De modo nuevo

2013-03-01 L’Osservatore Romano
Una extraordinaria y conmovedora audiencia general y el encuentro con los cardenales han sido los últimos grandes momentos públicos del pontificado de Benedicto XVI. Un pontificado que, por primera vez en la historia, se concluye quietamente, sin el drama de la muerte del obispo de Roma, sin las conmociones que llevaron a las renuncias papales del pasado, tan lejanas en el tiempo y tan distintas que no pueden considerarse precedentes reales. Ahora, de un «modo nuevo», el Romano Pontífice permanece junto al Señor en la cruz, jamás abandonado en el curso de una vida larga y extraordinariamente fructífera. Que se abre, desde hoy más que antes, al espacio reservado a la oración y a la meditación.

Sí: Benedicto permanece en la Iglesia, cerca del sucesor de Pedro que sea elegido por los cardenales. Un grupo de hombres, cierto, pero que de manera misteriosa es vivificado por el soplo del Espíritu y está motivado por un sentido de responsabilidad único, que el colegio ha demostrado saber honrar, como la historia demuestra, sobre todo desde finales del siglo XVIII. Por esto Joseph Ratzinger volvió de alguna forma a su elección al encontrar, en el último día del pontificado, a ese colegio —jamás tan numeroso hasta entonces— que el 19 de abril de 2005 le votó en pocas horas, aunque él no había buscado el papado en modo alguno. «La Iglesia nunca muere», escribía en el medioevo el teólogo Egidio Romano, teorizando que «durante la vacancia de la sede la potestad papal permanece» en los cardenales reunidos para elegir al Pontífice.

Del cónclave de hace ocho años habló Benedicto XVI también en una plaza de San Pedro repleta e iluminada por un sol tardoinvernal: «Señor, ¿por qué me pides esto y qué me pides?», era la pregunta que se agitaba en aquel momento en su corazón y que encontró una primera respuesta en los labios del propio Papa, cuando dijo durante la misa inaugural del pontificado que su programa era escuchar cada día, junto a la Iglesia, la voluntad del Señor. Y durante ocho años Cristo ha guiado al Pontífice, como repitió, añadiendo que nunca se había sentido solo «al llevar la alegría y el peso» de un papel único en el mundo. Y esto porque «el Papa pertenece a todos y muchísimas personas se sienten muy cerca de él».

Cercanía que, también visiblemente, Benedicto XVI ha experimentado desde el 11 de febrero, cuando anunció su renuncia en plena libertad y públicamente, pero que cada día ha advertido en los ocho años de un pontificado que la historia reconocerá en su grandeza. Una grandeza no buscada, pero que se ha impuesto, y no sólo en una dimensión espiritual. A Peter Seewald el Pontífice, elegido a una edad muy avanzada, dijo que en los siglos a los grandes Papas se habían alternado pequeños Papas, especificando con sencillez y sin ninguna afectación que se sentía un pequeño Papa, instrumento en las manos de Dios. Pero precisamente por esto no sólo los católicos, ni sólo los cristianos, ni únicamente los creyentes, sino en gran número mujeres y hombres de todo el mundo han comprendido cada vez más que tenían delante a un Papa entre los más grandes, un gran hombre de nuestro tiempo.

Y precisamente la renuncia, acto serio y nuevo que algunos no entienden, ha mostrado a todos la valentía apacible pero firmísima y la serenidad gozosa de este hombre: ni una sola vez Benedicto XVI ha retrocedido ante los lobos y jamás se ha dejado aplastar por la turbación frente a suciedad y escándalos, que en cambio ha contrarrestado con determinación. Sostenido por muchos colaboradores, como varias veces ha repetido, pero sobre todo por la oración que por él se elevaba en la Iglesia, como por el apóstol Pedro. Y tal vez la serenidad gozosa —que viene de la confianza en Dios y se trasluce tan visiblemente en su rostro— es el legado más duradero de este Papa, que concluye en la paz y de un modo nuevo un pontificado inolvidable.

g.m.v.
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