Reflexiones en el 96º Aniversario de la Promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos

Escrito por Lic. Paola Rios

El derecho positivo, necesidad siempre actual y perfectible, ha de comprenderse, producirse y aplicarse rectamente para la consecución de una vida plenamente humana.

Por. S.E. Mons. Eugenio Lira Rugarcía*
Obispo Auxiliar de Puebla
Secretario General de la CEM

El 5 de febrero celebramos el nonagésimo sexto aniversario de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que rige la vida política y social de nuestro país, así como la relación de nuestra nación con otros estados. La intención del Congreso Constituyente que la promulgó en 1917, fue abrogar la Constitución de 1857 y elevar a rango constitucional las demandas exigidas durante la Revolución Mexicana.

Para mejor responder a su fin, el contenido de la Ley Fundamental ha sido reformado varias veces a lo largo de los años. Entre esas reformas, destaca la del 10 de junio de 2011, que pone de manifiesto que la persona posee derechos emanados de su propia dignidad, que el Estado reconoce, no otorga. Así, el artículo primero señala que las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de acuerdo con la Constitución y los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte, de la manera que más favorezca a la persona.

Nuestra Carta Magna, que cuenta con 136 artículos y 19 artículos transitorios, está conformada por dos grandes partes: la dogmática, que trata “De los derechos humanos y sus garantías", y la orgánica, que trata acerca de la división de los Poderes de la Unión y el funcionamiento de las instituciones del Estado. Su objetivo es, sin duda, responder al anhelo de un orden político y social que haga posible el ideal de justicia que conduce a la paz. Efectivamente, en este mundo estupendo y dramático, el derecho positivo se presenta como una necesidad siempre actual y perfectible, que ha de comprenderse, producirse y aplicarse rectamente para la consecución de una vida plenamente humana.

Esto exige el reconocimiento de que la persona posee una grandeza tal, que su dignidad constituye un valor trascendente del que brotan derechos innatos, universales e inalienables, como el derecho a la vida, a la propia identidad, a la integridad física, psíquica, moral y patrimonial; a la salud, a la seguridad, a un trato justo, a lo necesario para conservar y desarrollar la propia existencia y alcanzar la plena realización; a la libertad de conciencia, de pensamiento, de religión, de residencia, de tránsito y de acción; a formar y tener una familia, a asociarse libremente, a vivir en un medio ambiente sano, a la educación, a la cultura, a la formación integral y profesional; a un trabajo digno y justamente remunerado, a la información, a la verdad, a la participación social, al descanso y a la paz.

Todos estos derechos deben servir de norma y referencia a las leyes positivas de los estados[1], como es el caso de nuestra Constitución. El verdadero fin del derecho positivo es la recta aplicación de los derechos que dimanan de la persona humana en la concreta y compleja realidad de la convivencia social, a fin de hacer realidad el ideal de justicia, a la que el jurista romano Domicio Ulpiano (ca. 170-228) definía como “dar a cada uno lo suyo”[2].

Dar a cada uno lo suyo significa dar a la persona lo que le corresponde conforme a su naturaleza y dignidad, y a sus acciones deliberadas. Sólo así se puede vivir en la tranquilidad del orden, que, como decía san Agustín (354-430), “es la disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar que les corresponde”[3].

Por eso, Publio Iuventius Celso (s. II d.C.) afirmaba: “Saber leyes no es conocer sus palabras, sino su fuerza y valor”[4]. Ciertamente, saber leyes significa comprender que el derecho positivo existe como una regla de vida social que tiende a establecer un orden que responda a las exigencias de la justicia, haciendo que las personas se encuentren entre sí con la dignidad que les es propia.

Conscientes de esto, procuremos y promovamos el conocimiento y la observancia responsable de los derechos y deberes propios y ajenos, teniendo presente que, como decía José Campillo Sáinz (1917-1998): “Cuando se vulnera el derecho de uno solo, se agravia y pone en peligro el derecho de todos”[5].

*El autor ha sido profesor de Filosofía del Derecho en la Escuela Libre de Derecho de Puebla, en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla y en la Universidad de las Américas Puebla.

[1]Cfr. Comisión Teológica Internacional, “En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural”, n. 5.
[2] “Digesto”, 1, § 1.
[3] Cfr. SAN AGUSTÍN, “La ciudad de Dios”, XIX, 13, 1.
[4] “Digesto”, 1, 3, 17.
[5] CAMPILLO SÁINZ José, “La Dignidad del Abogado, algunas consideraciones sobre ética profesional”, VI Edición, Ed. Porrúa, S.A., México, 1996, p. 16.

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