SEGÚN LA leyenda, León y Paregorio eran íntimos amigos. Después del martirio de Paregorio, en Patara de Licia, León se entristeció por no haber podido compartir el triunfo con su amigo. Por entonces el gobernador de Licia, Loliano, publicó un edicto por el que obligaba a todos los habitantes a ofrecer sacrificios en las fiestas de Serapis. Ahora bien, los ritos que se celebraban en honor de esa divinidad eran de carácter muy licencioso, tanto que el mismo senado romano los había suprimido durante algún tiempo. San León, en su viaje a la tumba de su amigo, hubo de pasar cerca del templo de Serapis, donde tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a algunos cristianos a quienes el miedo había llevaáo a ofrecer sacrificios a la diosa. Poco después de aquel viaje, San León tuvo un sueño en el que Dios le reveló que le tenía destinado a un martirio semejante al de su amigo Paregorio.
Transportado de gozo, León determinó que en su próximo viaje no seguiría los senderos apartados, sino que pasarm abiertamente por la ciudad. Así lo hizo y al atravesar el mercado, vio el "tiqueo" o templo de la Fortuna iluminado con antorchas. Su celo por la gloria de Dios le movió a echar abajo todas las teas que estaban a su alcance y las pisoteó a la vista de todos. Un sacerdote gritó: "Si este sacrilegio queda sin castigo, la diosa Fortuna dejará de proteger a la ciudad". San León respondió: "Dejad que la diosa se vengue por ella misma, si puede".
La noticia llegó pronto a oídos del gobernador, quien mandó llamar a San León y le reprochó su impiedad contra los dioses y los emperadores. El mártir replicó serenamente:
—Te equivocas, si crees que hay muchos dioses; sólo hay Uno, creador del cielo y de la tierra, que no exige ser adorado de un modo tan grosero como vuestros ídolos.
—Responde a los cargos que se te hacen, ordenó el gobernador; pues no te he llamado para que prediques aquí el cristianismo. O sacrificas a los dioses o sufrirás el castigo que merece tu impiedad.
—El miedo no me apartará del camino del deber —repuso el santo—. Estoy pronto a sufrir todos los suplicios que se te ocurran, pues la tortura termina con la muerte. La vida eterna sólo se gana en la tribulación, ya que la Sagrada Escritura nos enseña que es estrecho el camino que lleva a la Vida.
El gobernador le cortó bruscamente la palabra:
—Pues sabes que tu camino es estrecho, cámbialo por el nuestro que es ancho y fácil.
—Digo que es estrecho el camino, porque es difícil andar en él y porque, generalmente, comienza por la aflicción y la persecución; pero quien ha con- seguido dar los primeros pasos, puede seguir avanzando con facilidad en él, mediante la práctica de la virtud, que lo ensancha y lo hace agradable, como muchos lo han experimentado.
En ese momento, el público gritó al juez que mandase callar al reo, pero Loliano insistió en convencerlo, diciéndole que estaba dispuesto a concederle entera libertad de palabra y aun a convertirse en amigo suyo, con tal de que consintiera en ofrecer sacrificios a los dioses. El confesor de la fe respondió:
—¿Cómo puedes mandarme que adore como dioses a los que no lo son?
Semejante respuesta enfureció al gobernador que mandó azotar al mártir. En tanto que los verdugos desgarraban con sus látigos el cuerpo de San León, Loliano, que sentía lástima de él, por su avanzada edad, seguía exhortándole a confesar por lo menos que los dioses eran grandes. El mártir repuso enmedio de la tortura.
—No diré que son grandes, porque no hacen más que daño a quienes les adoran.
Entonces, el gobernador le amenazó con mandar que le arrastraran sobre las rocas, pero el confesor de la fe no se inmutó y le dijo:
—Todo lo que sabes hacer es amenazar exclamó—. ¿Por qué no cumples tus amenazas?
Para entonces, la multitud vociferaba enloquecida por la ira y Loliano se apresuró a dictar sentencia. Condenó al mártir a ser arrastrado por los pies hasta el torrente para que le mataran ahí. Mientras le ataban por los pies a un caballo, el mártir dio gracias a Dios por haberle concedido compartir el triunfo de su amigo Paregorio, encomendó su alma a los ángeles y oró por sus enemigos. Los verdugos le arrastraron y, viendo que había llegado muerto al torrente, arrojaron el cadáver al precipicio, en el fondo del cual los cristianos encontraron el cuerpo entero y sin heridas, con el rostro apacible y una sonrisa dibujada sobre los labios.
Butler Alban - Vida de los Santos