I Domingo de Adviento: “Se acerca la hora de su liberación”

Escrito por Mons. Ramón Castro Castro

INTRODUCCIÓN

Estamos celebrando el primer domingo del año litúrgico, es adviento. Hecho el balance de nuestra vida, hemos de empeñarnos en preparar y disponer nuestro corazón para la llegada definitiva del Señor. Es bueno disponer el corazón y conmemorar la navidad para recibirle Niño, pero preparémoslo también para recibirlo lleno de gloria y majestad.

El Evangelio de hoy tiene un sabor más a advertencia, que a anuncio gozoso del nacimiento del Redentor. Pero en definitiva, una cosa no está dispar con la otra, si caemos en la cuenta de que celebrar el adviento y la navidad no es un mero recuerdo, sino una verdadera renovación de la esperanza, una auténtica profesión de fe y una sentida súplica: Que el Señor venga. De otra manera, entrar ciegamente en el juego del materialismo, de la mercadotecnia y del consumismo, nos llevaría a vaciar de sentido y a deformar las celebraciones decembrinas. Al final del día, un adviento y navidad solo “por afuera”, nos dejarían parados en el mismo lugar que al principio, con el corazón igual de endurecido, con la añeja vida, sedienta de transformación. La eficacia de la Encarnación y el nacimiento de Jesús, como origen y posibilidad de todo el misterio de nuestra salvación, corre el peligro de reducirse a una fiesta sin motivo, a un símbolo sin significado, a unas imágenes sin realidad, a un sentimiento sin conversión, a un misterio de redención sin incidencia en la propia vida.

A propósito del Evangelio de este día que relata y describe esos signos “terribles” con los que se anuncia el retorno de Jesús, lleno de gloria y de poder, hemos de entender la Palabra de Dios en clave de amoroso recordatorio para que no nos sorprenda intempestivamente la llegada del Señor. No me cansaré de repetir y admirar la paternidad del Dios bueno que nos corrige, nos exhorta y nos advierte, de modo que no nos veamos privados después de su vida divina que quiere compartirnos. Hemos de aprender a leer bajo los catastróficos detalles que narra el evangelista, la preocupación de Dios por nosotros, ya que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Cuando en periodo de huracanes, protección civil promueve el conocimiento de las medidas que han de tomarse, cuando señala con distintas alertas el grado de peligro, cuando sugiere todos esos pasos detallados como localizar los lugares más alto en caso de inundación, almacenar agua potable y alimentos imperecederos, resguardar documentos importantes, prever lámparas, radio portátil, ubicar albergues, seguir indicaciones de las autoridades, etc., el interés principal no es atemorizar, ni cargar con minuciosas recomendaciones, ni ocasionar ningún inconveniente sino todo lo contrario. De la misma manera hemos de entender las palabras del Evangelio que no son sino exhortaciones nacidas del amor para que estemos siempre preparados y para que sepamos interpretar los signos de los tiempos presentes.

1. LO VERÁN VENIR

La primera parte del Evangelio de este día es una sección descriptiva que sigue como consecuencia final de todo el capítulo 21 del tercer evangelista. Ciertamente a la fecha que San Lucas redacta su evangelio, ya ha acontecido mucho de lo descrito, pues ha pasado casi una década de la conquista y destrucción de Jerusalén por Tito y la inminente parusía de Jesús parece retrasada. La comunidad cristiana va gradualmente bajando la guardia, la fe se enfría y la vigilancia cesa. Este discurso apocalíptico tiene un sustento y una visión más histórica y trata de leer los signos de los tiempos en clave de esperanza.

Muchas cosas han de suceder antes de que regrese el Hijo del hombre, pero lo importante no es tiempo o lo que tiene que acaecer, sino que en definitiva -tarde o temprano-, verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad.

Justamente, conviene iniciar un año litúrgico desde esta perspectiva que aguarda y que prepara el regreso del Señor Resucitado. Es en esta profesión de fe como encaja celebrar el Adviento y la Navidad, no como algo aislado o como mera época del año, sino como un testimonio de que Aquel que ha venido por vez primera en la humildad de nuestra carne, dice un prefacio de adviento, vendrá de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra que tuvo comienzo en el misterio de la Encarnación.

De este modo, la historia de la humanidad se ha convertido en un prolongado adviento, no sólo en el sentido de espera, sino en su auténtico sentido de actual y progresiva realización. El otrora Card. Ratzinger, decía a propósito del Adviento, un pensamiento bellísimo que nos coloca en otra dimensión, ahora que iniciamos este tiempo de gracia: “El Adviento y la Navidad han experimentado un incremento de su aspecto externo y festivo profano tal, que en el seno de la Iglesia surge de la fe misma una aspiración a un Adviento auténtico…Podemos tomar como punto de partida la palabra «Adviento»; este término no significa «espera», como podría suponerse, sino que es la traducción de la palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», o de otra manera, presencia comenzada…Es decir, que el Adviento significa la presencia comenzada de Dios mismo. Por eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en segundo lugar, que esa presencia de Dios acaba de comenzar, que aún no es total, sino que está en proceso de crecimiento y maduración. Su presencia ya ha comenzado, y somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de hacerlo presente en el mundo”.

Visto de esta manera, sin quitar la belleza que envuelve esta época del año, entendemos que no es sólo eso, que luego de las festividades se guarda y desaparece. No es tampoco, por muy piadoso que parezca, el mero recuerdo de aquella noche en Belén cuando nació Dios en nuestra carne, es mucho más. Es la claridad de conciencia de que el Señor venido al mundo como uno de tantos ha hecho patente y cercana la presencia de Dios. En el sentido que sugiere el ahora Papa Benedicto XVI, celebramos hoy una presencia comenzada: el Dios que creó al hombre y se reveló a Abraham; el Dios que liberó a Israel y lo gobernó con sus servidores; el Dios que envió a su Hijo Único por amor al mundo, nos ha hablado a través de su Verbo. Cristo ha llevado a plenitud la antigua revelación que Dios había hecho de sí mismo, y será en Cristo donde todo tenga su culmen al final de los tiempos.

El mundo ha visto venir al Señor, al Hijo Eterno, al que es la Segunda Persona de la Trinidad; lo ha contemplado hecho hombre, compartiendo nuestra condición, solidario con la humanidad. Con su vida y su mensaje ha inaugurado una nueva manera de relacionarnos con Dios como hijos; con su pasión, muerte de cruz y Resurrección ha saldado la deuda de nuestros pecados y ha testimoniado la vida que dura para siempre; con su ascensión a los cielos, nos ha abierto el camino seguro para llegar a la casa del Padre. Su salida de este mundo, sin embargo, no es definitiva, no es para siempre. Nos ha recordado san Lucas que lo veremos venir en una nube con poder y majestad, tal como lo profesamos en el Credo: “Y de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”.

La oración de la Iglesia nos recuerda que el mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria, viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su Reino.

Queridos hermanos, no esperemos ver después lo que podemos ver ahora. Dios ya está entre nosotros y hemos de saber descubrirlo primero y testimoniarlo después. Seamos para nuestros hermanos, testimonios vivientes de este Adviento de Dios, de esta presencia comenzada y continuada también en nuestros días.

2. ¿LIBERARSE DE QUÉ?
Cuando las cosas tremendas y terribles de las que habla el Evangelio, cuando las naciones se llenen de angustia y miedo y las gentes mueran de terror y de angustiosa espera, paradójicamente, dice el Señor, pongan atención, cobren ánimo y levanten la cabeza porque se acerca la hora de su liberación.

Una vez más queda de manifiesto que estos signos catastróficos no significan destrucción de la humanidad, sino redención; no muerte, sino vida; no tristeza, sino alegría; no tormentosa opresión, sino liberación.

Frente a la experiencia de Israel de esclavitud, de sometimiento, de injusticia y opresión bajo el poder de los grandes reinos de la tierra, Dios hace resplandecer la esperanza de su pueblo con promesas que se cumplen tajantemente y con creces. El profeta Jeremías en la primera lectura sopla sobre Israel el aliento que necesita para mantenerse firme: el Señor cumplirá sus promesas y del tronco aparentemente seco del linaje de David, será Él quien haga brotar un renuevo que ejercerá la justicia y el derecho y así podrá saber Israel que no está solo, que su esperanza es cierta, que Dios está en medio de su pueblo.

En nuestros días, también estamos necesitados de escuchar este mensaje de esperanza y de confianza; también necesitamos saber que se acerca nuestra liberación; también nos urge poner atención y levantar la cabeza.

Quizá el hombre posmoderno pudiera incomodarse y protestar por esta denuncia. A más de uno he escuchado decir que es ahora cuando el hombre es más libre, más dueño de sí y de su entorno. Para muchos, el progreso de la ciencia, el avance de la tecnología, los descubrimientos de la medicina; el poder adquisitivo, la posibilidad de ciertos lujos y comodidades, el actual nivel de vida; son evidencias de una libertad más fuerte conquistada por el hombre. Para el ser humano de hoy, prolongar el índice de longevidad, controlar la demografía, escudriñar en los misterios del universo y las estrellas, fabricar cadenas genéticas y biotecnológicamente manipular los organismos, es sinónimo de liberación, al grado de sentirse capaces de “tutear” a Dios y jugar a ser dios él mismo.

Haciendo una humilde análisis antropológico de nuestra situación actual, me atrevería a calificarla como una ironía existencial, que no pocas veces llega al sarcasmo. Cuando el hombre se considera más libre, es cuando tristemente más oprimido y esclavizado se encuentra. No negamos la bondad de muchos avances en los distintos aspectos de la vida humana, pero tampoco ignoramos sus riesgos y peligros. El hombre de hoy se parece a un minero que descubre el metal más pesado del mundo y se empeña en cargarlo en sus hombros; o a un inventor que fabrica la cuerda más fuerte e irrompible, atándola dignamente a sus tobillos. El ser humano de nuestros días ha progresado tanto en las ciencias y la tecnología, que sin darse cuenta les ha cedido su inteligencia, su libertad y su voluntad, de modo que sutilmente vive para eso, atado al grillete del esnobismo y la inmanencia.

Desde este crudo marco de realidad, hemos de preguntarnos personalmente, de qué necesitamos ser liberados. Y para dar respuesta, conviene no sólo considerar esas cosas externas a nosotros mismos que nos roban identidad, tiempo, vida y paz, sino esas otras cosas invisibles y reales que anidan en nuestro interior y que pueden esclavizarnos mucho más aún que los engaños del mundo.

No podemos constatar rencores y odios incrustados en el corazón y seguir pensando que somos libres; no podemos reconocer las ambiciones y avaricias que tientan a nuestro egoísmo y seguir pensando que somos libres; no podemos vivir buscando tener los últimos modelos de cada producto mecánico o electrónico y seguir pensando que somos libres; no podemos permanecer anclados a tristezas y a oscuros pasados y seguir pensando que somos libres; no podemos enclaustrarnos en el asfixiante individualismo que nos hace indiferentes al hermano y seguir pensando que somos libres; no podemos continuar aferrados a nuestros orgullos, soberbias, hipocresías e incoherencias de vida cristiana, y seguir pensando que somos libres.

Queridos hermanos, hoy como ayer, la humanidad necesita ser liberada de muchos depredadores que quieren someterla. El hombre necesita ser liberado de sí mismo, liberado del pecado que ha distorsionado su verdadera identidad y ha terminado por deformar su inteligencia, por viciar su libertad y seducir su voluntad. Así las cosas, no podríamos escuchar un mensaje más esperanzador que el del Evangelio: pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación, libertad que sólo es posible en Jesucristo, único redentor del hombre.

3. PARA COMPARECER SEGUROS…

En la Palabra de Dios que escuchamos hoy, encontramos esas exhortaciones concretas que se dirigen a lo ordinario de nuestra vida. San Pablo hace lo propio con los cristianos de Tesalónica, como lo escuchamos en la segunda lectura, señalándoles que la única manera de conservarnos irreprochables en la santidad de Dios es viviendo en el amor mutuo y hacia todos los demás. El amor es el antídoto contra el veneno del pecado que esclaviza; sólo el amor nos prepara para el día en que venga el Señor Jesús. No es el amor que se pregona, no se trata del amor que rima en los poemas románticos, sino el amor mutuo, el que se realiza en la caridad con el hermano, el que toca la vida y se abre a todos los que nos rodean.

La motivación del Apóstol a que vivan como conviene para agradar a Dios, sin más detalle y descripción, no quita la responsabilidad del creyente de confrontarse a sí mismo, para evaluarse delante de Dios, para sincerarse y reconocer lo que su propia conciencia le dicta; no da un recetario de todo lo que le agrada a Dios, porque lo sabemos de antemano y a su vez nos impulsa a acercarnos en la meditación de su Palabra y en la oración personal para descubrir su proyecto sobre nosotros, para conocer cómo agradarle con nuestra vida.

Por su parte el Evangelio nos pone en estado de alerta vigilando sobre tres aspectos que tientan continuamente al hombre y lo hacen distraerse de su esperanza: los vicios, la embriaguez y las preocupaciones. En estas tres amenazas, el evangelista quiere insistir para que los creyentes estén alerta. Quizá son estas tres las que antes y ahora más distraen a los hombres y mujeres de su vida de gracia y de la constante preparación que implica la inminencia del Reino.

Sin ahondar mucho, baste la simple definición de cada uno de estos peligros apuntados por san Lucas. Entiéndase por vicio todo hábito o práctica excesiva que en nada contribuye a la dignidad de la persona ni favorece el tejido social en ningún aspecto, sea moral, personal, comunitario, etc. Confucio, el filósofo chino, decía que los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos. Tal vez por esa misma convicción el Evangelio nos anima a estar atentos, no vaya a ser que sin darnos cuenta, vivamos sometidos a un perjudicial hábito, como aquel que decía con todo orgullo y tranquilidad, que por fortuna él llevaba 40 años tomando café todos los días, sin que se le hubiera hecho un vicio…

El diccionario define la embriaguez como la intoxicación del organismo, causando turbación pasajera de los sentidos y enajenamiento, en un grado que deteriora las funciones mentales y motrices del cuerpo. San Basilio afirmaba que la embriaguez es la ruina de la razón, constituye una vejez prematura y una muerte temporal. Es como abrir la caja de pandora, donde salen los demonios más ocultos del hombre y sus pasiones más desordenadas. La dinámica de la embriaguez es que la persona comienza tomando licor y termina el licor tomando a la persona.

Entendemos por preocupaciones aquello que provoca en el hombre un sentimiento de inquietud, temor o intranquilidad respecto a una persona, cosa o situación determinada. Es la anticipación de algo que puede suceder o no en el futuro. A veces resulta que estamos tan preocupados por lo que puede venir, que no nos ocupamos de lo que ya llegó. ¡Cuántas cosas en la vida nos arrebatan la paz y cuántas cosas futuras nos impiden disfrutar del presente! Si el Evangelio nos advierte al respecto es para que todo aquello que tenemos pendiente, tantas cosas por hacer, no nos quiten la atención de las cosas importantes que hemos de trabajar desde ahora, no vaya a ser que al final no tengamos el tiempo ni las oportunidades para realizar aquello que siempre fue esencial. Para cualquiera que sea el tipo de preocupación, útil o vana, la confianza a la que exhorta santa Teresa de Jesús es respuesta y criterio: nada te turbe, todo se pasa, Dios no se muda jamás.

En fin, al ver todo lo que significa y al pensar un poco en todas las consecuencias a que conducen los vicios, la embriaguez y las preocupaciones, no podemos evadir preguntarnos de cuántas cosas tenemos que revisarnos, de cuántos peligros cuidarnos, de cuántas desviaciones corregirnos. No podemos conformarnos con los nuevos cánones de vida, sino estar atentos de modo que cuando llegue el momento podamos comparecer seguros ante el Hijo del hombre. Leía en alguna parte, que no puede presumir de estar bien, el que se adapta con facilidad a una sociedad enferma. Permanezcamos en vela y constante oración, permanezcamos en continua evaluación de vida, a fin de recibir como siervos prudentes, la llegada de nuestro Amo y Señor.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Queridos hermanos y hermanas, por gracia de Dios iniciamos este Adviento en el marco bellísimo del Año de la Fe, bendición que no podemos desperdiciar.

Muchas cosas tenemos por hacer si queremos vivirlo con intensidad, sea reflexionando y profundizando el misterio al que nos acercamos, sea ahondando en la fe que profesamos, sea renovando nuestra propia vida como un acto sincero de fe. Las catequesis del Papa con este motivo son un buen subsidio a meditar y a clarificar las verdades que creemos. Tenemos la oportunidad y privilegio de ver venir ya a Jesús por medio de la fe, y como María poder concebirlo en el corazón con esa confianza absoluta en la Palabra del Padre.

Es este el kairós (paso) de Dios para nosotros, el adviento de la esperanza, de la presencia sutil y eficaz de Dios en nuestra vida. Quisiera concluir con un pequeño cuento que puede dejarnos una gran lección y una motivación para vivir mejor este tiempo de Adviento.

Cierto señor en algún lugar necesitaba leña, así que tomó a su hijo consigo y fue a buscar algún árbol seco que pudiera servir de combustible para calentar el hogar. No muy lejos de la casa encontró un árbol muerto y lo cortó. Pero luego, ya en la primavera, aquel hombre vio desolado que al tronco marchito de ese árbol le brotaron renuevos. Entonces aquel padre dijo a su hijo: "Estaba yo seguro de que ese árbol estaba muerto. Había perdido todas las hojas en el invierno. Se veía que el frío le había helado hasta la savia que hasta las ramas se quebraban y caían como si no le quedara al viejo tronco ni una pizca de vida. Pero ahora me doy cuenta de que aquel viejo tronco aún tenía vida". Y volviéndose hacia su hijo, le aconsejó: "Nunca olvides esta lección. Jamás cortes un árbol en invierno. Jamás tomes una decisión negativa en tiempo adverso. Jamás pienses que todo está acabado y que las esperanzas mueren. Nunca te rindas cuando parece que no queda más vida, que nada tiene sentido, que no quedan motivos para seguir. Recuerda que la primavera volverá".

Digo esto para que aprovechemos este bendito Adviento. Este tiempo es la nueva oportunidad que Dios nos da para empezar de nuevo, para reverdecer, para mejorar nuestra manera de vivir. Eso es tener fe, creer en el Dios de la Vida que nos ha amado hasta hacerse un Niño en Belén y que confía en nosotros. También Dios “tiene esperanza”, una esperanza en que el hombre se dé cuenta de que no todo está perdido, de que no importa a veces tanto el pasado como el futuro, que reconozcamos que cada vez nos hace llegar la primavera de su gracia para volver a tener vida. Este es el Adviento, el tiempo para sentir a Dios presente y cercano, para preparar nuestro corazón a su encuentro, para revitalizar la fe, para volver a empezar. Ánimo, levantemos la cabeza que se acerca nuestra liberación. Deseo a todos un santo y renovador adviento.

+ Ramón Castro Castro
Obispo de Campeche
Noticia: 
Nacional