lo largo de toda la vida, cada segundo de su existencia. El sumergirse en el trabajo del Señor, jamás debe conducir a olvidarse del Señor del trabajo.

Sin Jesús nada podemos (Cfr. Jn 15, 5). Sin Jesús, nada somos. ¿Sacerdotes sin Cristo? ¡Imposible! Un sacerdote sin Cristo, simple y sencillamente no es sacerdote. Por ello, jamás debe darse por descartada la necesidad de buscar consciente y permanentemente el encuentro íntimo con el Señor, para estar con Él. Llamado a ser "testigo de su resurrección" (Cfr. Hech 1, 22), el sacerdote llevará a cabo esta tarea de manera coherente y verdaderamente, solo en la medida en que logre mantenerse unido existencialmente a su Señor.

Queridos hermanos sacerdotes. Sé muy bien que cuanto hoy mi corazón les comparte, no es nada nuevo. Son conceptos y verdades que todos conocemos. Pero es cierto también que muchas veces estas verdades y estos conceptos se han quedado en lo abstracto de nuestros conocimientos adquiridos, sin lograr aterrizar en la existencia, sin hacerse vida; como también es cierto que no pocas veces, aún sin darnos cuenta, el relativismo toca nuestras mentes y actitudes, haciendo que perdamos de vista y hasta que desterremos del corazón el “amor original” que nos condujo a responder a la llamada del Señor con un “sí” rotundo.
Como el Apóstol Pedro advierte, también hoy “el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar, al cual resistirán, firmes en la fe (1 Pet 5,8).

¡Firmes en la fe!, ¡aquí está la clave y no hay otra!, para comprender y acoger en plenitud nuestra vocación sacerdotal, para descubrir, admirar y resguardar nuestra identidad sacerdotal, para comprender y responder en plena fidelidad a la elección, a la llamada, a la invitación a estar con Jesús y a ser coherentes discípulos, misioneros y apóstoles. Sin la fe de la Iglesia vivida en su integridad, todo es mediocridad. Sin la fe, falta todo. Fe que, en el sacerdote, se manifiesta tangiblemente, no sólo con la palabra que predica, sino ante todo en el transparente testimonio de vida que ofrece a Dios, al pueblo santo y a su propia conciencia.

Efectivamente, hermanos: el sacerdote, ó vive su vocación cristiana y sacerdotal en la sinceridad de la fe, ó todo será ilusorio, inútil, frustrante, escandaloso y dañino. Un sacerdote que no viviera conforme a la verdad de la fe propuesta y custodiada por la Iglesia, a lo más sería un impostor.

Sabemos bien cuánta tristeza y angustia, pero también cuánta frustración, desesperanza y escándalo provoca en el Pueblo de Dios y en la sociedad en general, la tibieza en la fidelidad al compromiso sacerdotal, que a veces llega a lo temerario.

Gracias a Dios y no obstante los innumerables desafíos que hoy se nos presentan, la inmensa mayoría de los sacerdotes viven serenamente, día a día, la propia identidad y ejercen fielmente su ministerio, bien conscientes de cuanto significa haber sido segregados por y para Cristo. Sacerdotes a los que la fragilidad de la condición humana no los ha desalentado ni motivado a dirigir la mirada existencial hacia otros caminos. Sacerdotes, muchísimos, que han sabido acoger en sus corazones y hacer suyas las palabras del Salmo: “el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 26,1); y el consuelo de Jesucristo: “confíen: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33), pues “todo es posible al que cree (Mc 9,23).

Meditar y hablar del sacerdocio, queridos hermanos, exige meditar y hablar también de misión, pues "la Iglesia peregrina es misionera por su misma naturaleza" (AG 2); así, nosotros, como sacerdotes madurados en la vida evangélica y en la imitación de Cristo, hemos sido también llamados a atraer y a llevar hacia Jesús a todas las gentes, para que cada una de ellas lo encuentre y lo siga.

Nuestra vocación, esencialmente misionera y apostólica, salvadora por la caridad de Cristo y santificadora por el don del Espíritu, también brota de nuestra configuración sacramental con Cristo cabeza, reclamando una forma apostólica de vivir, un nuevo estilo de vida, - el de la diaconía -, inaugurado por Jesús que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos. Desde entonces, ningún otro estilo de vida cabe para el que ha sido llamado a ser discípulo, testigo, apóstol y misionero de Cristo, sino aquel de la total donación en el servicio a Jesús, y como Él, por Él y con Él, a los hermanos.

Nuestra identidad, vida y fidelidad sacerdotal, nos pide, por ello, que con humildad y sencillez evangélica, con afecto y solicitud de pastores, vayamos al frente de la comunidad humana y de los fieles, indicándoles el camino, alertándolos de los peligros, defendiéndolos de las acechanzas del Maligno en sus variadas formas, sirviéndoles como verdaderos siervos para darles a Cristo, que es lo que en realidad, piden y reclaman del sacerdote, el mundo y el corazón del hombre.

Queridos hermanos sacerdotes: Dios me permite celebrar hoy con ustedes y entre ustedes esta Eucaristía que, en el contexto del año y del momento de gracia que vivimos, resulta particularmente expresiva y significativa para comprender y vivir nuestro sacerdocio. De frente a nuestros tiempos tan necesitados de Dios, tan necesitados de sacerdotes santos, la Eucaristía nos invita a que, a semejanza de Cristo Jesús, enviados por Él al mundo, sin hacernos del mundo, nos demos en Cristo y con Cristo al mundo, para que sea salvado.

Alégrense y vivan orgullosos de su vocación, y no teman, antes bien, alégrense y esfuércense por ser reconocidos siempre y en todas partes como hombres que han consagrado totalmente su ser y su vida a Jesús. Cuiden con esmero de no defraudar al pueblo que espera le lleven a Cristo. Jamás desacrediten ni lastimen al cuerpo sacerdotal y al Cuerpo místico de Jesús con su conducta, antes bien, supliquen "que el Dios de la esperanza les llene de cumplida alegría y paz en la fe para que abunden en esperanza por la virtud del Espíritu Santo" (Rom 15, 13). Y recuerden, recuerden siempre, que su primer campo de apostolado es su propia persona y su propia vida, lugar primero en el que el mensaje del Evangelio debe ser predicado, plantado y vivido, para alcanzar la meta a la cual tiende todo apostolado: la santificación.

Reaviven, pues, “la gracia de Dios que hay en ustedes por la imposición de las manos (del obispo)" (2 Tim 1, 6). Que arda en todos el fuego de amor por Jesús y por la salvación de todos los hombres. Abracen y enamórense de su identidad sacerdotal, esforzándose por vivir su vida sacerdotal, vida apostólica, con la perfección espiritual y santidad que ella misma reclama. Hagan de este Año de la Fe y de todos los venideros, un proceso de profundo e íntimo encuentro con Jesús, estando con Él en todos los modos posibles y un camino de verdadero y constante renovación sacerdotal “recomenzando desde Cristo” permanentemente, teniendo como centro y alma de sus afanes, siempre la Eucaristía.

Y que la Virgen María, Madre de Jesucristo, Sumo y Eterno sacerdote y Madre nuestra, ayude y acompañe a todos nosotros y a cada uno de nuestros hermanos en el sacerdocio, persuadidos de “que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios (manifestado) en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rom 8,38-39).

Que Él, junto al Padre y al Espíritu, les bendiga hoy y siempre.

Así sea.

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