Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México, en la peregrinación de los jóvenes de Tlapa a la Basílica de Guadalupe

Escrito por Mons. Christophe Pierre

“Al llegar la plenitud de los tiempos, envío Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos bajo la ley, a fin de hacernos hijos suyos”. Y esa mujer, elegida y predestinada desde toda la eternidad para ser la Madre del Hijo encarnado de Dios, es María, la humilde jovencita de Nazaret.

Queridas hermanas y hermanos: Me alegra encontrarme con ustedes y celebrar el Santo Sacrificio Eucarístico en la “casa” de Santa María de Guadalupe hasta la que han llegado peregrinos para expresarle, como hijos suyos que son, profunda gratitud por el don de su presencia en esta tierra y por el cuidado maternal que nos manifiesta a través de su hermosa Imagen estampada milagrosamente sobre la tilma de San Juan Diego.

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” -había dicho el Arcángel Gabriel a aquella jovencita de Nazaret-, “has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús (…). “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Y añadió: “Ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya va en el sexto mes la que llamaban estéril, porque no hay nada imposible para Dios”.

“Yo soy la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho”, contestó María con una madurez exquisita y con una actitud que indicaba cómo Ella era totalmente sierva del Señor, pero, también, que ella estaba pronta a ser, particularmente a partir de aquel momento que la unía de forma particularísima y definitiva al Redentor del mundo y a su misión, servidora del prójimo.

De suyo, como nos trasmite San Lucas en su Evangelio, acogido el anuncio de su maternidad y conocida la noticia de la maternidad de Isabel, María se puso inmediatamente en camino hacia el poblado donde vivía su pariente. Jesús comenzaba a formarse en su seno, y su presencia, penetrando el corazón de la Madre con la fuerza del amor y del servicio, inmediata y contemporáneamente la impulsa a salir al encuentro de quien la necesitaba, llevando consigo, en su mismo ser, al Salvador del mundo.

Así, dos mujeres llenas de fe y del Espíritu Santo se encuentran y, maravilladas, alaban juntas al Todopoderoso. La presencia de María lleva a Isabel una bendición que provoca gran gozo a la criatura que crece en su seno. María, por su parte, alaba y glorifica a Dios. Sus corazones se alegran porque Dios las ha mirado y su mirada ha sido fecunda.

“Dichosa tú, que has creído”, fueron palabras que Isabel dirigió a María, consciente de que había sido precisamente la fe de María y su obediencia en la fe, lo que la hacía para siempre dichosa, es decir, grande ante Dios y ante los hombres.

Queridos jóvenes de la amada diócesis de Tlapa. Ustedes, al igual que Isabel, hace cuatrocientos ochenta y un años tuvieron la dicha de recibir la visita de María Santísima, nuestra Madre y Maestra en la fe. Y al igual que en aquella ocasión, María, portando en su seno a su Hijo amado y lleno su corazón de amor y de Espíritu Santo visitó presurosa a los habitantes del nuevo pueblo que, no sin dolor, comenzaba a gestarse en las tierras mexicanas. Su presencia maternal, sus palabras llenas de cariño, su mensaje de confianza y de particular predilección hicieron que la naciente nación saltara de gozo al comprender que, en la presencia de María, se hacía también presente el Hijo Único de Dios; que esa presencia significaba y traía al México de entonces y de todos los tiempos, gracia y bendición.

Hace cuatrocientos ochenta y un años, María se puso en camino para ser “buena noticia” para los habitantes de las tierras de México, de América y del mundo entero. Ella, aunque ya glorificada, no quiso esconder su tesoro: su propio Hijo e Hijo de Dios; lo muestra y lo ofrece a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares para que, al igual que Ella, mediante la fe acogida y vivida, sean verdaderamente dichosos.

Ser dichosos desde la fe, al igual que María. Porque sólo con la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo se abren las puertas de la vida; sólo con la fe, que no es fruto de "una decisión ética o una gran idea, sino (...) encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus est Caritas,1).

Y ahora ustedes, sabiendo que en Santa María de Guadalupe encuentran gozo y bendición, no sin sacrificio, pero con gran entusiasmo han venido peregrinos en camino al Santuario del Tepeyac, santificado por la presencia de Santa María, la “Madre del verdadero Dios por quien se vive” y por la oración de generaciones de hombres y mujeres que a lo largo de los años se postran a sus plantas para agradecerle tantos favores y para poner confiadamente bajo su intercesión, sus proyectos y dificultades.

Su peregrinación es, entre otras muchas, una de las más bellas y significativas tradiciones que se han ido trasmitiendo de generación en generación en el pueblo mexicano creyente; verdaderas lecciones de vida cristiana que convocan y llevan a vivir mejor la piedad litúrgica, a participar consciente y activamente en la oración común de la Iglesia, a recibir el sacramento de la penitencia por el cual, confesando los propios pecados al sacerdote, se es perdonado; y también a participar en la Santa Misa, en donde todos podemos y debemos recibir la vida de gracia que se nos da en la Sagrada Comunión, especialmente los domingos.

Hoy, entonces, han caminado como hermanos, “en familia”, hasta la casa de Santa María de Guadalupe. Pero, ¿qué es lo que impulsa a no hacer caso a la fatiga, al cansancio y al sacrificio con tal de llegar hasta aquí?

Llegar en peregrinación al Tepeyac ciertamente tiene motivos diversos; pero, a la base, lo que los creyentes hacemos es algo muy sencillo y, al mismo tiempo sumamente importante: queremos hacer lo mismo que hizo Isabel: decirle a la Virgen María que la reconocemos como Madre del Verdadero Dios hecho hombre y como Madre nuestra. Queremos confesar ante el mundo y ante la sociedad nuestra convicción de que efectivamente la reconocemos como Madre, y también, como Reina de la Patria mexicana; como Madre de todos los llamados a ser discípulos misioneros de Jesús; como Madre de la Iglesia, Madre de la Unidad y de la Comunión.

Que la reconocemos, además, como manifestación de la infinita Misericordia de Dios que “llega a sus fieles de generación en generación”; que llega a nosotros por medio de Ella que se ha quedado en el Tepeyac para, desde ahí, en cada hogar y en cada corazón que quiera recibirla, sea encontrada e invocada.

Queridos hermanos: cada vez que contemplamos con fe y amor la bendita imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, vuelve a cumplirse lo que aconteció desde el principio: que junto al Evangelio que anuncia a Cristo, está también presente la Madre. Presente a favor de todos ustedes que dirigen su mirada hacia Ella como hacia una fuente de agua viva en la que es posible encontrar las energías necesarias para ser valientes y para proseguir el camino que conduce al encuentro cada vez más profundo con Jesús, no obstante las dificultades y los retos que la nueva época y el mundo en que vivimos nos presentan.

Este mundo que hoy tiende a sumergirse más y más en las tinieblas y que, por lo mismo, necesita de hombres y mujeres que siendo verdaderos discípulos misioneros de Jesús, saben, en todo lugar y circunstancia, profesar su fe con valentía y ser “hombres de la Iglesia en el corazón del mundo y hombres del mundo en el corazón de la Iglesia” (DP 209); mujeres y hombres de fe radical que, “con su testimonio y su actividad -leemos en el Documento de Aparecida-, (hagan) creíble la fe que profesan, mostrando autenticidad y coherencia en su conducta" (DA 210).

Cierto, no es fácil ser testigo de la fe, pero el Señor manifiesta su fuerza precisamente en la debilidad de los hombres que saben mantenerse en íntima comunión con Él desde la obediencia a la Verdad.

Y, entonces, viviendo particularmente este Año de la Fe con intensidad de espíritu y apertura al don de Dios, no dejemos espacio al desaliento; busquemos más bien la fuerza necesaria en la oración y en los sacramentos, para que sea el Señor quien guíe nuestros pasos, e invoquemos a María, estrella de nuestra vida, para que Ella nos acompañe a lo largo de nuestro paso por la historia en camino hacia el cielo.

Muy queridas amigas y amigos. María nos impele al dinamismo, a tomar parte en la batalla a favor de Dios y del hombre, a ser decididamente “buena noticia”. Como Ella, que premurosa se encaminó a casa de Isabel llevando a Jesús, encaminémonos también nosotros al encuentro de los demás para ofrecerles el mayor de los tesoros, la mayor de las noticias: a Jesucristo, Salvador de todo el hombre y de todos los hombres.

Sabemos bien que en esa lucha, ni la Iglesia ni nosotros los creyentes estamos solos. Es Santa María de Guadalupe quien nos dice: “¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?” ¡Ojalá y jamás lo olvidemos. Ella es nuestra Madre. Madre de cada uno y de cada una!. Ojalá que la confianza a Santa María de Guadalupe, se mantenga siempre viva en todos nosotros y en todos los mexicanos y mexicanas! Ojalá que jamás cesen de recurrir a Ella como auxilio seguro y a imitar su vida como camino hacia el cielo.

Pongamos pues bajo el manto de Santa María de Guadalupe nuestras personas con sus necesidades e intenciones, y pongamos también a cada una de nuestras familias y a todo el pueblo mexicano. Implorémosle por cada uno, por todo el amado pueblo que peregrina en Tlapa y por la humanidad entera.

Santa María de Guadalupe, Madre del Verbo Eterno, Madre de la Iglesia, Madre nuestra, Reina de México: ¡Gracias por tu inmenso amor! Virgen de Guadalupe: ¡Salva a tus hijos y alcánzanos a todos una fe semejante a la tuya! Amén.

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