Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México en la Eucaristía de “Unión Femenina Católica Mexicana”

Escrito por Mons. Christophe Pierre

Queridas hermanas,

"¿Creen que puedo hacerlo?", preguntó Jesús a los dos ciegos que gritando suplicaban: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”.

Una pregunta que perfectamente puede hacer a cada una y a cada uno de nosotros el Señor. Y de suyo nos la hace. La hace a ustedes, mujeres de la “Unión Femenina Católica Mexicana” que, individual y asociativamente tienen como propósito y objetivo promover, en comunión y bajo la dirección de sus pastores, la evangelización integral de la mujer como miembro vivo y eficaz de cada iglesia doméstica, que trabaja por hacer de su propia familia una verdadera comunidad donde se crezca en la fe y se viva el compromiso cristiano, para así contribuir eficazmente a la transformación, en Cristo, de las personas y de los diversos ambientes concretos: la parroquia, la diócesis, las estructuras sociales. Un objetivo que reclama coherencia, empeño y esfuerzo, pero sobre todo, fe; pues la tarea, particularmente hoy, es desafiante.

“A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los avances de la tecnología, -ha dicho recientemente el Santo Padre Benedicto XVI-, el hombre de hoy no parece ser verdaderamente más libre, más humano, permanecen todavía muchas formas de explotación, de manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia. Además, un cierto tipo de cultura ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, en aquello que es posible, a creer sólo en lo que vemos y tocamos con nuestras manos” (Benedicto XVI, Catequesis 24.X.2012).

Nuestra sociedad, en efecto, es hoy una sociedad que parece debilitarse cada vez más; en la que al bien se le llama mal y al mal bien. En la que se prefiere la mentira a la verdad. En cuyos espacios públicos y privados se pretende hablar con autoridad desde la ignorancia y se ignora la autoridad de la verdad. Una sociedad en la que se alargan los espacios a la libre sexualidad y a la violencia que tiende a vérsele casi como algo “normal”; en la que no pocos luchan contra la vida del no nacido y, por otra parte, se manifiestan contra las “corridas de toros”. Una sociedad en la que se quisiera hacer desaparecer a Dios, para seguir adorando a sus propios ídolos.

¡Sí! Necesitamos de fe. De una fe firme y coherente. “Necesitamos amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos. La fe nos dona precisamente esto: una confiada entrega a un "Tú", que es Dios, que me da una certeza diferente, pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia” (Ibid.).

La sociedad está dolida. Pero si esa misma realidad, así tangible y real, la contemplamos con la mirada de la fe, deberemos afirmar que, no obstante todo, aún hay lugar para la esperanza.

Es este uno de los mensajes que el Evangelio apenas proclamado quiere trasmitirnos hoy al hablarnos de dos ciegos. La ceguera es la ausencia de visión. El problema no es que no exista lo que realmente existe; el problema está en que, muy frecuentemente y con demasiada facilidad el ser humano no ve o no quiere ver la verdad.

Jesús dirigió una pregunta retadora a los dos ciegos: "¿Creen que puedo hacerlo?". Y esa misma pregunta nos la hace a nosotros: "¿Creen que puedo hacerlo?".

En realidad, a Dios nada le costaría mostrar a todos, sobre todo a los incrédulos, acciones irrefutables que manifestaran la tan anhelada evidencia divina que muchos desean y esperan para, supuestamente, decidirse a decir que Dios realmente existe y que debe ser seguido. Pero el poder de Dios no es soberbio, sino amoroso. El soberbio busca siempre imponerse y mostrarse irrefutable para que nadie muestre oposición a su postura y a su ser; prefiere la dominación, más que la comunión; la suya se vuelve una imposición, más que una relación. Si el modo de comportarse de Dios con el hombre fuera de ese modo, jamás se daría una relación personal, una relación de amor.

Pero Dios -nos dice el Apóstol San Juan-, “Es Amor”. Más aún, nosotros los seres humanos somos fruto y objeto de ese amor; “y este amor –dice San Juan-, no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero (1Jn 4,10). Dios no crea por necesidad. Dios crea por voluntad, pero no por aquella voluntad del “se me ocurrió” ó del “porque quiero” que ningún sentido tendría. El sentido de la voluntad de Dios, el por qué Dios decide libremente crearnos es: ¡por amor! El amor es la única razón por la que cada uno de nosotros existe.

Y es precisamente en y desde esa relación que se da el diálogo de Jesús con los dos ciegos: "¿Creen que puedo hacer lo que me piden?". "Sí, Señor", dirán ellos con fe y confianza. Un diálogo, un camino que sin duda es el menos fácil, pero que sí es el más dignificante para el ser humano. Dios pregunta al ser humano, es decir, entra en diálogo con él respetando totalmente su libertad personal. No impone su fuerza, sino que busca la relación personal, y en esta relación dialógica hay dignificación porque, a la base, se apoya en lo que a fin de cuentas dignifica al hombre haciéndolo semejante a Dios: el amor.

“¿Creen que puedo hacerlo?”. Pregunta amable y misteriosa a la que el ser humano debe dar su respuesta desde el amor. ¡¿Creen?! Ahí está todo: ¿creen? Los ciegos responden: "Sí". Un sí que busca adentrase en el poder divino y, al mismo tiempo, pide y espera, con una esperanza que no defrauda, que éste poder divino se haga presente. Un acto de fe hecho desde su conciencia de estar ciegos. Se dan cuenta de su ceguera y saben que no pueden "ver"; toman conciencia de ello; y es entonces y sólo entonces que entran en diálogo con Dios en Jesús. Los ciegos saben que necesitan la luz para poder ver, y cuando descubren esa necesidad se abren, a través de la fe, a la certera posibilidad de ver.

El problema se da cuando el ciego piensa que su ceguera es lo normal, que lo único que existe es lo que logra “ver”, esto es, oscuridad. Los ciegos del Evangelio, en cambio, son conscientes de su ceguera, y quieren ver. Y esto es lo fundamental, también para nosotros. Es aquí que está el eje que debe guiar nuestro existir y el fin que los discípulos misioneros de Jesús debemos pretender: ver, partiendo de la conciencia de la necesidad ineludible que tenemos de “ver”, y trabajar para lograr que también nuestros hermanos logren ver. Lograr que nuestra sociedad, también a través de nuestro testimonio y palabra, se dé cuenta de su propia oscuridad y que es posible ver más allá de lo que ahora se ve. Que redescubra que lo que se ve sólo con los sentidos no lo es todo. Que pueda ser sanada de su grave ceguera. Que pueda descubrir, encontrar, conocer, amar, seguir a Dios, en Cristo Jesús, Rostro visible del Padre. Que pueda creer y pueda, entonces, entregarse al Señor desde, en y para el amor.

Porque “la fe –dice el Santo Padre-, no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego libremente a un Dios que es Padre y que me ama, es adhesión a un "Tú" que me da esperanza y confianza (por la cual) sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada uno de nosotros (...). En la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre nos muestra, de la forma más luminosa, hasta dónde llega este amor, hasta darse a sí mismo hasta el sacrificio total” (Ibid.).

¡Qué bello y que gran bien obtendríamos si lográramos tener la fe de los ciegos que no temen dirigirse a Jesús a gritos! Si lográramos relacionarnos con Dios con fe viva. Si lográramos hacer de nuestra relación con Jesús, una relación viviente, una amistad, una alianza que se vive desde la certeza del saber, por la fe, quién es Él.

Queridas hermanas. Vivimos un año de gracia: el Año de la Fe. Año privilegiado que nos invita e impulsa a restaurarlo todo en Cristo. Ese todo que siempre comienza por uno mismo: restaurar nuestro ser sabiendo recomenzar día a día desde Cristo, hasta no lograr, con Pablo, que “no sea yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí”.

Las invito, pues, a servirse intensamente de este Año de la Fe para impulsar su encuentro íntimo y personal con Jesucristo, y para, desde ahí, favorecer el encuentro de todos con Cristo Jesús, particularmente de cada uno de los miembros de sus respectivas familias y de toda la “Unión”. Sean conscientes de que sólo así será posible realizar el proyecto que Dios tiene sobre cada una de ustedes en cuanto imagen suya y en cuanto mujeres que no abandonan su femineidad por miedo al “qué dirán”, ni la diluyen en un malentendido sentido de igualdad. La acogida, la comprensión, la ternura, la fortaleza, la donación son, ente otras más, características sobre todo, pero no exclusivas, de la mujer. Pero, antes de ello, son prerrogativas divinas que ustedes, pero también todos los seres humanos estamos llamados a reflejar, si bien con las modalidades propias que derivan de nuestro ser hombre o mujer.

La experiencia espiritual de tantas mujeres, tanto del pasado como del presente demuestra que, gracias a su predisposición a la maternidad, que les permite entrar en el mundo interior del otro y entenderlo desde dentro, la mujer es particularmente idónea para la tarea evangelizadora. También porque, -como leemos en la Encíclica Evangelium Vitae-, "en el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un nuevo feminismo que, sin caer en la tentación de seguir modelos machistas, sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia, de explotación” (Evangelium Vitae, 99).

Queridas hermanas: María, Madre de la Iglesia, es presencia ejemplar, paradigma y modelo en la Iglesia, y es también modelo de toda mujer y de todo hombre. Encomendémonos a su intercesión y protección y dirijamos permanentemente a Ella nuestra mirada para aprender a ser miembros fieles y comprometidos de la Iglesia. Contemplémosla como modelo de identificación con el Hijo y de docilidad y disponibilidad al Plan de Dios.

Que Ella obtenga para todas y cada una de ustedes, a toda la Unión, a sus familias, a la Iglesia y a todo el pueblo mexicano por Ella tan amado, la abundancia de las gracias, dones y bendiciones del cielo.

Así sea.

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Nacional