SANTA INÉS ha sido siempre considerada en la Iglesia como patrona de la pureza. Es una de las más populares santas cristianas, y su nombre está incluido en el canon de la misa. Roma fue el escenario de su triunfo, y Prudencio nos dice que su tumba podía verse desde la ciudad. Probablemente, fue martirizada al principio de la persecución de Diocleciano, quien publicó sus crueles edictos en marzo del año 303. San Ambrosio y San Agustín nos informan que Santa Inés sólo tenía trece años cuando fue martirizada. Sus riquezas y hermosura hacían que los jóvenes de las principales familias romanas rivalizaran por su mano; pero Inés respondía a todos que había consagrado su virginidad a un esposo celestial, invisible a los ojos del cuerpo. No pudiendo hacerla vacilar en su resolución, sus pretendientes la denunciaron como cristiana al gobernador, seguros de que las amenazas y torturas serían más eficaces con una jovencita que no se dejaba vencer por los halagos. El juez empleó al principio palabras bondadosas y le hizo grandes promesas; pero Inés permaneció inconmovible, declarando que su único esposo era Jesucristo. Entonces el juez recurrió a las amenazas, que no lograron más que poner de manifiesto el valor de la joven y su decisión de aceptar los tormentos y la muerte. El juez mandó entonces encender grandes hogueras y desplegar ante los ojos de Inés los garfios de hierro y otros instrumentos de tortura, amenazándola con pasar a la ejecución; pero ella estaba tan lejos de temer la tortura que, con el rostro resplandeciente de alegría, se ofreció a tenderse en el potro. El juez ordenó que la llevasen arrastrando ante los ídolos y que la obligasen a ofrecerles incienso; pero, según nos dice San Ambrosio, los verdugos no consiguieron mover sus manos, excepto para trazar la señal de la cruz.
Al ver esto, el gobernador la amenazó con enviarla a una casa de prostitución, donde su virginidad, que tanto apreciaba, quedaría expuesta a los insultos de la brutal y licenciosa juventud romana. Inés respondió que Jesucristo era demasiado celoso de su pureza para permitir que ésta fuera así violada, pues El era su defensor y protector. "Puedes —le dijo— manchar tu espada con mi sangre, pero jamás podrás profanar mi cuerpo consagrado a Cristo". El gobernador se enfureció tanto que mandó que la llevaran inmediatamente al lupanar y que se diera a todos libertad para abusar de ella a su gusto. Muchos jóvenes licenciosos, llenos de malos deseos, acudieron al punto; pero la vista de la santa les produjo tal terror, que no se atrevieron a acercársele, excepto uno, que fue cegado por una luz bajada del cielo y cayó temblando por tierra. Sus compañeros, atemorizados, le transportaron a los pies de la santa que, al verlo, comenzó a cantar himnos de alabanza a Cristo, su protector. La virgen obtuvo con sus oraciones que la vista y la salud le fuesen devueltas.
El principal acusador de la santa, que al principio sólo había pretendido satisfacer su avaricia y sus bajas pasiones, incitaba ahora furiosamente contra
ella al gobernador, poseído del espíritu de venganza. Pero el gobernador no necesitaba que le azuzaran, pues estaba en el colmo de la ira al verse ridiculizado por una simple jovencita. Así pues, la condenó a ser decapitada. Trasportada de gozo al oír la sentencia, "Inés fue al sitio de la ejecución con más alegría que una joven va al matrimonio", según la expresión de San Ambrosio. El verdugo tenía instrucciones de emplear todos los medios para doblegarla, pero Inés permaneció inconmovible y, tras una corta oración, tendió el cuello a la espada. Los espectadores lloraban al ver a la hermosa muchacha cargada de cadenas y ofreciendo su cuello al verdugo. Finalmente éste descargó el golpe con mano temblorosa. El cuerpo de la santa fue sepultado a corta distancia de Roma, junto a la Vía Nomentana.
Hay que añadir a esta narración de Alban Butler, quien se fundó principalmente en Prudencio, que los historiadores modernos se inclinan a pensar que los detalles del relato no son fidedignos. Como lo hacen notar las "actas de Santa Inés, atribuidas sin razón suficiente a San Ambrosio, no pueden ser anteriores al año 415 y constituyen simplemente un intento de síntesis y armonización de los datos de las diversas tradiciones- San Ambrosio, en su sermón "De Virginibus" (377 P.C.), dice que Santa Inés, en su martirio "cervicem inflexit" ("dobló el cuello"), y de ahí se ha deducido que fue decapitada. Esta suposición encuentra un apoyo en la afirmación explícita de Prudencio de que la cabeza de Santa Inés cayó al primer golpe. Por otra parte, el epitafio escrito por el Papa San Dámaso habla de "llamas", pero sin añadir más detalles sobre la muerte; y el hermoso himno "Agnes beatae vírginis" (que Walpole, Dreves y otros autores consideran como obra genuina de San Ambrosio), deja ver claramente que la santa no fue decapitada, pues en tal caso no habría podido cubrirse modestamente después de recibir el golpe ("percussa"), ni llevarse las manos al rostro. Parece evidente que el autor del himno supone que Santa Inés recibió una herida en el cuello o en el pecho. De estas aparentes contradicciones, muchos autores deducen que ya en la segunda mitad del siglo cuarto, se había perdido la memoria de las circunstancias exactas del martirio, y que sólo quedaba una vaga tradición.
En todo caso, no hay duda posible de que Santa Inés fue realmente martirizada y enterrada junto a la Vía Nomentana, en el cementerio que tomaría su nombre. Constantina, hija de Constantino y esposa de Galo, erigió ahí una basílica en honor de la santa, antes del año 354. Se conserva todavía la inscripción del ábside, en versos acrósticos, pero lo único que dice sobre Santa Inés es que fue "virgen" y "victoriosa". El nombre de Santa Inés se halla en la "Depositio martyrum" del año 354, el 21 de enero, y ahí mismo se señala el sitio de su sepultura. Existen también muchas pruebas del antiquísimo culto que se rendía a la santa, tanto en los objetos de arte, como en las importantes y frecuentes menciones de su nombre en la literatura cristiana. "Inés, Tecla y María estaban conmigo", dijo San Martín a Sulpicio Severo. Como lo dijimos más arriba, Santa Inés es uno de los santos nombrados en el canon de la misa.
Es muy posible que el P. Jubaru tenga razón en su ensayo de armonización entre los datos de San Dámaso y de San Jerónimo, pero de ahí no se sigue necesariamente que sea exacta su teoría de que las "actas" griegas constituyen una amalgama de la biografía de dos Ineses diferentes. Por lo que se refiere a nuestra santa, el P. Jubaru pretende que vivió en Roma, que consagró desde temprana edad su virginidad a Dios y que desechó a todos sus pretendientes. Al estallar la persecución, Inés abandonó a sus padres y se entregó voluntariamente al martirio. El juez la amenazó con la hoguera, pero como la santa permaneciera inconmovible en su fe, murió finalmente apuñalada en el cuello. En su complicada monografía, el P. Jubaru pretende además haber descubierto el relicario que contenía una gran parte del cráneo de la santa, en la tesorería del "Sancta Sanctorum" de Letrán. Dicha tesorería fue abierta en 1903, después de haber estado cerrada durante varios siglos, por orden del Papa León XIII. El P. Grisar, S. J., y muchos otros arqueólogos consideran la reliquia como probablemente auténtica, ya que en el siglo IX se hizo costumbre separar el cráneo de los demás huesos para conservar los restos de los santos en las iglesias. También parece cierto que el cuerpo de Santa Inés se conservaba hasta dicha época bajo el altar de su basílica, y que, en 1605, se comprobó que el cráneo no estaba con los demás huesos. A raíz de un exanien médico de los fragmentos de cráneo descubiertos en el "Sancta Sanctorum", el Dr. Lapponi dictaminó que los dientes demostraban con absoluta evidencia que el cráneo era de una niña de unos trece años de edad. Todos los autores actuales afirman que los extravagantes milagros narrados en las llamadas "actas" son una invención del biógrafo. Así pues, el caso de Santa Inés constituye la mejor prueba de que las absurdas leyendas inventadas por biógrafos deseosos de glorificar a sus biografiados, no pueden servir por sí mismas de base para demostrar que se trata necesariamente de martirios fabulosos y que dichos santos no existieron.
Las representaciones artísticas pintan a Santa Inés con un cordero y una palma. El origen del cordero es sin duda la semejanza entre las palabras latinas "agnus" (cordero) y "Agnes" (Inés). En la iglesia de Santa Inés, en Roma, se ofrecen cada año dos corderitos el día de la fiesta de la santa, en el momento en que el coro entona la antífona "Stans a dextris ejus agnus nive candidior". Dichos animales son alimentados hasta que llega el momento de usar su lana para tejer las palias que se colocan en el altar de la Confesión, sobre el cuerpo del Apóstol San Pedro, en la vigilia de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Esas palias son después enviadas a todos los obispos de occidente, en señal de que su jurisdicción proviene en último término de la Santa Sede, centro de la autoridad religiosa.
Hasta la época en que la fiesta de San Pedro Nolasco, más tarde desplazada por la de San Juan Bosco, quedó fijada el 28 de enero, el calendario occidental celebraba una segunda festividad de Santa Inés (cuya conmemoración persiste todavía en la misa y el oficio del día 2 8 ) . Esta costumbre es tan antigua como los sacramentarios gelasiano y gregoriano, y su origen es difícil de explicar. Las palabras "de nativitate" o "in genuinum", que aparecen en algunos textos litúrgicos de los siglos VII y VIII, parecen indicar que Santa Inés murió el 28 de enero, en tanto que la fiesta del día 21 coincide con el día en que la mártir fue llevada a juicio y amenazada con la tortura. Sin embargo, dada la importancia que la "octava" ha tomado en la liturgia cristiana, resulta curioso que la segunda fiesta ocurra exactamente ocho días después de la primera. Existen pruebas de que ya en el siglo VI se conocía la festividad de la Circuncisión con el nombre de "octava Domini". Por otra parte, hay que recordar que nuestro uctual misal, siguiendo una antiquísima costumbre de orígenes precristianos, indica que se haga especial conmemoración de los difuntos "in die séptimo, trigeimo et anniversario", es decir, una semana, un mes y un año después de la muerte. Dom Báumer ha hecho notar que la primitiva octava suponía sólo una conmemoración de la fiesta al fin de la semana, y que no se hacía mención de ella en los días intermedios.
Butler Alban - Vida de los Santos