Domingo II de Adviento 2012. “Y vino la Palabra de Dios en el desierto…”

Escrito por Mons. Ramón Castro Castro

INTRODUCCIÓN.

Cuánto se agradece cuando una persona nos advierte que la llanta de nuestro automóvil está baja, o que se nos ha caído alguna prenda mientras caminábamos o que en algún sitio olvidamos nuestros anteojos o alguna cosa. La gratitud viene porque gracias a esa advertencia, a esa llamada y señalamiento, podemos recuperar algo que pudiera tener un valor sentimental enorme, o bien nos evita un problema más grave. De otra manera, no podríamos perdonarnos haber ignorado y pasado por alto estos avisos que nos ahorrarían momentos desagradables y penosos.

Avanzando en el itinerario gozoso del Adviento, mientras revivimos la experiencia de la presencia de Dios entre nosotros y aguardamos su retorno glorioso, encontramos al paso figuras claves que nos ayudan a vivir con mejores frutos el santo tiempo que celebramos.

En este segundo domingo es Juan el Bautista quien nos lanza una señal, nos da una advertencia y nos ayuda a purificar y animar nuestra vida de fe y esta prolongada espera en que se torna la existencia del hombre.

En el desierto que vivimos, ahora poblado de ruidos y de velocidad, construido con celdas voluntarias que nos aíslan de los demás y transforman los encuentros personales en encuentros virtuales, aparece de nuevo el Bautista con el mismo mensaje que hace dos mil años: preparen el camino del Señor. El retardo del fin del mundo, lo cotidiano que se ha vuelto hablar de la Parusía de Jesús, no deben distraer nuestro esfuerzo por vivir todos los días preparados al encuentro que innegablemente sucederá. La conversión jamás puede darse como misión cumplida, siempre seguiremos necesitando de la penitencia que perdone nuestros pecados y nos ayude a andar caminos de libertad y de justicia.

Deseo vivamente que podamos destapar los oídos del corazón de modo que escuchemos el mensaje de Juan y pongamos manos a la obra, a esa obra de nuestra salvación. Que no llegue después el remordimiento de haber ignorado su advertencia y a la llegada del Salvador nos encuentre por otros caminos, con sendas tortuosas, valles profundos y tenebrosos y montañas enormes y peligrosas. Seguramente todos queremos ver la salvación de Dios, pero solo es posible en la medida en que atendamos a la Palabra de Dios que viene en el hoy de nuestra vida y nos llama a la transformación de la existencia.

1. FUE REAL

Sabemos de sobra que el Evangelio para nada pretende ser una crónica histórica, ni en su contenido ni en su género. Su nacimiento acontece años después de que todo sucedió, de modo que no se trata de un compendio de reportajes y noticias de último minuto sino de una vivencia de fe, trasmitida por generaciones y consignada por escrito por inspiración del Espíritu Santo.

Sin embargo, el evangelio que escuchamos hoy del inicio del tercer capítulo de san Lucas, encontramos una ubicación detallada de personajes –profanos y religiosos-, y territorios que nos remite a un momento concreto de la historia. Sin ser su objetivo apuntar a una fecha específica, sí nos posiciona el Evangelista en un contexto que incluye no sólo a Judea, sino el imperio de Roma, con ese interés originario de escribirlo todo por orden y exactamente, comenzando desde el principio como lo confiesa en el inicio de su obra (Lc 1,3).

Historiadores de la antigüedad como Flavio Josefo, Plinio el Joven, Suetonio y Tácito dan testimonio de la realidad de estos datos y por tanto, el contexto de la llegada de Jesús se verifica en los anales de la historia.

Empero, este marco histórico-geográfico que nos presenta el Evangelio de hoy no tiene como centro el poder del Imperio, ni el pontificado de los sumos sacerdotes, sino la Palabra de Dios que viene sobre Juan.

Una vez más, la Palabra Eterna irrumpe en el silencio del tiempo. Aquella Palabra creadora que al comienzo de todo llamara a la existencia lo que aún no era; aquella Palabra que condujo a Israel por la travesía de su éxodo; aquella Palabra que arrebató la lengua de los profetas para trasmitir un mensaje que ni ellos comprendían; aquella Palabra que vino al Bautista en aquel momento histórico, es aquella misma Palabra que era desde el principio, aquella que era Dios y estaba con Él, aquella que se hizo carne y habitó en medio de nosotros.

De este modo, lo que san Lucas nos regala en las primeras líneas del evangelio de este domingo, es la certeza de que Aquel en quien creemos, de Aquel a quien esperamos, no es fruto del espejismo y la alucinación de unos cuantos, no es la invención de los pescadores de Galilea ni del aguerrido Pablo, no es la proyección inconsciente del superhombre, sino que es real.

En la misma reflexión teológica se ha pretendido distinguir entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, como si pudiera tratarse de dos realidades diversas. Por respeto al rigor científico al que se ciñe la Teología, podría permitirse este recurso, pero no así en el plano de la vida, y vida de fe. La brecha entre uno y otro, entre el real y el “creído”, se cierra cuando los unimos en uno solo, de la misma manera que el efecto no puede ser radicalmente diferente a su causa, concluimos que el Cristo de la fe es el Jesús histórico, el Verbo hecho hombre que anunció de palabra y de obra la salvación de Dios, el que murió en la cruz y resucitó de entre los muertos, el que vendrá al final de los tiempos y quiso perpetuar su misión a través de sus apóstoles.

Si digo todo esto, si gasto líneas y tiempo en confirmar la verdad histórica de Jesucristo, es por la preocupación que brota de constatar en la cultura actual cómo para muchos ha venido a ser un mito, cómo el Señor ha perdido “realidad”, cómo se ha vuelto personaje de la historia sin nada qué decirle a las jóvenes generaciones. En la dinámica del mundo de expulsar de en medio a Dios, acaba por rechazar a su Enviado, tomando ahora por profetas a los famosos que imponen modas e ideologías. Cuando un predicador le preguntaba a una joven asistente a su charla quién era Jesús para ella, la muchacha respondió con otra pregunta: Perdón, ¿cuál es su apellido? Lamentable respuesta que retrata muy bien a quien pugna por dejar a Jesús sólo las páginas de los libros de historia de las religiones, o a quien se esfuerza por negar la verdad y la realidad de Jesús, el Hijo de Dios, entre nosotros. Por muchas razones, algunas de las cuales somos culpables los católicos de este tiempo, el mensaje de Jesús parece a muchos desactualizado, sin incidencia en la vida, anticuado para los nuevos criterios que rigen al hombre posmoderno.

La Palabra que vino al desierto de Judea en el año décimo quinto del reinado de Tiberio, en tiempos de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, es Palabra viva y eficaz, que viene continuamente a todo hombre que abre los oídos y el corazón para escucharla. Es tan real y eficaz que toca y penetra hasta lo más profundo, hasta la médula de los huesos para devolverle al hombre lo que el cansancio, la amargura, el dolor, la muerte y el pecado le han arrebatado.

Con toda tranquilidad pudiéramos describir personas y territorios que nos ubican a nosotros y con la misma certeza y verdad constatar que viene a nosotros la Palabra de Dios.

Queridos hermanos, Aquel a quien esperamos nos habla frecuentemente en lo concreto de nuestros tiempos y de nuestra vida, y el problema nunca será si la Palabra se deja escuchar sino si nuestros oídos la quieren escuchar; el problema no será si es real sino si nosotros la queremos creer.

2. NUEVOS DESIERTOS

San Lucas atestigua que la Palabra de Dios vino en el desierto. La evocación del desierto nos traslada a ese lugar inhóspito, árido, muerto… ¿Qué hace la Palabra en un lugar como ese? Nos pareciera un mejor lugar el centro de las ciudades atiborradas de personas que corren de un lado para otro, de modo que más pudieran oírla. Y sin embargo, resuena en el desierto…

En nuestros días, sería difícil negar lo mucho que se han extendido los desiertos, cómo han invadido sus propias fronteras y se han adueñado incluso de las calles y de los corazones. El desierto ha dejado de ser mero lugar geográfico para convertirse en una disposición interior.

En lo personal, me parece sumamente interesante y significativo el hecho de que el Santo Padre ha recurrido repetidas veces a esa imagen del desierto para describir la postura del hombre frente a Dios. Ya en la homilía de la misa con que daba inicio su ministerio petrino, el Papa Benedicto XVI hacía propia la inquietud de Cristo, buen Pastor cuando afirmaba que para Él no es indiferente que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. La vigencia de sus palabras nos alarma, porque podemos constatar por experiencia propia cómo se han multiplicado los desiertos en el mundo, cómo han crecido los desiertos de la pobreza y la injusticia, de la desesperación y de la violencia, de un secularismo absurdo y de un sinsentido tolerado. Estos desiertos que delatan la ausencia de Dios en el corazón del hombre y de la sociedad nos exigen como creyentes una respuesta y una solución. Se hace preciso así hombres y mujeres capaces de guiar al pueblo a través del desierto para conducirlos a la vida, a la amistad con Dios, a la alegría de creer. Estos desiertos, también esperan la venida de la Palabra de Dios.

En un intento por detallar estos nuevos desiertos, hace algunos años en una de sus visitas en Viterbo, ciudad de Italia, el Papa ahondaba en esta figura del desierto afirmando que el "desierto", en su lenguaje simbólico, puede evocar los acontecimientos dramáticos, las situaciones difíciles y la soledad que no raramente marca la vida; el desierto más profundo es el corazón humano cuando pierde la capacidad de oír, de hablar, de comunicarse con Dios y con los demás. Se vuelve entonces ciego porque es incapaz de ver la realidad; se cierran los oídos para no escuchar el grito de quien implora ayuda; se endurece el corazón en la indiferencia y en el egoísmo. Definiciones como ésta colocan esos desiertos más terribles no en un lugar de la geografía sino en el interior del corazón del hombre. Si hay algo que inquieta en el desierto es su profundo y penetrante silencio que lo invade todo. No se puede detener la desertificación del corazón mientras se cierren los oídos a la voz de Dios y al grito de los hermanos. Las arenas del desierto tienden a petrificarse, y el corazón termina endurecido por el paso de la indiferencia y el egoísmo que asfixia. Estos desiertos, también esperan la venida de la Palabra de Dios.

Grandes santos distinguían en la vida espiritual esos momentos de aridez, esos desiertos en que se experimenta crudamente la soledad, el abandono, el peso insoportable de las dificultades que salen al paso en el camino, pero esos momentos son desiertos que permite Dios para que el espíritu se haga fuerte y se temple en la fidelidad. Sin embargo, estos otros desiertos creados y promovidos por el hombre, terminan por condenarlo a la inanición, a la desesperanza y a la idolatría. Estos desiertos, también esperan la venida de la Palabra de Dios.

Por traer a la memoria sólo una más de esas ocasiones en que el Papa se refiere a los nuevos desiertos de la humanidad, únicamente demos unos pasos atrás, justamente a la apertura del Año de la Fe en que denunciaba que en estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual…ahora lamentablemente lo vemos –el mundo sin Dios-, cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza.

En efecto, queridos hermanos, frente al fenómeno innegable de la desertificación del corazón humano, no podemos permitirnos caer en el pesimismo, rendirnos sin haber luchado, perder lo único que nos queda: la fe y la esperanza en el Dios que salva y que precisamente hace oír su voz en el desierto. La amenaza del desierto solamente es posible detenerla con la gracia que da vida y vida en plenitud.

De esta manera, este fenómeno que invita a la derrota y al fracaso, se torna un nuevo éxodo que puede engendrar un nuevo pueblo. Las notas del desierto obligan a que el hombre vuelva a caer en la cuenta de lo que es esencial, a revalorar las cosas, ha sentir de nuevo la necesidad de creer y la necesidad que naturalmente el hombre tiene de Dios.

En el desierto de Judea, vino la Palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías. Invoquemos suplicantes la venida de la Palabra en el desierto de nuestro mundo y del corazón. Pero no dispongamos de otros, no imploremos la Palabra sobre el vecino, sino sobre nosotros mismos a fin de asumir nuestra vocación profética en primera persona y de manera urgente. Es verdad: en los desiertos del mundo contemporáneo hacen falta personas de fe que de palabra y sobre todo de obra y testimonio, muestren a los hombres extraviados el camino hacia la tierra de promisión y aprendan a vivir en la esperanza paciente pero activa en el amor.

¿Quién se apunta para ser estos hombres y mujeres de fe que conviertan los desiertos en estaques y la tierra seca en manantiales de agua, aquí en nuestra amada Diócesis de Campeche?

3. UNA VOZ RESUENA

En el ciclo litúrgico que recién iniciamos, caminando sobre el evangelio de san Lucas, encontramos como primera figura de este adviento a Juan, el hijo de Zacarías, aquel hombre poseído por la Palabra de Dios en el desierto.

Juan, como los grandes profetas y apóstoles, no pueden encerrar en sí mismos la Palabra divina que les quema por dentro como fuego. Por eso, recorre toda la comarca del Jordán predicando como anticipo del verdadero bautismo con fuego y Espíritu, un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados.

El Bautista encarna a la perfección la vieja profecía de Isaías: en el desierto, ha resonado una voz que clama: preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos.

Precisamente frente al poderío de Roma que ha sometido a Israel y frente al poder religioso que representan los sumos sacerdotes Anás y Caifás, aparece este hombre, descrito en otro evangelio como un verdadero ermitaño, vestido tan rústicamente que ofendería la opulencia de los poderosos. Del desierto llega a la ciudad el grito de aquel hombre, cuya fuerza no brota obviamente de sí mismo, sino del Espíritu de Dios que lo empuja para fungir como precursor de Aquel que llega para salvarnos. La debilidad del Bautista es un signo claro de la fuerza de Dios que rescata y libera a su pueblo.

Juan es de esas voces incómodas que los grandes y poderosos de este mundo no les gusta escuchar. Él habla de la cercanía del Señor que llega a visitar y redimir a su pueblo, según la promesa pactado con Israel. Pero la venida del Señor tiene condiciones muy concretas, anunciadas por el profeta Baruc en la primera lectura y repetidas por san Lucas en el Evangelio.

Baruc es el profeta de la Dispersión llamado a conservar la esperanza del pueblo que sufre momentos difíciles y situaciones por demás adversas. Es la época helenista de finales del s. II a.C. y el pueblo paga el precio de sus rebeldías. Es entonces, como siempre, cuando Dios libera a Israel, cuando pone en boca de su profeta esas palabras ánimo y de entusiasmo a veces un tanto desmedido: pronto cederá el vestido de luto al traje de esplendor, la guerra para dar paso a la paz; es tiempo de dejar la servidumbre y ponerse en pie, levantar la mirada y admirar cómo Dios cambia su suerte. Para que el pueblo camine por las sendas del Señor es preciso que todo se allane, para que no pueda tropezar mientras sigue a Dios que lo conduce con misericordia y justicia.

Así, descubrimos que la llegada del Señor exige la rectitud en los caminos y no los senderos retorcidos que acostumbramos transitas; requiere que los valles sean rellenados y rebajada toda montaña y colina, de modo que no haya nadie por encima de nadie, ni tampoco cañadas y precipicios que pierdan a alguno; lo tortuoso se hará derecho y las asperezas del camino serán limadas, a fin de contemplar al mismo tiempo la salvación de Dios.

Para lograr este cometido, para preparar la llegada del Señor, siempre será necesaria la voz del desierto que no se venda a las modas actuales, que no se calle por miedo ni cansancio, que no se conforme con los cánones de hoy ni abarate las exigencias de su misión.

El hombre de todos los tiempos no solo tiene necesidad de saber, sino más aún, tiene el derecho de saber y reconocer como se deforman los caminos de su conciencia, qué tan sinuosa se ha vuelto su voluntad, qué tan elevada su soberbia y arrogancia y qué tan honda y grave su ceguera y su indiferencia.

Por mi parte, no puedo renunciar a esta tarea de ser la voz incómoda que desde el desierto se hace oír, no puedo dejar de advertir a tiempo y a destiempo lo mucho que podemos desviar nuestros caminos, no me está permitido ignorar ni admitir las graves amenazas que la posmodernidad va vertiendo sutilmente en la conciencia y en el corazón del hombre. Sé que no debiera ser así, sé que no deberían ser tan pocas las voces del Bautista que recorren la comarca para predicar la salvación en Jesucristo, y no debiera ser así, porque todos estamos llamados a ser la voz que resuena en el desierto y hacerlo con tal fuerza que destape la sordera de los corazones de muchos. Queridos hermanos y hermanas, que no se silencie nunca la voz, que la Palabra que viene a nuestros desiertos no se vea privada de labios que quieran pronunciarla, y por supuesto, que nuestra voz vaya siempre acompañada de una vida congruente con la verdad del Evangelio.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Si quisiéramos resumir en breves puntos lo que el Evangelio nos ha enseñado hoy, tendríamos que enumerar la realidad de la salvación de Dios en Jesucristo que entra en la historia del hombre para revelarle su altísima vocación de hijo; luego, reconocer los desiertos interiores y externos a los que nos ha conducido nuestra manera mezquina de vivir; y por último, valorando el espacio de reflexión que trae consigo el desierto, prestar oídos a la Palabra que Dios nos dirige para atender a su invitación a la vida nueva que nos ofrece. No vaya a ser queridos hermanos, que aturdidos por tantos ruidos y voces no escuchemos a Aquel que viene, y no tengamos listo el corazón para recibirlo.

Hago mías las palabras que Pablo dirige en la segunda lectura a los cristianos de Filipos para confesarle a cada uno de ustedes, los deseos de mi corazón de pastor: siempre pido por ustedes, siempre oro por nuestra amada Diócesis de Campeche, mi esposa y vivo eternamente agradecido con Dios por tantos agentes de pastoral que colaboran con su Obispo en la causa del Evangelio. Estoy cierto que a pesar de las dificultades, Aquel que comenzó esta obra en ustedes, la obra de la fe y de la salvación, Él mismo la irá perfeccionando.

Dios es testigo de cuánto los amo con el mismo amor entrañable con que nos ama Cristo. Por eso hago mía la oración del Apóstol y le pido a Dios que su amor siga creciendo más y más y se traduzca en una profunda vida espiritual, así sabrán discernir lo mejor y permanecer limpios e irreprochables, llenos de frutos de santidad, cuando venga el Señor Jesús.

Ánimo.

+ Ramón Castro Castro
Obispo de Campeche
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