“Sube a la altura, levanta los ojos y contempla a tus hijos”

Eucaristía celebrada en compañía de profesores y del equipo de Pastoral Educativa de la Arquidiócesis de Tlalnepantla.

Homilía del Segundo Domingo de Adviento (Ciclo C)

Así habla el profeta Baruc. Con estas palabras se dirige a Jerusalén, para que sea consciente y testigo, de lo que Dios va a realizar con los hijos de Jerusalén, que fueron sometidos, fueron cautivos a Babilonia, salieron a pie dice el texto, llevados por los enemigos; pero Dios te los devuelve llenos de gloria como príncipes reales.

Esta escena histórica del exilio y del regreso del exilio, del paso del sometimiento y de la esclavitud, a la libertad, es el texto al que se refiere el profeta Baruc y que hoy la liturgia en este segundo domingo del Adviento, nos presenta para nosotros hoy, para que también descubramos lo que Dios quiere hacer con nosotros. Por eso es bueno preguntarnos: ¿yo soy simplemente espectador de lo que Dios hace o soy partícipe?, ¿yo vengo a misa y participo de esta Eucaristía, recibiendo el dinamismo espiritual que Dios quiere hacer en mí, para que salga de todas mis esclavitudes, vicios, adicciones, pecado, limitaciones, fragilidades, problemas; y poder también yo, vivir la libertad, la justicia y la paz?

Esta es la propuesta de Cristo, para eso vino al mundo, por eso en este hermoso tiempo del Adviento, renace en el corazón de cada discípulo de Cristo, la esperanza. No es simplemente un anuncio demagógico, no es simplemente el recuerdo de algo que sucedió, que ya pasó y que no me toca a mí vivir. El dinamismo espiritual es una oferta actual que Dios nos hace, es una propuesta para cada uno de nosotros. Por eso insisto y quiero que cada uno de ustedes se pregunte, ¿vengo solo como espectador de esta Eucaristía o, vengo con el ánimo de participar y recibir lo que Dios me ofrece?, ¿qué es lo que Dios me ofrece? Cuando dice el texto del profeta Baruc que podrá Jerusalén ver este regreso glorioso de sus hijos, dice que es gracias a la voz del Espíritu; este es el primer elemento que debemos de considerar. Cada uno de nosotros es un espíritu vivo, no solamente tenemos nuestro cuerpo, el cuerpo vive gracias al espíritu; tenemos vida, porque tenemos espíritu que le da vida a nuestro organismo. Ese espíritu es el que se comunica con Dios, porque como cuerpo, Cristo ya no está físicamente presente, ya no lo podemos ver como vemos a nuestros prójimos, a quienes los vemos a través de sus cuerpos, de su rostro; a quienes saludamos con la mano o con la vista. A Cristo ya no lo vemos así, a Cristo hay que descubrirlo desde el espíritu.

Hay que escuchar entonces primero nuestro propio espíritu; este es un paso pedagógico, indispensable para suscitar ese dinamismo espiritual al que se refiere san Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado. Dice san Pablo: que su amor siga creciendo más y más y se traduzca en un mayor conocimiento y sensibilidad espiritual. La sensibilidad espiritual es este paso, es darnos cuenta de lo que sucede en nuestro interior. Por eso es tan importante el silencio, el cuestionarnos a nosotros mismos, el dejar escuchar la voz de mi espíritu, para dar el segundo paso, el que nos dice el Evangelio: vino la Palabra de Dios en el desierto, es decir, Dios se va comunicando con nuestro propio espíritu.

La Palabra de Dios cae en el desierto, en el silencio, cuando nosotros estamos atentos para escuchar; a eso venimos a la Eucaristía, por eso ustedes están en silencio en este momento, abriendo sus oídos, escuchando lo que fue proclamado de parte de Dios. Así como vino en el tiempo de Juan Bautista, la Palabra de Dios, así también viene hoy, es dirigida a nosotros. Este desarrollo espiritual, esta sensibilidad espiritual, nos hará ir percibiendo la acción del Espíritu de Dios en nuestro propio espíritu. Nosotros somos testigos de la acción que va haciendo Dios, para nosotros también ser testigos de lo que dice el Evangelio de hoy: “hagan rectos sus senderos, todo valle será rellenado, toda montaña y colina rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos verán la salvación de Dios”. Es decir, si adecuamos nuestra vida a esta Palabra de Dios, si le damos crédito a lo que Dios nos va enseñando en la persona de Cristo, nosotros vamos a ir viendo como lo tortuoso, lo apasionado, lo desbordado, lo incorrecto, lo pecaminoso, lo adictivo; va siendo vencido. Es todo un dinamismo, es paso a paso, pero hay que iniciarlo y hay que ser testigo de ese paso.

Esto es a lo que estamos invitados en el Adviento. No estamos repitiendo simplemente un ciclo porque toca, porque ya llegó el tiempo, sino que es la ocasión propicia y oportuna para renovar nuestro espíritu, en el Espíritu de Dios, para que como lo decimos de una forma ya muy popular: ¡Que Cristo nazca en nuestros corazones!, que se vaya configurando nuestra persona con la persona de Cristo. A eso estamos llamados, Dios quiere divinizarnos, participarnos su naturaleza divina, por eso somos hijos de Dios desde el bautismo.

Todos estos aspectos, para poderlos asimilar y para poderlos vivir, es necesario compartirlos en espacios de formación, por eso agradezco las iniciativas de este equipo de pastoral educativa, que ofrece estos cursos para irnos formando, como tantos otros que se están ofreciendo en nuestras parroquias y aquí mismo en la Catedral.

Debemos formarnos para ser auténticos discípulos de Cristo, para que también nosotros seamos testigos, desde nuestra propia persona, del paso de la esclavitud y adicción, a la libertad y a la paz.

Que así sea.

+ Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla
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Nacional