Riesgos del profeta: IV Domingo Ordinario

Escrito por Lic. Paola Rios

Riesgos del profeta
IV Domingo Ordinario

Jeremías 1, 4-5. 17-19: “Te consagré profeta de las naciones”
Salmo 70: “Señor, tú eres mi esperanza”
I Corintios 12, 31-13, 13: “Entre estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor; el amor es la mayor de las tres”
San Lucas 4, 21-30: “Jesús, como Elías y Eliseo, no fue enviado tan sólo a los judíos”

Cerrando círculos
Hay situaciones que se van dando poco a poco y, a fuerza de que “así son las cosas”, parece que nos acostumbramos a ellas. Ya no es nada raro que en medio de las grandes ciudades se encuentren zonas VIP, para familias exclusivas, donde se requiere gafete e identificación para poder entrar. A nadie le parece molestar estas nuevas medidas que son, dizque, para ofrecer mayor seguridad. “La violencia y la extorsión nos han hecho poner las murallas, cercas y nuevas formas de protección. Los del fraccionamiento ya nos conocemos todos y no podemos aceptar que venga gente de fuera, desconocida y peligrosa” dice uno de los colonos. “Máxime, si estamos muy cercanos a esos barrios donde abundan los vagos, ladrones y mariguanos… No podemos exponernos, ni exponer a nuestras familias” continúa explicando mientras mira de reojo y con cierto desprecio la zona popular a la que se refiere. Es cierto, siempre hay razones para la discriminación, siempre hay justificaciones para calificar de peligrosos a los demás, siempre podremos excusarnos de no tratar a los demás como hermanos.

Mensaje intolerable
Cuando Jesús, en la Sinagoga de Nazaret, tras leer la profecía de Isaías, explica que su misión es llevar Evangelio, Buena Nueva, y afirma que todo se cumple en Él, está anunciando a sus paisanos que la liberación es para el género humano, para los pobres y humildes, para los encarcelados y ciegos. Los de Nazaret primeramente se alegran y no hacen mucho caso de tan grandioso anuncio, aunque quedan sorprendidos. Pero cuando descubren que está hablando de una salvación para todos los pueblos y se atreve a poner comparaciones donde los protagonistas no son del pueblo de Israel, sino de pueblos paganos, despreciados por ellos, entonces no pueden soportarlo. Niegan su misión, niegan su identidad y reniegan de la Buena Nueva que trae. Sus vecinos no admiten que el hijo del carpintero pueda ser profeta. Y su insolencia es tanta que, incluso, pretenden agredirlo y llevarlo al despeñadero. Lo que había iniciado con tanta alegría y tantas promesas, ha terminado en decepción por la novedad del Evangelio y también, decepción por la cerrazón de corazón y mente de los oyentes. Es muy fácil criticarlos y juzgarlos. Pero nosotros, siglos después, parece que tampoco nos tomamos en serio esa capacidad de Jesús de Nazaret para librarnos de todo lo malo que tenemos dentro, de nuestros miedos, odios y codicias. Hay muchos en nuestro mundo, que, como los vecinos de Nazaret de hace más de dos mil años, también desconfían de Jesús y preferirían terminar con Él. Y ahí nos equivocamos gravemente. Jesús es nuestra liberación. Si le seguimos veremos su Verdad y esa Verdad nos hará libres para siempre.

Riesgos del profeta
¿Por qué no aceptarían a Jesús? ¿Porque era uno de ellos, muy parecido a todos, cercano y familiar? ¿Porque no ofrecía imperios materiales ni ostentaba títulos, armamentos y poder? Quizás hoy nos pase igual. La promesa de Jesús no va acorde con las ambiciones de un mundo que cada día se endurece; su mensaje desenmascara las intenciones ocultas y hace evidente la falsedad de una estructura sostenida en la mentira que rompe la fraternidad y destruye los pueblos. Su mensaje de salvación es para todos, no admite exclusivismos ni discriminaciones, sino que nos lanza a formar un nuevo pueblo, una nueva familia, donde, a pesar que de que seamos distintos y diferentes, todos tengamos los mismos derechos y los mismos privilegios, al fin y al cabo todos somos hijos de Dios. El dolor, la miseria, la opresión de muchos hijos, frente a la opulencia y el bienestar de unos cuantos, no caben en su proyecto. Su forma de hablar resulta entonces intolerante y lo mejor será desaparecerlo. Es el riesgo de hablar en nombre de Dios, es el riesgo de dejarse seducir por su palabra, es el riesgo de tomarse en serio el Evangelio. El profeta verdadero asume estos riesgos, pero siempre encontrará oposiciones.

“Diles lo que yo te mando”
Profeta es aquel que tiene que decir una palabra de parte de Dios. Todos somos profetas desde nuestro bautismo, en el que fuimos ungidos con el óleo santo para significar nuestra condición de sacerdotes, profetas y reyes, a imagen de Jesucristo. Como Jeremías hemos sido consagrados desde el seno de nuestra madre, por puro designio de Dios. Como a Jeremías se nos exige: “ponte de pie y diles lo que yo te mando”. No, el Evangelio no es para vivirlo con medianías y temores: “No temas, no titubees delante de ellos”. El Evangelio es para vivirse a plena luz. El verdadero profeta es aquel que saca la Palabra de Dios a la calle. La fe no se debe encerrar en las sacristías y en los templos. En ellos se celebra, se comparte y se acrecienta, pero la fe y la Palabra de Dios se viven en la calle, en la familia, en el trabajo o en la escuela, en el pueblo o en el barrio. La fe es la sal que se derrama en la vida. No es para guardarla ni encerrarla. La fe es la luz que ha de alumbrar donde hay oscuridad. “No se enciende una lámpara para ponerla debajo de la cama sino para ponerla en el candelero y que alumbre toda la casa”. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con Él. Y este “estar con Él” nos lleva a compartir sus sueños y a asumir las consecuencias. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. No habrá verdadera fe si no se manifiesta en el amor comprometido y serio hacia todos los hermanos.

Fe y amor, inseparables
El Año de la Fe es una muy buena oportunidad para intensificar el testimonio del amor, de decir, con nuestras obras, que creemos en la propuesta de Jesús. San Pablo nos recuerda en este día: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y amor, estas tres. Pero la mayor de ellas es el amor”. La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite al otro seguir su camino. San Pablo aquí nos está proponiendo un amor gratuito y universal. ¿Qué es este amor que Pablo canta con tanta fuerza? No es un amor pasional, posesivo, egoísta, sino un amor lleno de ternura, que quiere el bien del otro. El amor es entendido por San Pablo como “ágape”: amar es darse, entregarse, olvidándose de sí mismo. La fuente del amor está en Dios Padre, que fue el primero en amar a la humanidad, que es el “Dios amigo de los hombres”. Por amor a Dios amamos también al hermano. El amor a los hermanos, e incluso a los enemigos, es la continuación necesaria del amor. Lo que debe distinguir al cristiano es el amor a todos, comenzando por el “próximo”, el que pasa junto a nosotros. Y ésta es precisamente la propuesta de Jesús, y ésta es su misión como profeta y la nuestra, si realmente queremos ser sus discípulos.

Hoy contemplemos a Jesús como profeta y asumamos también nosotros nuestra misión y compromiso. Que mirando la libertad y valentía con que actúa Jesús, cada discípulo hoy fortalezca su corazón para anunciar la Palabra y para ser consecuente con ella. ¿Creemos la Palabra de Jesús? ¿Cómo proclamamos y vivimos esta Palabra? ¿Qué significará ser profeta en nuestro tiempo? ¿De qué ambientes hemos expulsado a Jesús o en qué situaciones no queremos que Él intervenga?
Concédenos, Señor, Dios Nuestro, ser fieles a tu Palabra, no acomodarnos ni acomodarla a las circunstancias; amarte con todo el corazón y, con el mismo amor, amar y comprometernos con nuestros hermanos. Amén.

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