En Amatunte, de la isla de Chipre, tránsito de san Juan el Limosnero, obispo de Alejandría, famoso por su compasión hacia los pobres, y tan rebosante de caridad para con todos que hizo construir muchas iglesias, hospitales y orfanatos, para aliviar todas las necesidades de la ciudad, aportando para ello los bienes de la Iglesia y exhortando continuamente a los ricos al ejercicio de la beneficencia.
San Juan había nacido de una rica familia. Habiendo enviudado y enterrado a todos sus hijos en Amato de Chipre, empleó sus rentas en socorrer a los pobres y se ganó el respeto de todos por su santidad. Su fama hizo que le eligiesen patriarca de Alejandría hacia el año 608, cuando tenía ya más de cincuenta años. Cuando San Juan fue electo patriarca, hacía ya varias generaciones que todo Egipto se hallaba envuelto en acres disputas eclesiásticas, y la ola del monofisismo iba creciendo. Como escribe el historiador Baynes, «El lector de la vida de san Juan tiene que tener presente este cuadro. San Juan tuvo el tino de escoger, como patriarca, el camino de una bondad y una caridad sin límites para hacer amable la ortodoxia en Egipto». Al llegar a Alejandría, san Juan ordenó que le hiciesen una lista exacta de sus «amos». Cuando le preguntaron quiénes eran éstos el santo respondió que eran los pobres, porque son los que gozaban en el cielo de un poder ilimitado para ayudar a quienes les habían socorrido en la tierra. El número de los pobres de Alejandría era de 7500. El santo los tomó a todos bajo su protección. Los decretos del patriarca eran severos, pero estaban redactados en los términos más humildes. Entre otras cosas, impuso el uso de pesos y medidas justos para proteger a los pobres de una de las más crueles formas de opresión. El santo prohibió rigurosamente a todos los miembros de su casa que aceptaran regalos, pues sabía muy bien que esto era capaz de corromper aun al mayor de los justos. El patriarca se sentaba todos los miércoles y viernes delante de su casa, para que todos pudiesen presentarle sus quejas y darle a conocer sus necesidades.
Una de sus primeras acciones en Alejandría fue la de distribuir entre los hospitales y monasterios las ochenta mil monedas de oro que había en su tesorería. Igualmente consagró a los pobres las ricas rentas de su sede, que era entonces la más importante del Oriente, tanto por la dignidad como por las riquezas. Además, por las manos del santo pasaba una continua corriente de limosnas que provenían de otros, a quienes su ejemplo había arrastrado. Cuando los ayudantes del patriarca se quejaron de que estaba empobreciendo a la Iglesia, él les contestó que Dios se encargaría de proveer a sus necesidades. Para convencerles de ello, les contó una visión que había tenido en su juventud: una hermosa mujer, coronada por una guirnalda de oliva, se le había aparecido. Representaba la caridad y compasión por los pobres, y le había dicho: «Yo soy la mayor de las hijas del rey. Si eres mi amigo, yo te conduciré a Él. Nadie como yo goza ante Él de mayor influencia, porque yo le moví a bajar del cielo y a hacerse hombre para salvar a la humanidad».
Cuando los persas asolaron la Siria y saquearon Jerusalén, san Juan recibió a todos los que huían a Egipto. Asimismo, envió a los pobres de Jerusalén, además de una gran suma de dinero, semillas, pescado, vino, acero y un contingente de trabajadores egipcios para que les ayudasen a reconstruir las iglesias. En la carta que escribió al obispo Modesto con tal ocasión, añadía que hubiese deseado ir a Jerusalén en persona para ayudar con sus propias manos en ese trabajo. Ni la pobreza, ni las pérdidas, ni las dificultades que tuvo que sufrir hicieron vacilar nunca su confianza en la Divina Providencia, y la ayuda de Dios no le faltó jamás. El santo cortó bruscamente la palabra a un hombre a quien había sacado de deudas y que le expresaba su gratitud en términos encomiásticos, diciéndole: «Hermano, todavía no he vertido por ti mi sangre, como me manda hacerlo mi Dios y Maestro, Jesucristo». Cierto mercader que había perdido dos veces su fortuna en sendos naufragios, fue socorrido otras tantas veces por el santo patriarca, quien la tercera vez le regaló una nave cargada de grano. La tormenta arrastró la nave hasta las costas de Inglaterra, donde el hambre hacía estragos, de suerte que el mercader pudo vender el grano a muy buen precio y volvió con una buena cantidad de dinero y un cargamento de estaño. El estaño, según se vio después, tenía una amalgama de plata, y todo ello fue atribuido a las virtudes del santo.
Sin embargo, el Patriarca, en lo personal, vivía en la mayor austeridad y pobreza. Un distinguido personaje, al enterarse de que el santo sólo tenía en su lecho una cobertura muy desgarrada, le envió una valiosa piel, rogándole que la usara en consideración de quien se la mandaba. San Juan la aceptó y la usó una sola noche, pero apenas pudo pegar los ojos, reprochándose el lujo que se permitía mientras tantos de sus «amos» yacían en la miseria. A la mañana siguiente, vendió la piel y repartió el dinero entre los pobres. El amigo que se la había regalado recuperó la piel dos o tres veces y la devolvió al santo, quien le decía sonriendo: «Vamos a ver quién se cansa primero».
Por lo demás, san Juan el limosnero no se complicaba la vida con teorías muy perfectas sobre la ayuda a los pobres. Nicetas, gobernador de Alejandría, había planeado un nuevo impuesto que iba a pesar particularmente sobre los pobres. El patriarca defendió humildemente a sus «amos», pero el gobernador, enfurecido, partió, dejándole con la palabra en la boca. Hacia el atardecer, san Juan le envió un mensaje con las palabras del apóstol: «El sol está cayendo. No dejes que el sol se ponga sobre tu ira». El mensaje produjo el efecto deseado. El gobernador fue en busca del patriarca, le pidió perdón, y le prometió como penitencia no prestar jamás oídos en adelante a las hablillas. San Juan le confirmó en su resolución, y le explicó que él no creía jamás a quien hablaba mal de otro, sin haber antes oído al acusado, y que castigaba severamente a los calumniadores para que los otros se guardasen de caer en tal vicio. Habiendo exhortado en vano a cierto noble a perdonar a uno de sus enemigos, el patriarca le invitó a que asistiese a la misa en su oratorio particular, y ahí le rogó que recitase el Padre Nuestro. Antes de las palabras «perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden", el santo se calló, de suerte que el otro las dijo solo. Entonces el patriarca le suplicó que reflexionase sobre lo que acababa de decir a Dios en medio de la misa, ya que sólo obtendría el perdón de Dios en la medida en que perdonase a sus enemigos. El noble cayó a los pies de san Juan, muy conmovido, y se reconcilió con su adversario. El santo predicaba frecuentemente el deber de no hacer juicios temerarios, diciendo: «Las circunstancias nos engañan fácilmente. Ya hay magistrados para juzgar a los criminales. Nosotros, los particulares, no tenemos por qué meternos con los delitos ajenos, sino para excusarlos». Habiendo caído en la cuenta de que muchos pasaban el tiempo de los divinos oficios riendo a las puertas de la iglesia, san Juan fue a sentarse en medio de ellos y les dijo: «Hijos míos, el pastor tiene que estar con sus ovejas». Los culpables se sintieron tan avergonzados de esta bondadosa reprensión, que jamás volvieron a cometer esa falta. En cierta ocasión en que el patriarca se dirigía a la iglesia, una mujer le pidió justicia contra su yerno. Las gentes de la comitiva del santo le impusieron silencio, diciéndole que esperase a que el patriarca volviera de la iglesia. Pero el patriarca intervino con estas palabras: «¿Cómo podría esperar yo que Dios oyese mis oraciones, si yo no oigo las quejas de esta mujer?» Y no se movió de ese sitio, sino después de haber hecho justicia.
Nicetas persuadió al santo para que le acompañase a Constantinopla a visitar al emperador Heraclio, el año 619, cuando los persas se preparaban a atacar. Durante el viaje, en Rodas, el patriarca recibió un aviso del cielo de que su muerte estaba próxima, y dijo a Nicetas: «Tú me habías invitado a visitar al emperador de la tierra; pero el Rey del cielo me llama a Sí». De manera que san Juan se dirigió a Chipre, donde había nacido, y murió apaciblemente poco después, en Amato (Limassol), el año 619 ó 620. Su cuerpo fue después trasladado a Constantinopla, donde estuvo largo tiempo. El sultán turco regaló las reliquias del santo patriarca a Matías de Hungría, quien construyó en su oratorio de Budapest un relicario especial para guardarlas. En 1530, las reliquias fueron trasladadas a Tall, cerca de Bratislava, y en 1632, a Bratislava, donde se hallan en la actualidad..
Juan Moschus y Sofronio, dos contemporáneos del santo, escribieron una biografía que se perdió. En cambio, nos ha quedado la biografía escrita por otro contemporáneo, el obispo Leoncio de Nápoles, de Chipre. Un antiguo editor redujo estas dos fuentes a una sola en un texto publicado por el P. Delehaye en 1927 (Analecta Bollandiana, vol. XLV, pp. 5-74). Esa es la versión que empleó Simeón Metafrasto para su biografía, en el siglo X. N. H. Baynes y Elizabeth Dawes, en Three Byzantine Saints (1948), ofrecen una traducción de la parte de ese texto escrita por Moschus y Sofronio, y del texto original de Leoncio. H. Gelzer (1893) publicó el texto griego de Leoncio; en Acta Sanctorum, 23 de enero, se halla una traducción latina hecha por Anastasio el Bibliotecario; el P. P. Bedjan publicó una versión siria, en Acta Martyrum et Sanctorum, vol. IV.
El cuadro que ilustra el artículo es "Juan el Limosnero" de Tiziano (1550), en la Iglesia de san Juan Limosnero, en Venecia.
fuente: «Vidas de los santos», Alban Butler