Santa María de Guadalupe: “¡Salva a nuestros pueblos!”

Escrito por Mons. Alberto Suárez Inda

Estamos congregados, por la Gracia de Dios, para celebrar en el Segundo Domingo de Adviento, la fiesta de Santa María de Guadalupe, la mujer que nos entregó al Hijo de sus entrañas, “el verdadero Dios por quien se vive”, la primera evangelizadora que fue presurosa, igual que a las montañas de Judea, también al valle del Anáhuac para compartirnos la dicha que brota de su corazón creyente.

En este Año de la Fe, la contemplamos a Ella como modelo de discípula; la que antes de engendrar a Jesús en su seno lo acogió en su corazón al aceptar el anuncio del Ángel, sin exigir otras señales prodigiosas. La gran señal, la única señal que le ofrecen los designios misteriosos de Dios, será la Palabra que se hace carne, que se rebaja y se despoja de todo privilegio para ser “Dios con nosotros”. Este Jesús que nació en Belén es el Emmanuel de los pobres y de los oprimidos, el que nace bajo la ley para rescatarnos de todo yugo, el verdadero libertador que nos comparte su inigualable dignidad al hacernos hijos de Dios, su Padre.

El Papa Benedicto XVI nos invita en su Carta “Porta Fidei” a “redescubrir el camino de la fe para que se manifieste con una evidencia siempre mayor el gozo y el renovado entusiasmo del encuentro con Cristo”. Este ha de ser el sentido y el propósito de nuestra Eucaristía y del regocijo que hoy nos embarga.

“Dichosa tú, que has creído”, ésta es la felicitación de Isabel a su prima. Ahí está la clave, la condición esencial para encontrar la felicidad verdadera. En el mensaje del Tepeyac, la Señora del Cielo descubre a Juan Diego el secreto para gozar de la paz en el corazón, de la confianza y la alegría. “¿Qué te aflige? ¿No estás bajo mi protección?” La cercanía y la delicadeza de la Madre de Dios abren el camino al Evangelio que predicaban los misioneros poco después de la violenta conquista por parte de los invasores.

La conversión masiva de los naturales, más que resultado de una estrategia humana, se explica por esta manifestación prodigiosa de la Virgen María. Así como al entrar en la casa de Isabel su saludo hizo saltar a la criatura en el seno de su madre, allá es todo un pueblo el que experimentó de modo semejante el gozo del encuentro con Cristo.

En su exhortación Apostólica “Ecclesia in America”, el Beato Juan Pablo II señala cómo “a lo largo del tiempo ha ido creciendo cada vez más en los pastores y en los fieles la conciencia del papel desarrollado por la Virgen en la evangelización del continente… a Ella se debe el fortalecimiento de la fe en los primeros discípulos” (11), haciendo referencia al Evangelio de San Juan que concluye la narración del primer milagro de Jesús en Caná de Galilea afirmando que ahí “realizó su primer milagro y sus discípulos creyeron en Él”.

A propósito de esto, recuerdo con gran emoción lo que vivimos los Obispos participantes en la asamblea del Sínodo para América, cuando concelebramos con el Beato Juan Pablo II la Eucaristía de clausura en la Basílica de San Pedro, el 12 de diciembre de 1997. Junto al altar de la confesión estaba la preciosa imagen de la Guadalupana que se venera en la capilla de nuestro Colegio, adornada con rosas. Poco más de un año después, el 23 de enero de 1999, fue personalmente el Papa a México a entregarnos, en el Santuario del Tepeyac, la Exhortación postsinodal Ecclesia in America, en la que retoma una observación fina y profunda que ya había hecho en 1992 en la Conferencia Episcopal de Santo Domingo: “En el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, en Santa María de Guadalupe, América ha reconocido un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada” (11).

Si el Evangelio no logra inspirar la vida de un pueblo, si no transforma los criterios de la gente, las relaciones interpersonales, y todo el entramado social, se queda en la superficie como un simple barniz según la expresión usada por Pablo VI en la “Evangelii nuntiandi”. Lo interesante, lo más valioso del acontecimiento guadalupano, es esa inculturación, esa encarnación del Evangelio; no sólo la figura exterior, el color de la piel o las facciones del rostro, sino la profunda trasformación que dignifica al indígena, que le da identidad de hijo y lo constituye en alguien merecedor de toda confianza, que lo lanza a ser testigo e instrumento de la obra de Dios ante el mismo Obispo, Fray Juan de Zumárraga.

Y, a propósito de Obispo, no puedo resistirme a hacer referencia a la obra del Siervo de Dios Vasco de Quiroga, de quien soy indigno, pero con orgullo, sucesor. Con amor entrañable, visceral (era el término que usó para referirse al amor que profesaba a los indios) supo evangelizar al pueblo purépecha, reconociendo y valorando sus grandes cualidades, la capacidad para vivir en armonía y paz, para hacer realidad el Evangelio a semejanza de los primeros cristianos, viviendo el amor y solidaridad en los pueblos-hospitales, por él fundados, aprovechando sus aptitudes para crear obras bellas.

Con cariño paternal educó a quienes logró conquistar suavemente y los formó, según él decía, como se modela la cera blanda. Precisamente en estos días podremos admirar en el Vaticano figuras de cera y de caña de maíz con imágenes autóctonas representando el misterio del Nacimiento de Jesús, que conmemoraremos el mundo entero en la próxima Navidad.

En las circunstancias duras y dolorosas que viven nuestras comunidades, necesitamos urgentemente no sólo el consuelo y el bálsamo de la ternura maternal de Santa María de Guadalupe, sino también el vigor y la valentía que nos infunde la Mujer que denunció las injusticias y confió en el poder de Dios “que colma de bienes a los pobres y despide sin nada a los poderosos”.

En la oración de la Misa hemos pedido a Dios la gracia de “profundizar en nuestra fe buscando el progreso de nuestra patria por caminos de justicia y de paz”. Justicia y paz son ante todo un don y una gracia que hemos de suplicar con humilde confianza, por intercesión de María de Guadalupe a su divino Hijo. Hoy más que nunca hemos de insistir en la oración, capaz de doblegar los corazones. Pero la justicia y la paz son también una tarea en la que hemos de comprometernos con perseverancia y sabiduría, con paciencia y fortaleza, sabiendo que sólo así podremos cumplir el encargo que nos dejó Santa María de Guadalupe al pedirle a San Juan Diego, precisamente hoy, 9 de diciembre día de su fiesta, se le construyera una Casa, se le ofreciera un Hogar, donde Ella quiere mostrarnos su misericordia y compasión.

Los invito a que extendamos nuestra mirada “más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el continente”, recordando lo que nos señalaba el Beato Juan Pablo II que “no sólo en el Centro y en el Sur, sino también en el Norte del continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina y Patrona de toda América Estrella de la primera y nueva evangelización” (Ecclesia in America 11).

Unámonos desde hoy con el espíritu abierto al inicio de la celebración del Congreso sobre la “Ecclesia in America”, que precisamente en estos momentos se realiza en la Basílica de San Pedro, encomendando a Nuestra Señora de Guadalupe la Misión Continental en la que están empeñadas nuestras iglesias particulares.

Santa María de Guadalupe, Reina de América, salva a nuestros pueblos y conserva nuestra fe.

Homilía en la Concelebración Eucarística efectuada en el Colegio Mexicano de Roma, el pasado 9 de diciembre.

+ Alberto Suárez Inda
Arzobispo de Morelia
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Nacional