Encuentro Nacional de Catequistas

Escrito por Mons. Christophe Pierre

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, Encuentro Nacional de Catequistas.

Queridas hermanas y hermanos.

Jesús, dirigiéndose a “los que me escuchan”, esto es, a la multitud de pobres y enfermos que lo seguían (cf. Lc 6,17-19), los exhortaba diciéndoles: "¡Traten a los demás como quieren que los traten a ustedes!” (Lc 6,31). "¡Sean compasivos como su Padre celestial es compasivo!" (Lc 6,36). Dos frases con las que Jesús descubre a los oyentes su voluntad y cuál, en realidad, es la fundamental vocación de todo ser humano: el amor. Por ello y para ello ha sido creado; el amor es su meta final.

Jesús, de suyo añade nuevas palabras que suenan difíciles y exigentes: amar a los enemigos, no maldecir, ofrecer la otra mejilla a quien te hiera en una, no reclamar cuando alguien toma lo que es tuyo. Palabras que tienen un cierto tono exagerado, el tono de aquella radicalidad que Jesús exige siempre, particularmente a quienes deciden seguirlo.

Son palabras, así, que van a lo esencial: la necesidad de cambiar, porque la raíz del mal está en la persona misma. Es cierto que las estructuras pueden condicionarnos y hasta podrían sofocarnos; pero también es cierto que ninguna estructura, por muy beneficiosa que parezca, es capaz de establecer una sociedad verdaderamente fraterna, ni edificar una real “civilización”, si las personas no se abren al amor y se dejan transformar total y radicalmente por él.

Pero, ¿cómo es posible amar a todos? ¿Qué podemos hacer nosotros ante estas palabras de Jesús? ¿Suprimirlas del evangelio? ¿Borrarlas del fondo de nuestra conciencia? ¿Dejarlas para tiempos mejores?

Ciertamente no. Porque las palabras de Jesús se dirigen precisamente a nosotros, que no solamente somos personas humanas, ni sólo cristianos, sino que somos, además, catequistas: discípulos y misioneros, a quienes pide escuchar y acoger su palabra y asumir una actitud profundamente original y radicalmente diversa a la que adoptan aquellos que Jesús llama "los pecadores". Esos "pecadores" que, al parecer, no ignoran lo que significa el amor por interés, pues saben "amar a los que les aman", y "hacen bien a los que se lo hacen a ellos".

Cierto, si deseo que me traten con respeto, debo tratar con respeto; si quiero ser amado, debo amar; si quiero ser comprendido y perdonado, debo aprender a comprender y perdonar. Pero, esta máxima, muy práctica y de gran actualidad, supone una profunda renuncia de sí mismo. Supone que el "yo egoísta" no sea el centro de la personalidad y de los propios intereses, sino el "tú".

Comentando la parte del Evangelio proclamado en nuestra Liturgia de hoy, J. A. Pagola se preguntaba sobre el por qué a tantos hombres les falta la alegría de vivir. Y respondía: «Quizás la existencia de muchos cambiaría y adquiriría otro color y otra vida, sencillamente si aprendieran a amar gratis a alguien. Lo quiera o no, el hombre está llamado a amar desinteresadamente. Y si no lo hace, en su vida se abre un vacío que nada ni nadie puede llenar». Porque existe el peligro de encerrarse en una campana de cristal: no me meto con nadie, ni hago daño a nadie, encerrado en mi vida y en mi trabajo, pero sin amar a nadie de forma verdaderamente gratuita. Todo ello en una sociedad en que se pregunta siempre para qué sirve todo, para qué es útil. «Pero el amor, la amistad, la acogida, la solidaridad, la cercanía, la intimidad, la lucha por el débil, la esperanza, la alegría interior..., no se obtienen con dinero. Son algo gratuito, que se ofrece sin esperar nada a cambio, si no es el crecimiento y la vida del otro».

En efecto, cuando Jesús habla de amar a todos, aún al enemigo, no está simplemente afirmando que hay que nutrir un cierto sentimiento de afecto y cariño hacia el otro, ni tampoco se refiere a la entrega apasionada que muchos confunden con el amor. Lo que Jesús pide, es una apertura radicalmente humana, de interés positivo por la persona, aún del enemigo. Este es el pensamiento de Jesús. Quien es humano hasta el final, descubre y respeta la dignidad humana, también del enemigo por muy desfigurada que se pueda presentar, y no asume ante él una postura excluyente, sino una actitud positiva de interés por su bien.

El Beato Juan Pablo II, en la canonización de Sor Faustina Kowalska (30 de abril de 2000), decía: "No es fácil, en efecto, amar con un amor profundo, hecho de un auténtico don de sí mismo. Este amor se aprende en la escuela de Dios, al calor de su caridad divina. Fijando la mirada sobre Él, sintonizando con su corazón de Padre, nos hacemos capaces de mirar a los hermanos con ojos nuevos, en una actitud de haber recibido todo gratuitamente y para compartirlo con los hermanos, una actitud de generosidad y de perdón". ¡Todo esto es misericordia!

Y es precisamente este amor de misericordia y universal, que alcanza a todos y busca realmente el bien de todos sin exclusiones, la aportación más fundamental, positiva y humana que el catequista debe aprender a vivir y enseñar a vivir a sus pupilos, consciente de que su servicio no es sólo de enseñanza, sino también y ante todo, de testimonio de la fe cristiana que enseña.

Si todos los hombres estamos llamados a vivir en el amor y a dar amor, con cuánta mayor razón lo estamos los discípulos misioneros de Jesús, quienes, precisamente por ser sus discípulos, debemos saber amar a la manera de Cristo y, entonces, incluso a los que no nos aman, hacer el bien a quienes no nos lo hacen, prestar sin esperar algo a cambio. Amar así, sabiendo que así amando, seremos "hijos del Altísimo", y seguiremos las huellas de Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos.

Queridas hermanas y hermanos. A quien tiene la experiencia de estar abrazado por el amor incondicional de Dios, ¿no le nace acaso en el corazón un amor que le lleva a amar a todos, también al que parece ser su enemigo? Una experiencia que sin duda constata el verdadero catequista llamado, en realidad, a compartir el amor de Jesús experimentado en forma personal, y su Palabra querida y gustada en comunión con toda la Iglesia. Como afirma el Apóstol San Juan que escribe: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida es lo que les anunciamos” (1Jn 1,1).

“Oído, visto, contemplado, tocado”. Ese es el catequista: es aquel que tiene memoria y experiencia de un encuentro con Cristo. De otra manera no sería un catequista. El catequista es quien ha visto y oído a Jesús y que, por ello, puede y debe ser su testigo: porque ha comprendido lo que significa ser su discípulo y vive como tal.

Queridas amigas y amigos. Ustedes son catequistas de nuestro tiempo, sacudidos también por los aires que a veces creen que la fe está de más, que es cosa de antes. Son tiempos que estamos viviendo en carne propia y lo vemos reflejados en nuestras comunidades, que también hacen preguntas que es necesario responder. Y la única manera de hacerlo es afianzando su pertenencia a la Iglesia, a su comunidad, a esa Iglesia que celebra, que se compromete, que se alimenta de la Palabra de Dios y que ora incesantemente. En la Iglesia, con la Iglesia y como Iglesia, en donde es posible acrecentar el entusiasmo, no obstante la dificultad de la tarea en un mundo difícil, pero al que hay que amar y evangelizar.

Dios, que los pensó, los amó y los creo, ha también pronunciado sus nombres y los llamó a ser catequistas. Todo ha sido iniciativa de Dios. En el ministerio del catequista hay una vocación, alguien que llama, alguien que está involucrado en eso.

Ábranse, pues, día a día al don de la fe, alimentándose de la Palabra y de los Sacramentos y sean siempre hombres y mujeres de oración que, ante todo, piden al Señor les conceda ser buenos cristianos, buenos y fieles discípulos de Jesús, para, en consecuencia, ser también buenos catequistas, buenos misioneros y misioneras que con fidelidad hablan de Cristo y anuncian la Buena Nueva a sus hermanos.

Queridas hermanas y hermanos. Cuando María Santísima recibió del Arcángel el anuncio de su elección para ser la Madre del Salvador y asintió con su “Fiat” a la Voluntad de Dios, Ella, presurosa, se puso en camino hacia el poblado donde vivía su pariente Isabel. Ahí, la presencia de María llevó a Isabel la gracia, porque en su seno se encontraba ya el Hijo de Dios y, al mismo tiempo, llevó una bendición que provocó dinámico gozo a la vida nueva que crecía en el vientre de Isabel. Los corazones de María y de Isabel se alegraron porque Dios las había mirado y su mirada había sido fecunda; una alegría que hace que Isabel exclame: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. “Dichosa tú, que has creído”. ¡Sí! Ahí está la grandeza de la Virgen María que Isabel supo reconocer: María es la mujer que, desde la fe profunda y firme, supo abrirse sin reserva a los designios de Dios, permitiendo así que el proyecto de salvación de Dios se llevara a cabo.

También ahí está y estará la grandeza del Catequista: ¡su fe! Una fe que conserva como el mayor tesoro y que, haciéndolo fructificar, lo comparte en el amor a todos sin excepción. Un amor, fruto del amor a Cristo Jesús resucitado, motivo y objeto de todos los afanes de quien lo anuncia y lleva a los demás.

Que este Año de la Fe convocado por el Santo Padre sea para todos y cada uno de ustedes oportunidad y momento de gracia para renovar su entusiasmo, responsabilidad y disponibilidad en la tarea que el Señor, por, en y con la Iglesia les ha encomendado: dar a conocer y anunciar con convicción a Jesucristo, y dar, con alegría, testimonio de que Él es el Señor, el Salvador del mundo.

Que Él, junto al Padre, les colme de sus bendiciones y les conceda abundantes los dones del Espíritu Santo.

Así sea.

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