SAN PEDRO Damián es una de esas figuras severas que, como San Juan Bautista, surgen en las épocas de relajamiento para apartar a los hombres del error y traerles de nuevo al estrecho sendero de la virtud. Pedro Damián nació en Ravena. Habiendo perdido a sus padres cuando era muy niño, quedó al cuidado de un hermano suyo, quien le trató como si fuera un esclavo. Para empezar, le mandó a cuidar los puercos en cuanto pudo andar. Otro de sus hermanos, que era arcipreste de Ravena, se compadeció de él y decidió encargarse de su educación. Viéndose tratado como un hijo, Pedro tomó de su hermano el nombre de Damián. Este le mandó a la escuela, primero a Faenza y después a Parma. Pedro fue un buen discípulo y, más tarde, un magnífico maestro. Desde joven se había acostumbrado a la oración, la vigilia y el ayuno. Llevaba debajo de la ropa una camisa de pelo para defenderse de los atractivos del placer y (te los ataques del demonio. Hacía grandes limosnas, invitaba frecuentemente a los pobres a su mesa y les servía con sus propias manos.
Algún tiempo después, Pedro decidió abandonar enteramente el mundo y abrazar la vida monacal en otra región. Un día en que se hallaba reflexionando sobre su proyecto, se presentaron en su casa dos benedictinos de la reforma de San Romualdo, que pertenecían al convento de Fonte Avellana. Pedro les hizo muchas preguntas sobre sus reglas y modo de vida. Sus respuestas le dejaron satisfecho, e ingresó en esa comunidad de ermitaños, que gozaba entonces de gran reputación. Los ermitaños habitaban en celdas separadas, consagraban la mayor parte del tiempo a la oración y lectura espiritual, y vivían con gran austeridad. Las vigilas excesivas hicieron que Pedro enfermase de insomnio; la curación fue larga, pero esto le enseñó a ser más prudente. Aleccionado por esa experiencia, se dedicó con mayor ahínco a los estudios sagrados, y llegó a ser tan versado en la Sagrada Escritura, como antes lo había sido en las ciencias profanas. Los ermitaños le eligieron unánimemente para suceder al abad cuando este muriese; como Pedro se resistiera a aceptar, el propio abad se lo impuso por obediencia. Así pues, a la muerte del abad, hacia el año 1043, Pedro tomó la dirección de la comunidad, a la que gobernó con gran prudencia y piedad. Igualmente fundó otras cinco comunidades de ermitaños, al frente de las cuales puso a otros tantos priores bajo su propia dirección. Su principal cuidado era fomentar entre los monjes el espíritu de retiro, caridad y humildad. Muchos de los ermitaños llegaron a ser lumbreras de la Iglesia; entre otros, Santo Domingo Loricato y San Juan de Lodi, quien sucedió a San Pedro en la dirección del convento de la Santa Cruz, escribió su biografía y fue más tarde obispo de Gubio. Varios Papas emplearon a San Pedro Damián en el servicio de la Iglesia, Esteban IX le nombró, en 1057, cardenal y obispo de Ostia, a pesar de la repugnancia del santo. Pedro rogó muchas veces al Papa Nicolás II que le permitiese renunciar al gobierno de la diócesis y volver a su vida de ermitaño, pero el Sumo Pontífice se negó a ello. Alejandro II, que amaba mucho al santo, accedió finalmente a sus súplicas, pero se reservó el poder de emplearle en el servicio de la Iglesia, en caso de necesidad. San Pedro Damián se consideró desde ese momento libre, no sólo del gobierno de su diócesis, sino también de la supervi- sión de las diversas comunidades, y volvió al convento como simple monje.
En ese retiro edificó a la Iglesia con su humildad, penitencia y compunción; con sus escritos ayudó a mantener la observancia de la moral y de la disciplina. Su estilo es vehemente, y todas sus obras llevan la huella de su espíritu estricto, particularmente cuando se trata de los deberes de los clérigos y monjes. El santo reprendió severamente al obispo de Florencia por haber jugado una partida de ajedrez; el prelado reconoció humildemente que San Pedro Damián tenía razón, recibió la reprimenda con gran humildad, y aceptó como penitencia recitar tres veces el salterio, lavar los pies a doce pobres y darles una moneda de limosna. El santo escribió un tratado al obispo de Besancon, en el que atacaba la costumbre que tenían los canónigos de esa diócesis de cantar sentados el oficio divino. San Pedro Damián recomendaba el uso de la disciplina más que los ayunos prolongados. Escribió cosas muy severas sobre las obligaciones de los monjes y protestó contra la costumbre de las peregrinaciones, pues consideraba que el retiro era la condición esencial del estado monacal. Como decía, con razón: " Es imposible restaurar la disciplina una vez que ésta decae; si nosotros, por negligencia, dejamos caer en desuso las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a la primitiva observancia. Guardémonos de incurrir en semejante culpa y transmitamos fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros predecesores". El Santo combatió con gran vigor la simonía y predicó el celibato eclesiástico. Como quería que los monjes llevaran una severa vida ascética y semieremítica, así pedía que el clero diocesano viviese en comunidad. Su carácter vehemente se manifestaba en todos sus actos y palabras. Se ha dicho de él que "su genio consistía en exhortar y mover al heroísmo, en predicar acciones extraordinarias y recordar ejemplos conmovedores . . . ; en sus escritos arde el fuego de una extraordinaria fuerza moral".
A pesar de su severidad, San Pedro Damián sabía tratar a los pecadores con bondad e indulgencia, cuando la caridad y la prudencia lo pedían. Enri- que IV de Alemania se había casado con Berta, la hija de Otón, marqués de las Marcas de Italia; pero dos años m ás tarde, había pedido el divorcio, alegando que el matrimonio no había sido consumado. Con promesas y amenazas logró ganar para su causa al arzobispo de Mainz, quien convocó un concilio para anular el matrimonio; pero el Papa Alejandro II le prohibió cometer semejante injusticia y envió a San Pedro Damián a presidir el sínodo. E l anciano legado se reunió en Frankfurt con el rey y los obispos, les leyó las órdenes e instruc- ciones de la Santa Sede y exhortó al rey a guardar la ley de Dios, los cánones de la Iglesia y su propia reputación y también, a reflexionar sobre el escándalo y el mal ejemplo que daría, si no se sometiera. Los nobles se unieron al santo para rogar al joven monarca que no manchase su honor. Ante tal oposición, Enrique tuvo que renunciar a su proyecto de divorcio, aunque interiormente no cambió de actitud y concibió un odio todavía más profundo por su esposa.
Pedro retornó, en cuanto pudo, a su retiro de Fonte Avellana. Practicó todas las austeridades que predicaba a otros hasta el fin de su vida. En los ratos en que no se hallaba absorto en la oración o el trabajo, acostumbraba hacer cucharas de madera y otros utensilios para no estar ocioso. El Papa Ale- jandro II envió a San Pedro Damián a arreglar el asunto del arzobispo de Ravena, que había sido excomulgado por las atrocidades que había cometido. Cuando San Pedro llegó, el arzobispo ya había muerto; pero el santo pudo convertir a sus cómplices, a los que impuso justa penitencia. Este fue el último servicio público que el santo prestó a la Iglesia. A su vuelta a Roma, se vio atacado por una aguda fiebre en un monasterio de las afueras de Faenza, donde murió al octavo día, el 22 de febrero de 1072, mientras los monjes recitaban los maitines alrededor de su lecho.
San Pedro Damián fue uno de los predecesores del monje Hildebrando. Fue un elocuente predicador y un escritor fecundo. Fue declarado doctor de la Iglesia en 1828.
Butler Alban - Vida de los Santos