Domingo IV Adviento 2012: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre”

Escrito por Mons. Ramón Castro Castro

INTRODUCCIÓN

Y dice un conocido refrán que de tal palo…tal astilla. Con esta imagen la sabiduría popular afirma la relación estrecha y la herencia física y de costumbres que existe entre padres e hijos.

Igual podríamos recurrir al dicho que reza: detrás de un gran hombre, hay una gran mujer. Y estos dichos sólo para ilustrar y destacar el papel de María en la historia de la salvación.

Muchas de las actitudes de Jesús que podemos contemplar en la narración de los evangelios respecto a los enfermos, a su compasión, a su solidaridad, a su sensibilidad, etc., podemos deducirlas de ese aprendizaje de la infancia, de ese modo de vivir en el hogar que marca la vida de los hijos, de esas lecciones sin palabras que los padres graban sólidamente en el corazón de sus descendientes. Al encarnarse el Verbo y al nacer de la Virgen María, afirmamos la solidaridad con el género humano y con nuestra condición, de una manera íntima, total, asumiendo todo lo que nos es propio. De este modo, Cristo no tiene “como unos padres”, no vive “como un hijo”, no crece “como en una familia”, sino que realmente tiene padres, es hijo y crece en familia. La vida oculta de Jesús simplemente guarda la cotidianeidad de una familia normal, las alegrías de esos momentos importantes para cada uno de sus miembros, las tensiones y dificultades que como toda familia tienen que afrontar. Los evangelios apócrifos con sus narraciones espectaculares, increíbles y fantasiosas, vienen a ser una resistencia a esa simplicidad de vida, esa oposición a la normalidad de cualquier niño que a la par crece en edad, sabiduría y gracia. No existen razones de peso para quitar eficacia al testimonio y al ejemplo ordinario de los padres frente a sus hijos. Conociendo la persona de Jesús, escudriñando sus pensamientos y sentimientos, su manera de conducirse y sus criterios, podemos descubrir a la gran mujer que estuvo siempre detrás de Él, podemos reconstruir su ambiente familiar, recuperar las enseñanzas de José el Carpintero a su hijo adoptivo, las experiencias de una vida de fe familiar que se traducía seguramente en obras.

Si el domingo pasado nos acercábamos también nosotros a Juan el Bautista para preguntarle qué tenemos que hacer para recibir el Reino y la salvación de Dios, hoy abrimos una página que nos muestra un camino para disponer bien el corazón a la llegada de Jesús. Sin palabras, pero sí con un testimonio magnífico, la Virgen María nos enseña esa manera eficaz para recibir a su Hijo en medio de la caridad, de la entrega, de la humildad.

Celebrando el IV domingo de Adviento, nos encontramos ya en los umbrales de la Navidad, a breve distancia de festejar el nacimiento del Hijo de Dios. Se han previsto a estas alturas los regalos, las fiestas, las convivencias, los banquetes… Se han mantenido vivas las tradiciones, los belenes, las posadas… Nos damos cuenta así, que todo lo exterior sabe y huele a navidad, pero habrá que revisar el interior, ahí donde se acomoda el verdadero pesebre, ahí donde todo debiera estar adornado y listo para esta fiesta de fe.

Hoy volvemos nuestra mirada al personaje del Adviento por excelencia, a la Virgen María quien recoge el adviento, la espera de toda la humanidad, y durante nueve meses se gesta el cumplimiento de las promesas en su seno virginal. Queremos que María nos diga cómo hacer para encarnar a Jesús en nuestras vidas, cómo darle a luz en un mundo en tinieblas y cómo vivir junto a Él eternamente. Que sea ella quien nos lleve a su Hijo y nos alcance la alegría de la salvación.

1. PRESUROSA POR LAS MONTAÑAS

El signo que termina por dar certeza a María frente a las palabas del Ángel Gabriel, es su prima quien en la vejez y la esterilidad ha concebido un hijo. Por su parte, la sombra del Altísimo ha cubierto a María y en su vientre comienza a tomar carne el Verbo Eterno del Padre. La esperanza de Israel comienza a hacerse realidad en aquella virgen que creyó. Las palabras que ha escuchado, los hechos que se le han anunciado, las cosas por suceder, no son sencillas de comprender del todo, no son fáciles de asimilar, de manera que María guarda todo aquello en su corazón y en sus labios no tiene otra respuesta a la voluntad de Dios sino que se haga en ella Su Palabra. Por la fe, María se sabe Madre del Hijo de Dios, no entiende cómo, pero lo cree así; y no sólo su virginidad se mantiene intacta, sino también su humildad porque aún sabiendo su papel en la historia de la salvación, no se reserva nada para sí misma.

Por eso, en el Evangelio de este domingo la vemos andar presurosa hasta un pueblo de las montañas de Judea. La tradición ubica la casa de Isabel y Zacarías en Ain Karim, que dista 150 kilómetros aproximadamente de Nazaret, la tierra de María. Nos pudiera parecer una distancia relativamente corta, pero no hemos de olvidar los dos milenios que nos separan, ni lo abrupto de la geografía, de ahí que hablamos de un viaje largo y penoso.

Visitar a Isabel no es petición del ángel, sino exigencia de la conciencia y de la fe de María. No la lleva presurosa por aquel escarpado sendero la sed de reconocimiento ni de aplauso, no la mueve la presunción ni el alarde, no la empuja la soberbia ni la arrogancia. María se encamina presurosa por la simple razón que su fe es tan viva que suele transformarse en caridad, y es natural a ella dejar de pensar en sí misma para entregarse en servicio y ayuda a quien le necesita.

Ya no es aquella joven doncella quien camina sola por el camino de las montañas, Jesús late con suavidad en su seno y María sabe también que Isabel y que todo el mundo tiene necesidad de su Hijo para recuperar la paz y experimentar la alegría verdadera, aquella que brota de ver cumplidas las esperanzas y de saber cierta la fe abrigada en las buenas y las malas.

En el paso presuroso de María encontramos una sintonía maravillosa con su respuesta de fe a las palabras de Gabriel. Fe y caridad, oración y servicio, son inseparables a fin de ser auténticas. Salir en medio de fatigas para dirigirse a socorrer a su prima que urge de su ayuda, es la respuesta silenciosa pero precisa que María quiere dar a la misericordia de Dios.

Saberse Madre del Redentor no le dispara la imaginación ni la lleva a sentarse en un trono de comodidad, ni a buscar ser servida; no se alza por encima de nadie ni espera la adulación y el sometimiento de ninguno. Por el contrario, se siente tan pequeña e indigna para tal misión, se reconoce como una esclava humilde y descubre las grandes cosas que el Señor ha hecho en ella. Su gratitud no encuentra otra correspondencia que el servicio.

¿De quién más pudo haber aprendido Jesús a ponerse a los pies de sus discípulos para lavarles, a estar en medio de ellos como el que sirve, a salir en busca de la oveja perdida, a abrazar con firmeza el madero y entregar generosamente su vida por nosotros?

La visita de María a su prima Isabel es para ella la evidencia de que para Dios nada es imposible, y para nosotros, es el camino más cierto y eficaz de recibir y encarnar a Jesús en la vida personal, pues sólo sirviendo, ayudando y amando a los demás con el amor de Jesucristo es como la existencia adquiere sentido, es como se experimenta la verdadera alegría, es como se alcanza la salvación eterna.

Si le preguntáramos a María qué hay que hacer para recibir bien a Jesús, seguramente nos diría que nos pusiéramos en camino por las montañas de Judea, que dejáramos la comodidad y las seguridades de Nazaret, de nuestra casa, y nos atrevamos a recorrer senderos difíciles, caminos escarpados, a fin de encontrarnos con el hermano que nos necesita; nos diría que es preciso salir de nosotros mismos para encontrarnos verdaderamente, que no perdamos tiempo en organizar el viaje, en prever los mínimos detalles, en medir costos y esfuerzos. La caridad es una emergencia en nuestros días y exige de creyentes que salgan y se encaminen presurosos por las montañas de la vida. Nos diría que es necesario visitar a Isabel, es decir, entrar en la casa de los pobres, acompañar a esos ancianos que han terminado por sentirse estorbos en una sociedad utilitarista y deshumanizada; nos señalaría la casa –a veces tan cercana-, donde vive la Isabel que está enferma, la que necesita de nuestra fortaleza, de nuestro ánimo, de nuestra presencia; nos diría dónde hay tristeza que urge de nuestro testimonio de fe y de alegría.

Si en este Adviento le preguntáramos a la Santísima Virgen cómo preparar el corazón para el nacimiento de su Hijo, seguramente en silencio, volvería a salir presurosa por los penosos caminos de las montañas de Judea hasta Ain Karim, para estar junto a su prima que en la vejes necesita de su ayuda.

Ojalá no ignoremos esta lección, ojalá no se vuelva una tierna película intitulada “La Visitación de María a su prima Isabel”, sino que provoque en nosotros una genuina conciencia de que es en el servicio como se aguarda la llegada del Salvador, es en la caridad como se recibe a Jesús y es en la fe como se le encarna en la vida.

2. EL NIÑO SALTÓ DE GOZO

María entra en la casa de Zacarías y saluda a Isabel, la pariente que experimenta en carne propia las misericordias divinas al levantarle el oprobio de la esterilidad. El saludo de María se transforma en el anuncio inminente de la salvación. Isabel representa al pueblo que ha envejecido en su esperanza, que se ha cansado de creer, que se ha vuelto estéril y no logra ya dar frutos de fe y de caridad. De este modo, el saludo de María revive el ánimo moribundo de la humanidad y vuelve a encender las brazas escondidas en medio del polvo cenizo.

El abrazo de Isabel y María, es el abrazo de Juan y Jesús, es el abrazo del Antiguo y del Nuevo Testamento, es el abrazo de la promesa y el cumplimiento, de la profecía y la realidad. Por eso el saludo de María viene a ser un anuncio de paz y de gozo para todos los que esperan, saludo que hace saltar de alegría.

San Lucas atestigua que en aquel momento, Isabel quedó llena del Espíritu Santo, cumpliendo así la promesa hecha a Zacarías cuando le fue anunciado el nacimiento de Juan: estará lleno del Espíritu Santo desde el seno materno. Y en verdad que no podía ser de otra manera, porque María no sólo es la llena de gracia, sino que es portadora, es sagrario y tabernáculo del Dios Altísimo que se hace hombre.

Aquel hecho natural y ordinario de un bebé que se mueve en el vientre materno, adquiere un significado superior y especialísimo como el gozo de la humanidad ante la presencia del Redentor, es el preludio de los tiempos mesiánicos, son las trompetas de la buena noticia.

Isabel, levantando la voz, exclama el grito de todos los tiempos, y hace eco de la fe de todo Israel: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. La bendición a su prima no corresponde a la bendición normal entre los parientes, a los buenos augurios de bienestar, a los deseos religiosos de aquellos tiempos. Esta bendición de Isabel tiene un acento distinto, más que buenos deseos, es el reconocimiento de la bendición que es María para todo el género humano, condición que la distingue entre todas las demás mujeres. María es bendita porque posibilita con su libertad y voluntad el proyecto salvífico de Dios, porque no pone óbice ni tropiezo a los planes divinos y por el contrario, se suma como instrumento y servidora para la salvación de todos los hombres. Isabel no sabe totalmente qué es lo que ocurre, pero sabe que se encuentra ante una manifestación de Dios, ante un misterio que sin abarcarse hace exultar de alegría. Sin información previa, sin consulta anticipada, sabe que María no viene sola, y aquel fruto que crece en su vientre es bendito. Isabel no está lejos de la verdad, porque ese fruto bendito es el tres veces santo, el Altísimo en persona, el Dios que visita y redime a su pueblo.

Isabel, por la sencillez de su fe y por la gratitud de su corazón, no puede más que adorar la presencia del Mesías en su el seno de su prima, llega al punto de la humillación al reconocerse indigna de la visita de tal Señora, pues ¿quién es ella para que la madre de su Señor la visite?

Queridos hermanos y hermanas, la celebración del nacimiento de Jesucristo, es el recuerdo imperecedero de la salvación obrada por Dios a favor de nosotros su pueblo, es el memorial de ese tiempo de gracia y de alegría que significa la presencia del Hijo de Dios en nuestra carne. Cuánto bien nos hace escuchar el saludo de María, su deseo de paz y de gozo, su presencia portadora de salvación a cuantos como Isabel, han terminado por envejecer siendo aún jóvenes, se han vuelto estériles y han dejado de esperar; cuánta falta hace que María visite de nuevo nuestros hogares para que los matrimonios salten de gozo y renueven su amor primero; para que los hijos se muevan en la alegría de la obediencia, la docilidad y la diligencia; para que todos los creyentes nos sintamos responsables de testimoniar la alegría de creer y la plenitud que desborda de la caridad. Todos necesitamos volver a sentir esa presencia que crece en el vientre de María para quedar llenos de esperanza, de fe, de amor.

Deseo vivamente que también nosotros saltemos de gozo porque aquella que es bendición entre todas las mujeres y que nos regala el fruto bendito de su seno, se ha convertido en madre nuestra y en poderosa intercesora de nuestras necesidades. Que como Isabel, abramos las puertas de nuestro corazón para recibir a María y a su Hijo que nos trae la salvación. Sólo en la medida en que reconozcamos a Jesús como el Redentor y a María como Madre de Dios y madre nuestra, podemos sentirnos agradecidos y sorprendidos porque sin merecerlo, la madre de nuestro Señor viene a vernos para conducirnos a su Hijo. Dejémonos guiar por ella, que conoce el camino seguro para llegar a Dios.

3. DICHOSA TÚ, QUE HAS CREÍDO

A las bienaventuranzas de la montaña pronunciadas por Jesús, encontramos en el Evangelio otras más que se suman a las grandes alegrías.

Justamente hoy, escuchamos una bienaventuranza que Isabel dirige a María: “Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.

Ciertamente María es dichosa por su grande fe, aquella fe que como dice un prefacio, al aceptar tu Palabra con su corazón inmaculado, mereció concebirla en su seno virginal. En María, la fe se hace carne. Y ha creído desde el principio, por eso la reconocemos como la primera creyente. María cree en la verdad de las palabras del ángel Gabriel que le anuncian y proponen ser la Madre del Hijo de Dios.

María cree profundamente en la humildad de su condición y alaba la grandeza y misericordia de Dios para con ella.

María cree firmemente, incluso a costa de su propia vida, ante lo misterioso de su concepción virginal y frente a las dudas de José.

María cree cuando las dificultades hubieran desanimado a cualquiera, y no deja de tocar puertas y pedir posada llegado el momento de su alumbramiento.

María cree cuando da a luz a su hijo, y hace de un pesebre la cuna, y de un establo la sala de maternidad.

María cree en medio de las visitas inesperadas de pastores y sabios, cree cuando hablan de estrellas y de ángeles, cree cuando muchos se postran ante su hijo.

María también cree en las fatigas y las tristezas de la huida, en medio del dolor por la muerte de tantos inocentes, en el miedo por la amenaza que acecha a Jesús niño.

María cree en la lejanía de su terruño, en tierra extranjera y con gente desconocida y pagana.

María cree cuando experimenta la alegría del retorno, cuando todo vuelve a la normalidad de cualquier familia, en la rutina de la casa, la carpintería y las travesuras del niño.

María cree cuando queda sola con el misterio de su hijo y se despide de su fiel esposo y protector, que fuera verdadero padre para ambos.

María cree cuando llega el momento en que Jesús debe recorrer la comarca, cumplir con su misión; cree cuando escucha calumnias y burlas de su hijo, cree cuando le juzgan de loco y disparatado.

María cree cuando le advierten del peligro que aguarda a Jesús, cuando se entera de los planes de los poderosos, cuando sabe que se acerca el momento final.

María cree entrañablemente en el interminable instante de la pasión de su hijo, en el profundo dolor en la cima del calvario, ante la escena indescriptible de la muerte del Salvador.

María cree cuando acaricia al niño de Belén con la frente marcada por las espinas, con las manos y los pies rotos por los clavos, con el costado abierto donde el corazón de su hijo ya no hace ruido porque ha dejado de latir.

María cree a pesar de que la piedra cubre la entrada del sepulcro, y espera en oración el cumplimiento de su esperanza.

María cree en el gozo indecible de su Hijo resucitado, en la realización de aquella fe que abrigó desde el principio, en la certeza de que el fruto de su vientre era el Hijo del Altísimo.

María cree aunque a los ojos de los hombres, Jesús se ha perdido entre las nubes del cielo, y siguió creyendo lo que tardó el momento de encontrarse de nuevo.

María creyó con sólida fe, que fue llevada en cuerpo y alma a la presencia de su Hijo, y donde fue coronada por la Trinidad como reina de toda la creación.

¡Qué razón tenía Isabel! Dichosa tú María, porque has creído, porque has sostenido tu esperanza con lágrimas en los ojos, con dolor en el corazón, con sonrisa en los labios, con ilusión en el alma. Dichosa por creer, por poner en práctica –y de qué manera-, la palabra de Dios, por cumplir en carne propia y en todo momento la voluntad del Padre.

Pero esta bienaventuranza se extiende para todo aquel que cree con firmeza, porque se cumplirá todo cuando nos ha anunciado y prometido el Señor.

Por eso, dichoso tú, hermano y hermana, si tienes fe, dichoso si nutres y acrecientas tu confianza en Dios, dichoso si no te dejas vencer por las dudas, las tristezas, los problemas, dichoso si has descubierto la belleza y la alegría de creer, dichoso tú, que has creído, porque se cumplirá en ti la salvación prometida por Jesucristo.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Queridos hermanos, está cerca la navidad. Los cirios de la espera están todos encendidos, la corona de adviento está iluminada. Esta es la única navidad que celebraremos en medio de un tiempo especial de gracia como es este del Año de la Fe.

No es posible que nuestro corazón siga en tinieblas, que no se haya iluminado por el deseo de transformarnos, que no haya resplandecido un rayo de esperanza, de fe, de amor. La conclusión natural del adviento, es la navidad. Deseo que el adviento que hemos vivido rinda frutos de navidad en la vida y el corazón de cada uno de ustedes, que vean satisfechas sus aspiraciones más profundas, que contemplen la presencia redentora de Cristo en carne propia. Ojalá no sea un adviento más de los muchos que ya hemos vivido, sino que produzca en nosotros la alegría y la paz de Aquel que nace para nuestra salvación.

Aún estamos a tiempo de disponernos a recibir a Jesús, aún tenemos ocasiones para vivir el servicio y la caridad con nuestros hermanos que más nos necesitan, aún puede saltar de gozo nuestro corazón experimentando la presencia transformadora de Dios que viene a nuestro encuentro, aún podemos preparar en el adviento cotidiano de la vida la llegada definitiva del Señor. Pido a Dios que por intercesión de María, se purifique, profundice, renueve, confirme y profese la fe de cada bautizado, y los que no conocen la buena noticia, y aquellos que se han alejado de la fe, puedan volver a sentir la fuerza del amor más grande que ha contemplado la historia, la fuerza del amor que llevó a Dios a entregar a su Hijo, el amor que llevó a este Hijo a hacerse hombre como nosotros, y el amor que nos santifica con su Espíritu. En este año de la fe, quiera Dios que seamos muchos los bienaventurados, los que encontremos la alegría, la paz y a la salvación, por haber creído. En estos tiempos, los cristianos o somos santos o no somos cristianos, decía una voz al inicio del milenio. Y es verdad, sólo los santos, sólo los que creen pueden transformar las estructuras de pecado y pueden propiciar la verdadera revolución del amor que toca los corazones. Contémonos también nosotros entre los bienaventurados por su grande fe.

Ánimo.

+ Ramón Castro Castro
Obispo de Campeche
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