LA VIDA y la conducta de San Simeón, llamaron la atención, no sólo de todo el Imperio Romano, sino también de los pueblos bárbaros, que le tenían en gran admiración. Los emperadores romanos se encomendaban a sus oraciones y le consultaban sobre asuntos de importancia. Sin embargo, debe reconocerse que se trata de un santo más admirable que ejemplar. Su vida es pro- fundamente edificante, en el sentido de que no podemos menos de sentirnos confundidos, al comparar su fervor con nuestra indolencia en el servicio divino.
San Simeón fue hijo de un pastor de la Cilicia, en la frontera de Siria, y comenzó su vida guardando las ovejas de su padre. Hacia el año 402, cuando Simeón sólo tenía catorce años, se sintió profundamente conmovido al oír en la iglesia la lectura de las Bienaventuranzas, sobre todo por las palabras: "Bienaventurados los que sufren", "Bienaventurados los limpios de corazón". El joven acudió a un anciano para que le explicara su sentido, y le rogó que le dijera cómo podía alcanzar la felicidad prometida. El anciano le respondió que el texto sagrado proponía como camino a la felicidad, la oración, la vigilia, el ayuno, la humillación y la paciencia en las persecuciones, y que la vida de soledad era la mejor manera de practicar la virtud. Simeón se retiró a cierta distancia y rogó a Aquél que quiere la salvación de todos los hombres que le guiara en la búsqueda de la felicidad y de la perfección. Después de orar largamente, se quedó dormido y tuvo un sueño, como él mismo lo refirió m á s tarde repetidas veces. Se vio a sí mismo cavando los cimientos de una casa. Las cuatro veces que interrumpió su trabajo para tomar aliento, oyó una voz que le ordenaba seguir excavando. Finalmente, recibió la orden de cesar, porque el foso era ya tan profundo, que podía abrigar los cimientos de un edificio de la forma y el tamaño que él escogiera. Como comenta Teodoreto, "los hechos verificaron la predicción, ya que los actos de ese hombre estaban tan por encima de la naturaleza, que los cimientos debían ser muy profundos para soportar peso tan enorme".
Al despertar, Simeón se dirigió a un monasterio de las proximidades, cuyo abad se llamaba Timoteo y se detuvo a las puertas durante varios días sin comer ni beber, suplicando que le admifie'f*an como el último de los sirvientes. Su petición fue bien acogida y por fin se le recibió por un plazo de cuatro meses. Ese tiempo le bastó para aprender de memoria el salterio. Este contacto con el texto sagrado iba a alimentar su alma durante el resto de su vida. Aunque era muy joven, practicaba toda clase de austeridades, y su humildad y caridad le ganaron el aprecio de los monjes. Al cabo de dos años, pasó al monasterio de Heliodoro, el cual había vivido sesenta y dos años en dicha comunidad, tan absolutamente alejado del mundo, que lo ignoraba por completo, según nos cuenta Teodoreto, quien le conoció personalmente. Simeón intensifi- có ahí sus mortificaciones. Considerando que la tosca cuerda del pozo, tejida con hojas de palma, constituía un excelente instrumento de mortificación, se desnudó, la ató con fuerza alrededor de su cuerpo y se vistió en seguida. Así permaneció largo tiempo, sin que el superior o alguno de los monjes sospechara su sufrimiento, hasta que la cuerda se le incrustó en la carne. En todo el cuerpo se le formaron grandes llagas y durante los tres días siguientes, tuvo que mojar sus vestiduras para poder quitárselas, pues estaban completamente pegadas a la carne herida. Las incisiones que se le hicieron para arrancar las cuerdas le produjeron tal dolor, que se desmayó. Al recobrar el conocimiento, el superior le despidió del monasterio, para demostrar a los otros monjes que no estaba dispuesto a soportar tales singularidades.
Simeón sé retiró a una ermita en las cercanías del monte Telanisa, en donde resolvió pasar los cuarenta días de la cuaresma, en total abstinencia, siguiendo el ejemplo de Cristo. Un sacerdote llamado Basso, con quien consultó su proposito, le dio diez piezas de pan y un poco de agua, para que pudiera comer en caso de necesidad. Basso fue a visitarle al acabar la cuaresma; el pan y el agua estaban intactos, pero Simeón yacía por tierra como muerto. Con una esponja Basso mojó los labios de Simeón y depositó en ellos la sagrada Eucaristía. Vuelto en sí, Simeón se incorporó y pudo comer, lentamente, algunas hojas de lechuga. En adelante ayunó del mismo modo cada cuaresma hasta el fin de su vida. Cuando Teodoreto escribió sobre él, Simeón había ya soportado así veintiséis cuaresmas. Teodoreto nos explica que empezaba la cuaresma haciendo oración de pie; cuando las fuerzas comenzaban a faltarle, continuaba su oración sentado; hacia el fin di la cuaresma, oraba tendido en tierra, pues era ya incapaz de sostenerse en otra posición. Sin embargo, es probable que en sus últimos años haya mitigado un poco esta increíble austeridad. Cuando vivía ya en su columna, se ataba a una estaca durante el ayuno cuaresmal para no caer; pero al fin de su vida, estaba ya tan acostumbrado, que no necesitaba atarse. Algunos atribuyen su resistencia a una recia complexión, que le había permitido habituarse a tan extraordinario ayuno. Como es bien sabido, el clima cálido permite largos períodos de abstinencia a los fakires de la India. En nuestros días, un monje francés ayunó durante toda la cuaresma, casi tan rigurosamente, como San Simeón. Pero hay muy pocos ejemplos de personas que resistan el ayuno total prolongado, a no ser que la práctica les haya preparado para ello.
Habiendo pasado tres años en la ermita, Simeón se fue a vivir a la cumbre del monte, donde se construyó una especie de cabana sin techo para estar a la intemperie. Como símbolo de su resolución de proseguir en ese género de vida, encadenó su pie derecho a una roca. Melecio, vicario del Patriarca de Antio- quía, le aseguró que, si su decisión era realmente firme, con la gracia de Dios podría vivir en su retiro, sin salir jamás de él. Al oír esto, el santo mandó llamar a un herrero para que soldara definitivamente sus cadenas. Pero los visitantes comenzaron a frecuentarlo y la soledad que su alma deseaba se veía constantemente interrumpida por las multitudes que acudían a recibir su bendición, que sanaba a los enfermos. Algunos no se daban por satisfechos, hasta tocar con sus propias manos al santo.
Para huir de estas causas de distracción, Simeón ideó un nuevo género de vida sin precedentes. El año 423 se construyó una columna de unos tres metros de altura, y sobre ella vivió durante cuatro años. En otra de seis metros vivió tres años. En una tercera de doce metros vivió diez años. Los últimos veinte años de su vida los pasó en una columna de veinte metros, que le construyó el pueblo. En total pasó treinta y siete años en las cuatro columnas; por ello recibió el nombre de estilita, pues la palabra griega "stylos" significa columna. Al principio, todos criticaron esta forma de vida como una singularidad. Para probar su humildad, los obispos y abades de los alrededores le dieron la orden de renunciar a tal extravagancia. El santo se mostró inmediatamente dispuesto a obedecer; pero el mensajero le dijo que, puesto que se había mostrado obediente, los obispos y abades le autorizaban a seguir su vocación.
Su columna no pasaba de tener unos dos metros de superficie, lo cual le permitía apenas acostarse. Por lo demás, carecía de todo asiento. Sólo se recostaba para tomar un poco de descanso; el resto del tiempo lo pasaba encorvado en oración. Un visitante contó, en una ocasión, 1244 reverencias profundas. Dos veces al día, el santo hacía exhortaciones al pueblo. Se vestía de pieles de animales, y jamás permitió que una mujer penetrara en el espacio cerrado en el que se levantaba su columna. Su discípulo Antonio nos cuenta que el santo oró muy especialmente por su madre, a la muerte de ésta.
Dios se complace algunas veces en conducir a ciertas almas por caminos extraños, donde otras sólo encontrarían peligros de ilusiones y de vanidad. Sin embargo, hay que hacer notar que la santidad de dichas almas no consiste, ni en sus acciones extraordinarias, ni en sus milagros, sino en la perfección de su caridad, de su paciencia y de.su humildad; y estas virtudes brillaron esplendorosamente en la vida de San Simeón. Exhortaba ardientemente al pueblo a corregirse de su inveterada costumbre de blasfemar, a practicar la justicia, a desterrar la usura, a la seriedad en la piedad, y a orar por la salvación de las almas. El respeto con que los mismos bárbaros le oían era indescriptible. Muchos persas, armenios e iberos se convirtieron por sus milagros o por sus sermones a los que acudían grandes multitudes. Los emperadores Teodosio y León I, le consultaban con frecuencia y se encomendaban a sus oraciones. El emperador Marciano se disfrazó para ir a visitarle. El santo soportó con invencible paciencia todas las contradicciones y oposiciones, sin una palabra de queja. Se consideraba sinceramente como el peor de los hombres, y hablaba a todos con la mayor suavidad y caridad. El patriarca de Antioquía, Domno, y otros sacerdotes le llevaban la comunión a su columna. El miércoles 2 de septiembre del año 459, o tal vez el viernes 24 de julio del mismo año, según otra fuente, el santo entregó su alma a Dios, a los sesenta y nueve años de edad, en la posición en que acostumbraba orar. Su cuerpo fue transladado dos días después a Antioquía, donde lo esperaban los obispos y todo el pueblo. Evagrio, Antonio y Cosme relatan muchos milagros obrados en tal ocasión.
Butler Alban - Vida de los Santos