2013-02-13 L’Osservatore Romano
La mejor y más transparente comprensión de la Iglesia de Benedito XVI sucede en el momento de máximo estupor y desconcierto de todos: cuando el Papa ha decidido dejar el pontificado y retirarse a orar. Su ponderada y libre decisión —como ocurre en todas las que abren caminos nuevos en la historia—, objeto de atención y comentarios apasionados y variados en el mundo entero, sella la coherencia entre doctrina y práctica cristiana del actual Pontífice. La Iglesia de Benedicto XVI es una Iglesia de la fe cristiana. No fe genérica ni abstracta o ideológica, sino en una persona concreta e histórica, Jesús de Nazaret, a quien se decide seguir libremente. Él permanece como la síntesis perfecta del amor de Dios por el hombre que los creyentes deben traducir en el amor real, concreto por el prójimo. Esta línea explica Ratzinger en su continuidad de pensamiento y acción: como teólogo, obispo, cardenal y Papa.
Fue una sorpresa en su elección cuando, inspirándose en el padre del monaquismo en Occidente, eligió el nombre de Benedicto para relanzar la actualidad de su regla de vida centrada en el principio de que nada debe anteponerse a Cristo. Como Papa, Ratzinger siempre ha difundido y alentado esta regla como referencia primaria de cada cristiano en cualquier nivel de responsabilidad. Y a la luz de esta norma se definió inmediatamente después de la elección como un humilde trabajador en la viña del Señor. Benedicto sorprendió de nuevo con su primera encíclica dedicada al amor de Dios, considerado, con el amor al prójimo, como el distintivo de cuantos creen en el Evangelio.
Muchas más han sido las sorpresas de la acción a contracorriente de este Pontífice hasta la última: salir de escena con desconcertante dignidad y naturalidad, consciente de que la barca de Pedro está guiada ante todo por el Espíritu Santo. De ser maestro de la fe ha pasado así a ser testigo de la credibilidad de las promesas de Dios al que merece dedicar la vida entera. La herencia de Benedicto XVI es grande ya ahora. Pero decantada en el tiempo se verá aún más preciosa y entendida de lo que es hasta ahora. Intentar explicarla arrojándola en medio de oscuras maniobras de las que defenderse sería perjudicar la transparencia intelectual del Papa. Igual que no percibe la alta señal de su gesto quien piensa en su renuncia como en una evasión de la responsabilidad.
Los momentos difíciles de la Iglesia, que no han faltado ni siquiera en sus ocho años de pontificado, los ha afrontado y superado con plena confianza en Dios y llevando hacia la solución cuestiones antiguas recibidas en herencia. La renuncia de Benedicto XVI sucede en el Año de la fe y en el cincuentenario del inicio del Concilio Vaticano II. No es una coincidencia casual, sino un signo de los tiempos, que el Pontífice ha leído para el bien de la Iglesia. Joseph Ratzinger como joven teólogo dio mucho a la consecución del Concilio contribuyendo a elaborar importantes textos de la histórica asamblea. A continuación se empleó de toda manera para recomponer los conflictos encendidos en torno a la interpretación del acontecimiento conciliar, planteando como Papa el camino de la reforma de la Iglesia. El Concilio no pretendió cambiar la fe cristiana, sino repensarla en un lenguaje actualizado y comprensible en el mundo de hoy. El Papa Benedicto lo ha hecho con tolerancia, sencillez y coherencia recurriendo incluso a las técnicas de comunicación más innovadoras para anunciar a Jesucristo a todos —recuérdese el Atrio de los gentiles— y en particular a las nuevas generaciones. Le ha importado mucho el futuro de la fe cristiana sobre la tierra y por esto ha creído necesario dar un paso que cambiará muchas cosas.
c.d.c