Domingo III de Adviento: “Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer?”

Escrito por Mons. Ramón Castro Castro

INTRODUCCIÓN

Entre las muchas imágenes que circulan por la red y que tocan a las puertas del correo electrónico, hay una que en especial me llamó la atención: muestra a un niño indigente, casi un bebé, apenas con un pedazo de pan y a un lado una frase punzante: “no tengo miedo que el mundo se acabe en el 2012, tengo miedo de que el mundo siga igual, sin ningún cambio”.

Y es que efectivamente, el alboroto periódico que se suscita en torno al fin del mundo, haciendo mancuerna con ciertas fechas enigmáticas, no logra cambiar en nada el mundo en que vivimos; se trata de un falso temor que no modifica la existencia, de una efímera psicosis colectiva que a lo más, asusta pero no transforma. Pasó el 12 del 12 del 12 y nada…seguramente pasará el 21 de diciembre, cuyo solsticio es el último en el calendario maya, y nada… No se acaba el mundo, y lo que es peor, tampoco mejora.

Hoy estamos celebrando el tercer domingo del tiempo de adviento, tiempo que nos dispone a celebrar y agradecer la venida del Hijo de Dios en nuestra carne, y que a su vez, nos recuerda ese permanente adviento que es la vida del hombre que aguarda la llegada en plenitud de su Señor.

Se supone que conforme avanza el adviento, el corazón del creyente se encuentra más preparado a la venida de Cristo; se supone que la conciencia se ha purificado en el manantial de la misericordia de Dios y que hemos confrontado nuestra vida para mejorarla; se supone que hemos detectado las fallas que hasta hoy hemos cometido y que conocemos mejor los puntos débiles que nos hacen flaquear.

No podemos permitirnos, queridos hermanos y hermanas, recorrer todo el adviento y permanecer igual que antes, igual que siempre; no podemos permitirnos acercarnos al fin de un año más sin caer en la cuenta de la brevedad de esta vida y en la urgencia de recuperar lo importante; no podemos permitirnos sobrevivir a muchos “fin del mundo”, y que nuestro anquilosado y malicioso mundo sigan inamovible y floreciente.

Si en realidad queremos que este adviento no se sume a los muchos que hemos vivido ya y que no pasan de alterar la apariencia de nuestros hogares y de las calles, y no pasan de afectar la economía y hacer más difícil la cuesta del nuevo año; si queremos que la navidad no se reduzca a una fecha de calendario que una vez vivida nos despierta a la cruda realidad de siempre, no dejemos de escuchar con el corazón abierto y sin barreras, la Palabra que Dios nos dirige, la constante voz que clama en nuestros desiertos urbanos, las interrogantes que nos lanza certeramente para confrontar la vida. Dichosos los que aún se preguntan –como lo hacen los personajes del evangelio a Juan el Bautista-, ¿qué tenemos que hacer? ¿qué es preciso cambiar para cuando llegue el Mesías nos encuentre dignos de su reinado? ¿qué hemos dejado pasar en nuestra vida que nos priva de la paz, de la alegría y de la salvación que anhelamos profunda-mente?

Hoy el Bautista nos da la clave para convertirnos a Dios, y a su vez, nos revela el secreto para que podamos vivir el mandato del Apóstol Pablo: ¡Estén siempre alegres! Deseo vivamente que este tiempo de gracia nos muestre el camino de la verdadera alegría, aquella alegría que se hace eterna en la presencia de Dios.

1. SÓLO LA MATERIA PRIMA

El Evangelio de hoy comienza directamente con preguntas. Estas interrogantes son lanzadas al Bautista por tres sectores diferentes: gente del pueblo, publicanos y soldados. Cada voz es diferente, pero la pregunta es siempre la misma: ¿qué debemos hacer?

Resulta que muchos han escuchado las exhortaciones de Juan, muchos se han sentido cuestionados por su manera de hablar y la dureza de sus palabras; han sentido quizá escalofríos al escuchar que los llama raza de víboras, que les exige a cambio de sus hipocresías los frutos sinceros de arrepentimiento, que les prohíbe acallar sus conciencias con meras invocaciones huecas y superfluas; le ha calado hondo la advertencia de que el árbol que no produzca buenos frutos será arrancado y arrojado al fuego.

La predicación incisiva y franca del Bautista les ha engendrado la misma cuestión: ¿qué debemos hacer? A los primeros les ha exhortado a compartir en la caridad y la justicia lo que tienen de sobra. A los segundos los ha llamado a la honradez y la justicia; y a los últimos, les exige justicia, rectitud de conciencia y honestidad.

Si bien a cada cual le dirige un llamamiento, ciertamente no se trata de un recetario de virtud, ni de una nueva carga normativa a la que tengan que ceñirse escrupulosamente. Por el contrario, Juan el Bautista les regala la materia prima de su conversión y por ende, de su salvación, pero cada uno habrá de asumirla, adaptarla y aplicarla a su propia experiencia y vida. Esta materia prima que nos revela Juan, y que también es para nosotros, es sencillamente la justicia y la caridad, sólo por distinguirlas puesto que del amor deriva toda virtud.

Quien tenga dos túnicas dé una al que no tiene, y quien tenga comida que comparta, es una ley urgente y difícil en nuestros días; urgente, por la abismal brecha entre los pocos ricos y los muchos pobres que hace que la miseria azote con fuerza a grandes sectores desprotegidos y vulnerables, por lo aciago de la situación de la economía mundial, por lo alarmante de las necesidades que sufren algunos; y difícil, porque el individualismo galopante nos ha hecho creer que lo único importante somos nosotros mismos y nuestros intereses, porque el egoísmo aberrante nos ha hecho indiferentes y fríos ante el hermano necesitado y ha dejado de dolernos el sufrimiento ajeno. Hoy más que nunca se vuelve actual la exhortación de San Ambrosio cuando decía: “Cuando alguien roba los vestidos a un hombre, decimos que es un ladrón. ¿No debemos dar el mismo nombre a quien pudiendo vestir al desnudo no lo hace? El pan de sobra que hay en tu despensa pertenece al hambriento; el abrigo que cuelga, sin usar, en tu guardarropa pertenece a quien lo necesita; los zapatos que se están estropeando en tu armario pertenecen al descalzo; el dinero que tú acumulas de más pertenece a los pobres”.

No cobren más de lo establecido se torna una llamada de atención para quienes prestan algún servicio, pero también para quienes en lo ordinario de la vida podemos aprovecharnos del que menos tiene o del más débil para nuestro beneficio. Al respecto, san Basilio denunciaba: “Tú miras el oro, y no miras a tu hermano: reconoces el cuño de la moneda y disciernes la genuina de la falsa, y desconoces de todo punto a tu hermano en el tiempo de necesidad. Quien ama al prójimo como a sí mismo no acumula cosas innecesarias que puedan ser indispensables para otros”.

No extorsionen a nadie ni denuncien falsamente, sino conténtense con su salario, parecería una denuncia de pleno siglo XXI, directa al blanco y atinada a nuestros tiempos. Esas formas fáciles de vivir a costa del otro, de enriquecerse sin esfuerzo y sin trabajo, terminan por fomentar en el hombre la ambición que no conoce límites, imponiendo un juego desigual de corrupción e injusticias. Ciertamente los destinatarios primeros son aquellos que viven del atropello, pero no es menos adecuado para quienes caemos en esas denuncias falsas, comunes y corrientes, como son la crítica, la calumnia; y en los chantajes en cualquiera de sus presentaciones.

En conclusión, la mejor manera de estar preparados, lo mejor que podemos hacer para no vernos excluidos de la salvación que nos trae Jesucristo, es acostumbrarnos a vivir en la justicia, virtud según la cual se da y se reconoce a cada uno lo que corresponde; y en el amor que colma todas las medidas y se rige siempre por la generosidad, el bien ajeno y el reflejo con que nos ha amado el Señor.

Es sumamente interesante que el Evangelio a nadie exige que abandone su oficio, que se dedique a otra cosa, que corte de tajo lo que son y lo que hacen, sino que la exigencia de la conversión consiste en hacerlo de una manera honrada, en desempeñar su trabajo en la verdad y rectitud, en vivir conforme a la justicia y al amor.

Ojalá también de nosotros brote hoy esa inquietud: Yo como Obispo, ustedes como consagrados, como esposos, como hijos, como profesionistas, como empleadores, como obreros, como estudiantes, y sobre todo como cristianos ¿qué tenemos que hacer? Y sepamos traducir esta justicia y esta caridad a las que nos llama el Evangelio, a cada momento de nuestra vida, a cada cosa que emprendamos y en cada vocación a la que Dios nos ha llamado.

2. LA PARADOJA DEL BAUTISTA

Todo en Juan es una contradicción. Desde el principio, concebido por una mujer estéril y anciana, contradecía la lógica natural. Ahora, viviendo en el desierto en solitario, sin frecuentar la sinagoga ni someterse a los preceptos emanados de la ley mosaica, choca con los hombres religiosos de su tiempo. Su estilo de vida, su rústico indumento, su singular dieta y el fuego de sus palabras lo hacían distinto a cualquier profeta. Su contraposición a los estándares sociales y religiosos llevaron a muchos israelitas que esperaban la llegada del Mesías, a suponer que se trataba de Juan. Cualquiera que buscara hambrientamente el poder y la fama hubiera aprovechado la ocasión para dejarse honrar, para satisfacer sus aspiraciones, y sin embargo, es el mismo Bautista quien saca de dudas a sus seguidores, con tal claridad de conciencia que habla de un espíritu libre.

Su bautismo es de agua, mientras que aguardan un bautismo con Espíritu Santo y con fuego; a los ojos de muchos Juan es grande, pero se acerca uno que es más poderoso que él, a quien ni siquiera merece desatarle las correas de sus sandalias; el Bautista habla con firmeza, ardor y valentía pero quien llega tiene el bieldo en su mano para separar el trigo de la paja; anuncia tragedias y amenaza con el día de la ira del Señor, pero en el fondo, el contenido de su predicación es buena noticia para todos los que esperan la liberación.

Si el domingo pasado apenas escuchábamos resonar una voz en el desierto, hoy ese grito se ha hecho más fuerte y ha llegado a más oídos que nunca. Aquella voz que clamaba solitaria en despoblado, ahora tiene un nombre.

Juan es esa figura enigmática que cuestiona a su paso, que confronta a través de los siglos a todo hombre que se conforma a los criterios de este mundo, que causa reacción natural ante la paradoja de su apariencia, de su vida y de su mensaje.

Cuando el pueblo está en expectación, se vuelve más vulnerable y fácil de engañar. Han pretendido reconocer en el Bautista al Mesías que tanto esperaban. La humanidad de hoy, incluso inconscientemente, está también en expectación: espera que la situación compleja de los poderes y las riquezas no dure mucho tiempo; espera que la medicina consiga todas las respuestas y que la tecnología agote todas las posibilidades de progreso; espera que al fin se encuentre el secreto de la eterna felicidad y exista en alguna parte el remedio contra el deterioro natural; espera que sean satisfechos todos sus deseos genuinos que anidan el corazón humano y espera también que el mundo pueda tomar un nuevo rumbo; la humanidad espera que cesen de una vez las guerras y no haya en ninguna parte rostros de hambre, miseria y dolor.

Pues mientras espera tantas cosas, el hombre es presa fácil de falsos mesías que prometen y ofrecen remedios que no existen, que seducen con propuestas que buscan responder a las aspiraciones naturales, que engañan y viven de la ingenuidad de los otros, que confunden y siembran terror en los más débiles.

Pero he aquí que hay un profeta de recta conciencia y de magnífica honradez, que no usurpa puestos ni persigue poder, uno que se sabe simplemente el precursor indigno de desatar las sandalias, uno que reconoce que apenas su bautismo de agua y arrepentimiento sirve de preparación para el verdadero Bautismo, uno que no pretende engañar sino sacudir las conciencias para que el hombre escuche la buena noticia de la salvación que se acerca.

Ojalá que la presencia de Juan el Bautista en nuestro adviento sea un signo elocuente que llame a la reflexión de la propia vida, nos ayude a distinguir entre tantos ídolos al verdadero y único Mesías, Jesucristo, y preparemos el corazón de modo que no quedemos excluidos del gozo de la buena nueva del Reino.

3. EL DISTINTIVO CRISTIANO

Este tercer domingo del tiempo de adviento es tradicionalmente conocido como la dominica de Gaudete, palabra latina que significa “Alégrense”, tomada justamente de la segunda lectura, de la carta de Pablo a los filipenses. A la mitad del camino de este tiempo litúrgico, la Madre Iglesia nos recuerda el matiz y motivo de nuestra interiorización, de nuestra reflexión, del análisis de vida y preparación. Nos disponemos a celebrar el amor de Dios que entrega a su propio Hijo para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna. Y es precisamente esta, una noticia de alegría, una razón para la esperanza y la fe. Quien se acerca no es el verdugo ni el capataz, no es el ogro ni el antagonista de los cuentos, es el Salvador, aquel por cuya encarnación hizo posible la redención en la cruz, asumiendo todo lo que es genuinamente humano. Viene solidario con todo el género humano y viene a recrear al hombre que por su libertad se había alejado de su Creador por el pecado.

La mística de este domingo de Gaudete, condensa el sentido auténtico del adviento: estar siempre alegres en el Señor. El adviento es el tiempo de la noticia, de la buena nueva que advierte al mundo mejores momentos, es el grito de liberación que la humanidad por muchos siglos ansiaba escuchar.

Esta alegría la desea ya para Sión el profeta Sofonías en la primera lectura que escuchamos: “Da gritos de júbilo Israel, gózate y regocíjate de todo corazón Jerusalén. La sentencia ha terminado, serás libre de tus enemigos; el Señor estará en medio de ti y no sentirás temor frente a nadie.

Israel es un vivo testimonio de que la presencia de Dios es fuente de bendición y de alegría, lo que nos hace desear más vivamente la llegada de Jesús, de una vez en nuestra vida, y en su retorno definitivo con gloria y majestad.

No se trata de una alegría fingida, ni temerosa; no se trata de un gozo que se reserva con el miedo a quedar defraudado. Se trata de una alegría a gritos, de un gozo profundo que se sabe cierto y fiel. ¿Qué puede entristecer el corazón de Israel si la causa de sus tristezas será desterrada, si la suerte de sus adversarios se trocará en desgracia, si sus enemigos se enfrentarán a la derrota? El gozo que propone el profeta Sofonías es un gozo nacido de la certeza de que el Señor está en medio de ellos, de la confianza en la fortaleza de Dios que los libra de los enemigos, de la seguridad de que todos los adversarios han sido vencidos.

El Apóstol Pablo, por su parte insiste repetidamente en vivir siempre alegres en el Señor, como una señal de la confianza sólida e imperturbable en Dios, de la que se desprende la benevolencia, la amabilidad, la paz, la súplica y la alabanza agradecida.

Un corazón puede estar quieto y en paz sólo en la medida en que no se deja invadir por sus miedos y tristezas, sólo en la medida en que se sabe protegido y custodiado por alguien más fuerte y sólo en la medida en que reconoce a Aquel en quien se ha confiado.

Sin embargo, queridos hermanos, la Palabra de Dios no nos convida a una alegría ingenua y tonta, a un optimismo irresponsable y superficial, sino a una alegría que se alcanza en la relación personal con el Señor, que está siempre cerca de los suyos, a una alegría que se traduce y transforma en actitudes concretas hacia el hermano, que se vuelve benevolencia, es decir, buena voluntad para con todos, con la dulzura y la firmeza de los hombres de Dios.

Ahora que celebramos la presencia iniciada del Señor en el mundo y que aguardamos su llegada definitiva, hemos de tener su cercanía como motivo de gozo, como razón suficiente para emprender nuestro camino de conversión, para buscar hasta encontrar la verdadera alegría que el mundo no da porque no puede, porque no la tiene. A un mundo triste como el nuestro, afligido hasta la médula aunque maquille su agonía, nada le caería mejor que una noticia de gozo, que un mensaje de alegría y ha de ser ésta la cualidad que distingue al cristiano, al hombre de fe. Chesterton, escrito británico, confesa que la alegría era el gigantesco secreto del cristiano. Por eso, si nuestra fe es sincera y nuestra fe es sólida, estén siempre alegres en el Señor, aparten de su vida la tristeza que roba la esperanza y hace claudicar la confianza. Derramemos alegría en medio de la amargura del mundo y será la mejor manera de transformarlo y hacerlo cambiar.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Lo más seguro es que el mundo no se acabe el 21 de diciembre, pero qué terrible será que llegue al nuevo año con los mismos males y las mismas taras de antes. Qué mísera ingratitud la nuestra si dejamos pasar las oportunidades de Dios, si dejamos correr entre las manos los tiempos de gracia que el Señor nos ofrece. El adviento corre con su ritmo habitual y pueda suceder que nuestro corazón y nuestro proceso de conversión permanezcan inmóviles. No dejemos de preguntarnos hoy, como aquellas personas que se acercaban al Bautista, qué tenemos que hacer nosotros, en nuestro propio estado de vida, en lo cotidiano de nuestras labores, para estar preparados a la llegada de Jesús. Que nuestra vida sea también una paradoja para los criterios de este mundo, que el mayor regalo que le demos a los demás sea el testimonio que proclama y vive la justicia y la caridad. Hagamos nuestras hoy, las palabras del salmo: “El Señor es mi Dios y salvador, con él estoy seguro y nada temo”, y que reflejo de esta fe, sea nuestra presencia alegre y nuestro trato lleno de gentileza y de paz para con todos. Ánimo.

+ Ramón Castro Castro
Obispo de Campeche
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