Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.
El gozo en el Dios de la Misericordia
Antes de entrar en la gran semana de nuestra Redención, el quinto domingo de Cuaresma nos ofrece, en sus lecturas, esa dimensión inaudita e irrepetible de lo que es el proyecto de salvación sobre nosotros. Del libro de Isaías, de la carta a los Filipenses y del evangelio de Juan emanan los tonos más íntimos del proyecto de Dios que quiere renovar todas las cosas, que perdona hasta el fondo del ser sin otra contrapartida que la mejor disponibilidad humana.
Iª Lectura: Isaías (43,16-21): Memoria liberadora
I.1. El texto de Isaías recuerda el momento culminante de la actuación de Dios en el AT: la liberación de Egipto. Aquí, lo sabemos, el pueblo esclavo recibió su identidad en su libertad. Ese es el credo de su fe que se repite de generación en generación. No hay cosa más grande para el pueblo de Dios que recordar esa hazaña liberadora divina. Pues bien, eso se quedará en mantillas ante lo que Dios tiene que hacer por nosotros, por la humanidad, por la historia. Y el Dios que promete una cosa, la cumple. Será ese lenguaje simbólico de la liberación, del paso del mar, del agua y el maná en el desierto, el que se use para anunciar lo nuevo que hará con nosotros.
I.2. Hacer memoria del pasado es bueno, no para la nostalgia, sino precisamente para renovarse. Eso es lo que el Deuteroisaías propone. Las raíces están precisamente en el pasado y no se puede cortar la trama de la historia de un pueblo, de una religión que es en esencia liberadora. Un pueblo sin historia es un pueblo sin raíces; pero la memoria, para ser auténtica, debe hacerse y leerse en clave profética, no precisamente jurídica o nostálgica. Cuando los cristianos leemos la historia de Jesús y la intervención de Dios en su vida, y muy especialmente en su muerte, hacemos memoria profética que muestra que el Dios de Israel, el de Egipto, no se ha dormido, sino que siempre está dando vida donde los hombres sembramos esclavitud o tragedias.
II ª Lectura: Filipenses (3,8-14): La experiencia verdadera del Señor
II.1. Este es uno de los pasajes más íntimos y personales del apóstol Pablo, nos habla de lo que supone para él “haber conocido a Cristo”; por Él todo le parece pérdida, por Él todo lo que en este mundo es relumbrón, le parece una nadería. Lo curioso es que un capítulo tan decisivo como éste de Filipenses se presta a unas ciertas dudas de autenticidad: ¿es de Pablo? ¿no es, más bien, otra carta distinta de lo que venimos leyendo en continuidad desde Flp 1,1-3,1a? Yo me inclino, claramente, por una carta distinta de la que se puede leer hasta 3,1a.. Desde luego, el cambio de tono que se produce en 3,1b no es justificable con el tono entrañable de todo el texto anterior de la carta. Pero de ahí a pensar que Pablo no está hablando con estas palabras, las de la lectura de hoy, a mi entender, no se justificaría. Es un retrato muy personal, muy decisivo, de sus opciones, de su conversión, de cómo dejó de ser un fanático de la ley para ser un “enamorado” de Cristo, de su pasión y su resurrección. No tenemos una descripción de lo que Pablo sintió en su alma al “convertirse” y muchos autores nos dice que ésta es la mejor estampa de lo que el apóstol sintió en su alma al pasar del judaísmo al cristianismo.
II.2. Conocer a Cristo, su evangelio, vivir en el horizonte de la fe pascual es haber encontrado el sentido de su vida y de la felicidad por la que luchó en el judaísmo. Ahora, dice Pablo, todo es distinto: no tiene que aparentar, ni justificarse a sí mismo, ni intentar ser el primero o el mejor... eso no vale para nada. Eso era lo que vivía antes de su conversión llegando, incluso, a perseguir a los cristianos por tratar de ser el primero de los judíos, como buen discípulo rabínico. Haber “conocido” a Cristo es haber experimentado la fuerza del amor de Dios. No olvidemos que conocer, aquí, no tiene el sentido de “gnosis” o conocimiento intelectual, sino el sentido bíblico de yd‘ y el daat Elohim de los profetas (Os 4,1.6; 5,4; 8,2 ; Jr 2,8; 4,22; 9,2.5 en oráculos de amenaza o bien de salvación: Os 2,22; Jr 31,34 o Is 28,8) experiencia de Dios, de lo santo; o la misma experiencia del amor entre hombre y mujer). Ahora ha sentido la verdadera liberación de todo lo que mata y esclaviza en este mundo.
Evangelio: Juan (8,1-11): El Dios de la dignidad de los pequeños
III.1. El pasaje de la mujer adúltera (muy probablemente un texto de Lucas que en el trasiego de la transmisión de los textos pasó al de Juan), es una pieza maestra de la vida; es una lección que nos revela de nuevo por qué Pablo hablaba así al haber conocido al Señor. Porque, aunque el Apóstol se refería al Señor resucitado, en ese Señor estaba bien presente este Jesús de Nazaret del pasaje evangélico. El libro del Levítico dice: si adultera un hombre con la mujer de su prójimo, hombre y mujer adúlteros serán castigados con la muerte (Lv 20,10); y el Deuteronomio, por su parte, exige: los llevaréis a los dos a las puertas de la ciudad y los lapidaréis hasta matarlos (Dt 22,24). Estas eran las penas establecidas por la Ley. No tendríamos que dudar de que Dios esto no lo ha exigido nunca, sino que la cultura de la época impuso estos castigos como exigencias morales. Jesús no puede estar de acuerdo con ello: ni con las leyes de lapidación y muerte, ni con la ignominia de que solamente el ser más débil tenga que pagar públicamente. La lectura “profética” que Jesús hace de la ley pone en evidencia una religión y una moral sin corazón y sin entrañas. No mandó Jesús buscar al “compañero” para que juntos pagaran. Lo que indigna a Jesús es la “dureza” de corazón de los fuertes oculta en el puritanismo de aplicar una ley tan injusta como inhumana.
III.2. Vemos a una mujer indefensa enfrentada sola a la ignominia de la mentira y de la falsedad. ¿Dónde estaba su compañero de pecado? ¿Solamente los débiles -en este caso la mujer- son los culpables? Para los que hacen las leyes y las manipulan sí, pero para Dios, y así lo entiende Jesús, no es cuestión de buscar culpables, sino de rehacer la vida, de encontrar salida hacia la liberación y la gracia. Los poderosos de este mundo, en vez de curar y salvar, se ocupan de condenar y castigar. Pero el Dios de Jesús siente un verdadero gozo cuando puede ejercer su misericordia. Porque la justicia de Dios, muy distinta de la ley, se realiza en la misericordia y en el amor consumado. Es ahí donde Dios se siente justo con sus hijos. Presentimos que en la conciencia más personal de Jesús se siente en ese momento, sin decirlo, como el que tiene que aplicar la voluntad divina. Lo han obligado a ello los poderosos, como en Lc 15,1 le obligaron a justificar por qué comía con publicanos y pecadores. Jesús persona su pecado (¡que nadie se escandalice de su permisividad!), pero de qué distinta forma afronta la situación y el pecado mismo.
III.3. Jesús escucha atento las acusaciones de aquellos que habían encontrado a la mujer perdiendo su dignidad con un cualquiera (probablemente estaba entre los acusadores, pero él era hombre y parece que tenía derecho a acusar), y lo que se le ocurre es precisamente devolvérsela para siempre. Eso es lo que hace Dios constantemente con sus hijos. Así se explica, pues, aquello que decía el libro Isaías de que todo quedará pequeño con lo que Dios ofrecerá a los hombres. Son estas pequeñas cosas las que dejan en mantillas las actuaciones del pasado, aunque sea la liberación de Egipto. Porque el Dios de la liberación de Egipto tiene que ser eternamente liberador para cada uno desde su situación personal. Eso es lo que sucede en el caso concreto con la mujer del pasaje evangélico de hoy. De nada le valía a ella que se hablara del Dios liberador de Egipto, si los escribas, los responsables, la dejaban sola para siempre. Jesús, pues, es el mejor intérprete del Dios de la liberación que se apiada y escucha los clamores y penas de los que sufren todo el peso de una sociedad y una religión sin misericordia.
III.4. ¿Qué significa “el que esté libre de pecado tire la primera piedra”? ¿Por qué reacciona Jesús así? No podemos imaginar que los que llevan a la mujer son todos malos o incluso adúlteros. ¡No es eso! Pero sí pecadores de una u otra forma. Entonces, si todos somos pecadores, ¿por qué nos somos más humanos al juzgar a los demás? No es una cuestión de que hay pecados y pecados. Esto es verdad. Pero por muy simple que sea nuestro pecado todos queremos perdón y misericordia. Los grandes pecados también piden misericordia, y desde luego, ningún pecado ante Dios exige la muerte. Por tanto deberíamos hacer una lectura humana y teológica. Toda religión que exige la pena de muerte ante los pecados… deja de ser verdadera religión porque Dios no quiere la muerte del pecador. Esto debería ya ser una conquista absoluta de la humanidad.
Fray Miguel de Burgos Núñez
Lector y Doctor en Teología. Licenciado en Sagrada Escritura