II Domingo de Adviento, “Paz en la justicia”

Escrito por Mons. Enrique Díaz Díaz

Baruc 5, 1-9: “Paz en la justicia y gloria en la piedad”
Salmo 125: “Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor”
Filipenses 1, 4-6. 8-11: “Llenos de frutos de justicia”
San Lucas 3, 1-6: “Hagan rectos sus senderos”

Sin un lugar de duelo

Se ha tornado taciturna, agresiva y desconfiada. Los primeros días parecía un torbellino desencadenado, buscando con afán su hijo desaparecido: denuncias y entrevistas, promesas y declaraciones, falsas pistas e ilusiones truncadas. Que si lo habían visto por allá, que un amigo tenía información, que fueron los zetas, que fue la policía, que pedirían rescate… Y a cada nueva esperanza, otra desilusión. Nada en concreto. Se unió a las protestas y a las marchas, gastó largas e interminables horas ante las oficinas. Denunció, agredió, insultó, y sólo queda la ausencia del hijo desaparecido. Ni una tumba dónde llorarlo, ni un cadáver que certifique su muerte. Parece que se lo tragó la tierra. Ya son casi cinco años, no lleva luto en sus ropas, pero lo lleva en el corazón, le han matado sus ilusiones; no tiene fecha de un aniversario para recordarlo y todos los días lo recuerda. “He perdido la paz, no creo en la justicia, estoy cansada de mentiras, ¿para qué quiero la vida? ¿Puede haber justicia en esta sociedad tan podrida y de tanto asco?”, dice como en susurro y con desaliento.

Dejar el luto

La imagen de esta madre desconsolada y llena de luto se parece mucho a la imagen de Jerusalén que llora sus muertos, que añora sus desterrados y que contempla sus ruinas y la terrible destrucción. Podría ser la imagen de tantos hogares de nuestra patria de muchas formas golpeados por la violencia, las injusticias, la miseria y el hambre. Hay ausencias que duelen y que nada las llena o sustituye. Hay dolor, hay enojo y hasta rabia por tanta injusticia. Y Baruc el profeta, que habla en nombre de Dios, ante las mismas ruinas de Jerusalén, se atreve a entonar un canto de esperanza y grita a voz en cuello: “Jerusalén, despójate de tus vestidos de luto y aflicción, y vístete para siempre con el esplendor de la gloria de Dios”. Quizás nosotros, como el sufrido resto de Israel, pensemos que Baruc está loco y que ya no queda esperanza. Pero Baruc insiste de muchos modos animando a Jerusalén, animándonos a cada uno de nosotros: “Ponte de pie, sube a la altura, levanta los ojos”. Quien ha puesto a Dios como su roca, quien realmente tiene fe, no puede resignarse a vivir en el luto y la oscuridad, se levantará no con las propias fuerzas, sino con la confianza en el Señor que todo lo puede pues “Dios mostrará tu grandeza a cuantos viven bajo el cielo”. Incluso se atreve a dar un nuevo nombre a aquella ciudad que ahora aparece descuajada de sus cimientos: “Paz en la justicia y gloria en la piedad”.

Enderezar los caminos

No es la paz barata y superficial que nos prometen las propagandas políticas, no es la felicidad comprada a plazos y retazos de salarios que ofrecen los comerciantes, no es la paz impuesta por la fuerza y sostenida por las armas, es la paz que nos viene a traer un niño que se atreve a hacerse el “príncipe de la paz” dormido entre pajas. Es la paz vivida y construida por Jesús en un tiempo concreto, en medio de poderes terrenales contrarios que sojuzgaban y oprimían a Israel, como muy claramente nos lo da a conocer San Lucas. Nos precisa los nombres y las fechas, tanto de los dirigentes políticos como de los dirigentes religiosos y la situación de aquellos tiempos, “donde vino la Palabra de Dios en el desierto”, para que comprendamos que es muy concreta la propuesta de salvación que nos ofrece nuestro Dios. Juan ha recibido la vocación de constructor de caminos y la palabra que viene sobre él lo lanza a proclamar que para la llegada del Señor se deben preparar, enderezar y limpiar. Sólo así alcanzaremos la verdadera paz y salvación.

“Paz en la justicia”

En el camino por el que nuestro Dios quería llegar hasta nosotros no debería haber montes de soberbia, ni valles de indignidad, ni barrancos de miseria, ni piedras de codicia y ambición que hicieran el camino escabroso e intransitable, ni senderos de dirección torcida y equivocada. En este nuestro mundo de corrupción y senderos torcidos la voz de Juan sigue resonando. El Bautista predica, con su palabra y con su ejemplo, un bautismo de conversión, de lucha sin cuartel contra la soberbia, contra la injusticia, contra la avaricia y la indignidad, contra la hipocresía y la mentira, contra las palabras egoístas y engañadoras. ¡Gran trabajo tendrá en nuestros días! ¡Riesgo grande de que quieran o queramos callarlo! Porque ofendería a algunos, porque despertaría a otros, porque su pregón puede lastimar a muchos. Hay quien se ufana de nuevas carreteras, de mejores autopistas, pero no nos damos cuenta que siguen los valles de ausencias y de hambre que deben ser rellenados; no somos capaces de contemplar las enormes montañas de injusticias y corrupción que tendrán que ser rebajadas; los tortuosos senderos del narcotráfico, de la violencia, de la trata de niños y mujeres, tienen que enderezarse. Sólo así podremos llamar a nuestra patria con un nombre nuevo: “Paz en la justicia”. Y la justicia empieza desde lo pequeño, desde el amor a la verdad y la fidelidad ante las mentiras e infidelidades en la familia, ante las triquiñuelas y chapuzas en el trabajo diario. La justicia comienza en la escucha atenta de la Palabra de Dios, su confrontación con nuestra vida diaria y en asumir las consecuencias que trae a nuestras vidas.

Mi vida, ¿un camino recto?

El camino del Adviento requiere allanar los senderos, enderezar los caminos torcidos y rellenar los profundos huecos que se han formado en nuestras vidas al margen de Dios. Para que la causa de la paz se abra camino en la mente y el corazón de todos los hombres y, de modo especial, de aquellos que están llamados a servir a sus ciudadanos, es preciso que esté apoyada en firmes convicciones morales, en la serenidad de los ánimos, a veces tensos y polarizados, y en la búsqueda constante del bien común nacional, regional y mundial. Solamente abriendo el corazón podremos hacer fructificar la Palabra. Pero la Palabra no debe quedar estéril, sino penetrar y transformar. El criterio para saber que ha llegado la Palabra es que nos abra a cada persona, sobre todo a los más pobres para que puedan ponerse de pie y caminar con dignidad, para que puedan participar del banquete mismo de la vida. San Pablo exige a los Filipenses que como seguidores y discípulos fieles se mantengan “limpios e irreprochables… llenos de frutos de la justicia para gloria y alabanza de Dios”.

¿Qué huecos o ausencias debo rellenar para preparar el camino a Jesús Niño? ¿Por cuáles caminos de injusticias van mis pasos? ¿Estoy comprometido en tortuosos senderos de corrupción? ¿Cómo hacer mi vida recta, limpia y agradable para que pueda ser “cuna del Salvador”?

Padre Bueno, que nos has enviado a tu Hijo Jesucristo como Palabra de vida,
abre nuestros oídos y nuestros corazones, para que, escuchándolo y siguiéndolo,
transformemos nuestro mundo en una comunidad, “Paz en la justicia y gloria en la Piedad”.
Amén.

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