8 de febrero: santa Josefina Bakhita, testigo de la fe

Escrito por Lic. Paola Rios

Por S.E. Mons. Eugenio Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

Seguramente, más de una vez nos hemos visto “asaltados” por el sufrimiento: un accidente, una discapacidad, una enfermedad, una depresión, una desilusión o un fracaso; una necesidad económica, la emigración, el fallecimiento de un ser querido; la inminencia de la propia muerte…

¿Y qué sucede cuando caemos en manos del sufrimiento? Que el panorama de este universo estupendo se nos oscurece, y la aventura maravillosa de la vida se nos vuelve un viaje desagradable, largo y tedioso, que parece no llegar a ningún lado. Entonces nos sentimos agredidos, enojados, débiles, vulnerables, tristes, inseguros, temerosos, sinsentido, desconfiados, desesperanzados y solos.

Esto, por desgracia, es sumamente frecuente. Porque aunque la gente que nos ama nos acompañe en las horas de duelo y nos muestre su amor y solidaridad, sin embargo, en lo más íntimo de nuestro ser hay un espacio, el más profundo, que ni los gestos más afectuosos ni las palabras más reconfortantes logran llenar.

Sólo uno, que es el mismísimo Amor –eterno, inmutable e ilimitado– puede llegar hasta lo más hondo de nosotros para rescatarnos de la soledad, conducirnos a la luz que nos permite descubrir que todo tiene sentido, y acompañarnos por el camino que lleva a una vida plena y eternamente feliz. Ese “uno” es Dios, creador de todas las cosas, quien en Cristo nos ha salido al encuentro para salvarnos y comunicarnos su Espíritu vivificador de amor.

Así lo comprendió una gran mujer, cuya memoria celebramos hoy: santa Josefina Bakhita, quien demuestra que “en medio del mayor sufrimiento, el mensaje cristiano lleva siempre esperanza”, como ha señalado el Papa. Bakhita nació en Sudán en 1869. A los siete años de edad fue secuestrada por comerciantes de esclavos y vendida cinco veces. Algunos de sus dueños la golpeaban y la trataban con gran crueldad. Hasta que finalmente un vice-cónsul italiano la compró con la intención de liberarla.

Habiendo recuperado a su hermana menor, se trasladó con ella a Venecia con el deseo de ingresar en el instituto para catecúmenos dirigido por las Hermanas Canossianas. Ahí Bakhita, que había escuchado hablar de Jesús, conoció la fe y recibió los sacramentos en enero de 1890.

Tres años después, sintiendo la llamada de Dios, ingresó a la Congregación de las Hijas Canossianas de la Caridad, donde se distinguió por ser muy piadosa y amable. Solía decir: “Lo mejor para nosotros no es lo que nosotros consideramos, sino lo que el Señor quiere de nosotros”.

Esta gran mujer, que a pesar de haber sufrido no se dejó vencer por el mal sino que cada día vencía al mal con el bien, y a quien la gente llamaba cariñosamente “La Madre negra”, partió al cielo el 8 de febrero de 1947. “Su vida –decía el beato Juan Pablo II–… inspira… una firme decisión de trabajar efectivamente por librar a niñas y mujeres de la opresión y la violencia, y devolverles su dignidad en el ejercicio pleno de sus derechos” (Homilía del 1 octubre de 2000)

Por su parte, el Papa Benedicto XVI ha comentado: “Ante el dolor o la violencia, ante la pobreza o el hambre, la corrupción o el abuso de poder, un cristiano nunca puede permanecer callado. El mensaje de salvación del Evangelio debe ser proclamado con brío y claridad, de modo que la luz de Cristo pueda brillar en la oscuridad” (Aeropuerto internacional Nsimalen de Yaundé, 17 de marzo de 2009). Ojalá lo hagamos así.

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