Mensaje a la Asamblea de Rectores de la AMIESIC

Escrito por Lic. Paola Rios


MENSAJE DE S.E. MONS. EUGENIO LIRA RUGARCÍA
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM
A LA ASAMBLEA DE RECTORES DE LA ASOCIACIÓN MEXICANA DE INSTITUCIONES DE EDUCACIÓN SUPERIOR DE
INSPIRACIÓN CRISTIANA
Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla,
Puebla, Pue.,7 de febrero de 2013.

Ilustrísimos señores y señoras:

Agradezco a Dios nuestro Señor y a ustedes el honor de inaugurar esta Asamblea de Rectores de Asamblea de Rectores de la Asociación Mexicana de Instituciones de Educación Superior de Inspiración Cristiana (AMIESIC), convocada para reflexionar sobre “El papel evangelizador de la universidad católica en el siglo XXI”.

Es significativo que el desarrollo de estos trabajos, de capital importancia, se dé en pleno Año de la Fe, en el que, como ha dicho el Santo Padre, redescubrimos que, “con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio… Por eso –comenta el Papa–, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización”[1].

Los bautizados que forman parte de una universidad católica, conscientes de ser miembros de la Iglesia, discípulos y misioneros de Jesús, han de sentir dirigidas a ellos, en su tarea formativa de cada día, las palabras del Señor: “Vayan por todo el mundo y proclamen el Evangelio” (Mt 16, 15). “La misión –explica Aparecida– es compartir la experiencia del acontecimiento del encuentro con Cristo”[2]. Es comunicar la belleza de la fe.

Por eso el interés de esta Asamblea, que busca comprender cada vez mejor el papel evangelizador de la universidad católica en este siglo, para cumplir cabalmente con la misión que se nos ha confiado, teniendo presente aquello que decía san Agustín (354-430): “No basta con hacer cosas buenas, hay que hacerlas bien” [3].

El tema elegido nos lleva a considerar tres cosas muy concretas. La primera: tratar de comprender qué es el Evangelio, cuáles son sus implicaciones, y qué significa evangelizar. La segunda: profundizar en lo que constituye la esencia de la universidad católica y su misión. Y la tercera: acercarnos a la compleja realidad del mundo actual, buscando llegar a las causas para responder a sus desafíos como hombres y mujeres de fe, y así cumplir la misión que nos ha sido confiada.

Para comprender qué es el Evangelio, cuáles son sus implicaciones, y qué significa evangelizar, me parece indispensable recordar lo que nos ha dicho de manera diáfana el Concilio Vaticano II, de cuya inauguración estamos celebrando el quincuagésimo aniversario: “Cristo Señor, en quien se consuma la revelación total del Dios sumo, mandó a los Apóstoles que predicaran a todos los hombres el Evangelio... Este Evangelio, prometido antes por los Profetas, lo completó Él y lo promulgó con su propia boca”[4].

Comprendiendo esto, es preciso fijar nuestra mirada en Jesús, el Hijo del Padre eterno, creador de todas las cosas, quien en la sinagoga de Nazaret se presenta a sí mismo con la Palabra de Dios, leyendo lo anunciado por el profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres el Evangelio” (Lc 4,18). Como podemos ver, la identidad de Jesús está íntimamente unida a su misión: la evangelización. Y esta es la misión que Él ha querido compartir a los suyos. Una misión muy concreta: anunciar el Evangelio.

Pero, ¿qué es el Evangelio? La palabra griega εὐαγγέλιον (buena noticia o buen mensaje), utilizada en el imperio romano, recibe con Jesús un nuevo significado, como lo vemos en los escritos del Nuevo Testamento, donde, como explica el Papa, se convierte en un discurso que no es solo informativo, sino operativo, que no es solo comunicación, sino acción, “fuerza eficaz, que entra en el mundo salvándolo, transformándolo” [5].

El contenido central del Evangelio es el reino de Dios, que se hace presente en Jesús, en quien Dios viene a nosotros para mostrársenos, para darnos a conocer la realidad, para llevarnos a la comunión con Él, para liberarnos del pecado, del mal y de la muerte, y para comunicarnos su Espíritu que nos convoca en la unidad de su Iglesia y nos hace hijos suyos, partícipes de su vida plena y eterna.

¿Puede haber noticia más grande, importante y definitiva que ésta, que nos libera de la soledad, que da unidad y sentido a todas las cosas, y que nos conduce a la plenitud sin final? ¿Puede haber tarea más necesaria y urgente que la evangelización, a la que el Cardenal Joseph Ratzinger definía como: “enseñar el arte de vivir”[6]?

Efectivamente, evangelizar es comunicar la iniciativa amorosa de Dios que nos invita en Cristo y mediante su Espíritu a la comunión con Él y entre nosotros; iniciativa gratuita que pide de parte nuestra una respuesta libre: conversión y fe. Esa fe que, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica –del que estamos celebrando el vigésimo aniversario–, “es… adhesión personal… a Dios (y)… asentimiento libre a toda la verdad que ha revelado”[7].

La fe, descrita en la carta a los Hebreos como “la certeza de lo que se espera y la evidencia de lo que no se ve” (11,1), es adhesión, no a una idea o una doctrina, sino a una Persona: Dios, que en Cristo se ha comunicado con nosotros y está con nosotros, descubriéndonos que todo tiene sentido y que nos aguarda una meta tan grande que hace que valga la pena el esfuerzo del camino, empeñándonos cada día en la auténtica promoción humana, guiados por la omnipotencia del amor.

Sin embargo, hay quienes, considerando que sólo existe lo que puede comprobarse a través de la sinergia entre matemática y método empírico, rechazan la fe, considerándola contraria a la naturaleza racional de la persona humana; una “fuga” de la realidad que nos lleva a evadir nuestras responsabilidades terrenas y a poner límites al disfrute y al progreso.

Así lo planteó Karl Marx (1818-1883): “La religión es... la realización fantástica del ser humano, puesto que el ser humano carece de verdadera realidad… La superación de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de que éste sea realmente feliz... tras la superación del más allá de la verdad, la tarea de la historia es establecer la verdad del más acá”[8].

Sin embargo, esta perspectiva termina conduciendo a la actitud que Jean Paul Sartre (1905-1980) retrata muy bien en el personaje central de su obra “La Náusea”, Antoine Roquentin, quien escribe: “Lo esencial es la contingencia. Existir es estar ahí, simplemente… ningún ser necesario puede explicar la existencia; la contingencia... es lo absoluto... Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago... eso es la náusea”[9].

Efectivamente, quien considera que únicamente son realidad los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos, termina por sentirse sólo y sin sentido, pensando que al final le aguarda el terrible vacío de la nada. Por eso, el Santo Padre ha dicho con toda claridad: “Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad”[10].

“Todos… desean saber”[11], exclamaba Aristóteles (384-322 a.C.). Efectivamente, todos sentimos la necesidad de conocer la realidad, porque somos conscientes de que de eso depende el comprendernos a nosotros mismos y a los demás, saber cómo relacionarnos adecuadamente con todo, y cómo dirigirnos hacia nuestra plena y definitiva realización.

La tarea de la universidad es precisamente ayudar a la persona a conocer la realidad. Por eso, el Papa afirma que “la universidad debe ser siempre la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana”[12]. De ahí el nexo entre universidad católica y evangelización.

La realidad es lo que es “lo que es”[13], decía san Agustín. Conocer la verdad es captar el ser de ese algo, como enseña santo Tomás de Aquino (c.a.1224-1274)[14]. Para conocer la totalidad de lo real y no sólo su dimensión material y temporal, Dios ofrece a nuestra inteligencia el don de la fe, que, como explica san Pablo, “viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo” (Rm 10, 17) ¡Sí! la fe viene del Evangelio. Y la fe y la razón, unidas –decía el beato Juan Pablo II–“son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”[15].

La fe ayuda a la razón a conocer la realidad completa y su significado profundo, y la razón ayuda a la fe a comprender mejor lo que cree. Quien entiende esto, descubre que no hay conflicto entre fe y razón, ni entre ciencia y religión, ya que, atendiendo a su objeto y aplicando sus métodos propios, se complementan.

Así lo reconoce el científico Francis S. Collins (1950- ) quien dirigió el Proyecto Internacional Genoma Humano: “los principios de la fe son… complementarios a los principios de la ciencia –escribe– … no existe ningún conflicto entre ser un científico riguroso y una persona que cree en un Dios que tiene un interés particular en cada uno de nosotros”[16].

Collins, que al iniciar su doctorado en físico-química se había declarado ateo, cambió radicalmente cuando estudió el ADN, reflexionó en la capacidad moral y el impulso altruista, y conoció a enfermos a los que su fe les daba seguridad y paz absoluta. Entonces llegó a esta conclusión: “La fe en Dios ahora (me) parecía más racional que el no creer”[17].

La universidad católica debe estar convencida de esto. Solo así podrá ofrecer a los estudiantes y a la sociedad un auténtico servicio educativo, ya que, como afirma el Concilio Vaticano II: “la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último”[18]. Actuando de esta manera, la universidad católica ayudará a los cristianos a ser más conscientes del don de la fe y los impulsará a promover la elevación cristiana del mundo, contribuyendo al bien de toda la sociedad[19].

Lamentablemente, numerosas universidades, incluso católicas, han claudicado de esta misión, cediendo a la tentación gnoseológica propuesta por Auguste Comte (1798-1857), quien decía: “La mente humana, reconociendo la imposibilidad de alcanzar conceptos absolutos, abandona la búsqueda del origen y el destino del universo y de las causas internas de los fenómenos, y se limita al descubrimiento, por medio de la razón y la observación combinadas, de las leyes que gobiernan la secuencia y la semejanza de los fenómenos”[20].

De esta manera, con una visión superficial, reduccionista y utilitarista de la realidad, de la ciencia y de la persona, que hace de la técnica la prioridad, se ofrece al estudiante sólo un conjunto de herramientas para alcanzar el éxito exclusivamente profesional y económico, condenándolo a la soledad sin sentido y desesperanzadora del individualismo relativista, que le arrastra a sumarse a estructuras pragmáticas que reducen a la persona al rango de objeto de placer, de producción o de consumo, ofreciéndole sólo la posibilidad de un desarrollo parcial y efímero, que no llega a todos.

Ante esta situación, es urgente que la universidad católica, fiel a su identidad y a su misión, ofrezca a los estudiantes una visión integral de la realidad que favorezca el pleno desarrollo de los individuos y de la sociedad.

Pero ¿es posible hacerlo en esta época en la que muchos jóvenes se muestran indiferentes, escépticos y rebeldes a toda autoridad e institución? ¿Será rentable proponer una verdad absoluta cuando está de moda pensar que todo es relativo, y cuando la diversión, el placer, el lujo y la comodidad se han convertido en los valores por excelencia? ¿No era más fácil hacerlo en el pasado? San Agustín, que también se encontró en medio de una sociedad confundida, escribió: “El tiempo pasado lo juzgamos mejor, sencillamente porque no es el nuestro”[21].

Con esta convicción, y mirando las cosas con ojos de fe, el beato Juan XXIII (1881-1963), al inaugurar el Concilio Vaticano II, ante los que veían en los tiempos modernos sólo “prevaricación y ruina”[22], respondía: “Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos… En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados”[23].

Efectivamente, la época que nos ha tocado vivir, aún siendo compleja y dramática, es también estupenda y llena de oportunidades. Sólo se trata de que, como hombres y mujeres de fe, sepamos mirarlo todo con profundidad y atrapar cualquier oportunidad para evangelizar, teniendo presente aquello que decía un antiguo estratega: “Triunfa el que… es prudente y está preparado… el que sabe usar fuerzas grandes o pequeñas, y tiene unidad de propósitos y armonía en las relaciones humanas, más que el que encuentra estación y terreno apropiados”[24].

Así lo comprendieron –como nos hacía notar el Cardenal José Francisco Robles Ortega, Arzobispo de Guadalajara y Presidente de la CEM en la primera reunión del actual Consejo de Presidencia– los Apóstoles, los Padres de la Iglesia y los primeros cristianos, quienes en medio de una cultura contraria a los valores del Evangelio y en medio de confusiones, hostilidades y persecuciones, con el auxilio divino y evangelizando con un testimonio creíble, fueron capaces de edificar una cultura cristiana, que, a pesar de algunos errores humanos, ha iluminado el caminar de la humanidad en los cinco continentes a lo largo de los siglos. Lo hicieron, teniendo presente que, como enseñaba el Venerable Paulo VI (1897-1978), “…evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo” [25].

El beato Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), que también tuvo que enfrentar tiempos turbulentos, en su obra “Trompeta de Ezequiel” ofrecía a los sacerdotes valiosas orientaciones para guiar a los fieles que la Providencia les había confiado; orientaciones que podemos aplicar a quienes han recibido la gran vocación de contribuir a la formación de la juventud.

“¿Puede haber persuasión sin que tome la llave en la mano el amor?”, se pregunta Palafox. Y luego afirma: “El amor… abre, el rigor… cierra; el amor… ablanda, el rigor… endurece; el amor… acerca, el rigor… aparta; el amor… llama, el rigor… espanta; el amor… une, el rigor y la aspereza… divide” [26]. “¿Me oirá el que me aborrece? ¿Me creerá el que no me puede ver?... Es menester que los ganemos para nosotros, para ganarlos y llevárselos a Dios. Hemos de ser canal de su amor, no laguna… Pastor aborrecido, ganado perdido” [27].
Finalmente, el Obispo-Virrey recuerda que quien tiene el deber de enseñar, “no podrá dar luz… si no la pide a Dios”. Que se debe “predicar… siempre con el ejemplo”. Que se ha de procurar “tener aquellas virtudes a que persuade a los otros”. Y aconseja no tratar mal de palabra ni obra, no desconsolarse ni desconfiar, y tener “presente en la vida la muerte, y que se le aguarda corona ó pena eterna”[28].

“…los jóvenes –comenta el Papa– necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber… personas convencidas… de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad… la enseñanza… es… formación de jóvenes… en quienes deben suscitar esa sed de verdad que poseen en lo profundo y ese afán de superación”[29].

Esta es la misión de la universidad católica o de inspiración cristiana: comunicar la alegría de la fe ¡evangelizar! para conducir al conocimiento de la realidad, que es la verdad de Dios, de la persona humana, de su vida y del mundo; la verdad que nos hace libres y que da sentido a cuanto existe; la verdad que orienta hacia el saber y que nos guía al desarrollo integral; la verdad que nos llena de esperanza y nos compromete a ser protagonistas de un auténtico progreso que abarque a todas las personas, poniendo a su servicio la ciencia, la técnica, la cultura, el arte, el derecho, la política, la economía, el deporte, la recreación y el descanso; la verdad que nos conduce hacia una vida plena sin ocaso.

Señoras y señores, que Santa María de Guadalupe, Trono de la Sabiduría y Estrella de la evangelización, interceda por ustedes y por todos aquellos que forman parte de las distintas universidades católicas o de inspiración cristiana, para que, comprendiendo la grandeza de la fe, la cuiden, la celebren, la hagan vida y la comuniquen a cuantos les rodean, teniendo presente que esa fe no puede vivirse al margen de la Iglesia, ya que, como constataba san Gregorio Magno (c.a. 590-604): “Nuestro Redentor muestra que forma una sola persona con la Iglesia que Él asumió”[30].

Con esta convicción, aceptemos con lealtad, valentía y creatividad la misión que el Señor nos encomienda en su Iglesia y a través de ella, confiando siempre en la promesa que Él nos ha hecho: “he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Muchas gracias.

[1] Porta Fide., n. 7.
[2] Aparecida, n. 145.
[3] In ps. 118,12.
[4] Dei verbum, n. 7.
[5] Gesù di Nazaret, Ed. Rizzoli, Italia, 2007, p. 70.
[6] RATZINGER Joseph, “La Nueva Evangelización”, Conferencia al Congreso de catequistas y profesores de religión, Roma, 10 de diciembre de 2000.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 150.
[8] MARX Karl, Critica de la Filosofía del Derecho de Hegel, Ed. del Signo, Buenos Aires, 2001, Introducción.
[9] La Náusea, Ed. Diana, S.A., México, 1952, p. 194.
[10] Discurso en la Sesión Inaugural de los trabajos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Santuario de Aparecida, 13 de mayo de 2007, n. 3.
[11] Metafísica, I, 1.
[12] Discurso a profesores universitarios, El Escorial, 19 de agosto de 2011.
[13] SAN AGUSTÍN, Soliloq., c. V.
[14] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q 1 y Suma Teológica, 1, 16,1.
[15] Fides et ratio, n.1.
[16] El lenguaje de Dios. Evidencias científicas para creer en Él, Ed. Planeta Mexicana, México, 2007, pp. 9 y 11.
[17] Ibíd., p. 35.
[18]Gravissimum educationis, n. 1.
[19] Ibíd., n. 2.
[20] COMTE Auguste, Curso de Filosofía Positiva, Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1965.
[21] Sermón 2, 2.
[22] Discurso durante la inauguración del Concilio Vaticano II, 11 de octubre de 1962.
[23] Ídem.
[24] SUN TZU, El arte de la guerra, Ed. Coyoacán, México, 2003, nn.3.24-29.
[25] Evangelii nuntiandi, n. 26.
[26] Trompeta de Ezequiel, Ed. BUAP, Puebla, 2012, Punto 1, pp. 17-18.
[27] Ibíd., Puntos 2 y 3, pp.19-22.
[28] Ibíd., Doce consejos, pp. 121-123.
[29] Discurso a profesores universitarios, El Escorial, 19 de agosto de 2011.
[30] Moralia in Job, Praefatio 6, 14.

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