LA IGLESIA oriental conmemora en este día a San Marco, obispo de Aretusa en el Monte Líbano. Baronio, en el Martirologio Romano, substituyó a San Cirilo de Heliópolis, excluyendo a Marco como a un maestro de dudosa ortodoxia. La confesión de fe de San Marco es en sí misma intachable, pero entre los anatemas que le siguen hay un pasaje ambiguo que puede fácilmente entenderse en sentido herético. Probablemente se debe a que ha sido incorrectamente transmitido y los bolandistas han vindicado la ortodoxia del obispo. De todas maneras, los encomios que le tributan San Gregorio Nazianceno, Teodoreto y Sozomeno al relatar sus sufrimientos, nos hacen concluir que aun cuando se manchó en algún tiempo con el semi-arrianismo, se adhirió en seguida a la estricta ortodoxia y expió completamente cualquier anterior vacilación.
Durante el reinado del emperador Constantino, Marco de Aretusa demolió un templo pagano y construyó una iglesia, convirtiendo a muchos a la fe cristiana. Al hacer esto, se granjeó el resentimiento de la población pagana, que, sin embargo, no pudo vengarse mientras el emperador fuera cristiano. Su oportunidad llegó cuando Juliano el Apóstata ocupó el trono y proclamó que todos aquellos que hubieran destruido templos paganos deberían reconstruirlos o pagar una fuerte multa. Marco, que no podía ni quería obedecer, huyó de la furia de sus enemigos, pero enterándose de que algunos de sus fieles habían sido aprehendidos, regresó y se entregó. El anciano fue arrastrado por los cabellos a lo largo de las calles, desnudado, azotado, arrojado en una sentina de la ciudad y después entregado al arbitrio de jóvenes escolares para que lo punzaran y desollaran con agudos estiletes.
Ataron sus piernas con correas tan apretadas, que le cortaron la carne hasta el hueso, y le arrancaron las orejas con pequeños cordeles. Finalmente, lo untaron de miel y encerrándolo en una especie de jaula, lo suspendieron en alto al medio día, bajo los ardientes rayos del sol de verano, para que fuera presa de las avispas y moscones. Conservó tanta calma en medio de sus sufrimientos, que se mofó de sus verdugos por haberlo elevado más cerca del cielo, mientras ellos se arrastraban sobre la tierra. A la larga, la furia del pueblo se tornó en admiración y lo dejaron en libertad, en tanto que el gobernador acudía a Juliano para recabar su perdón. Eventualmente, el emperador lo concedió, diciendo que no era su deseo dar mártires a los cristianos. Aún el retórico pagano, Libanio, parece haberse dado cuenta de que la crueldad que provocó tal heroísmo solamente fortaleció la comunidad cristiana, e imploró a los perseguidores que desistieran en su persecución. Nos cuenta el historiador Sócrates que la población de Aretusa quedó tan impresionada con la fortaleza del obispo, que muchos pidieron ser instruidos en una religión capaz de inspirar tal firmeza, y que muchos d e ellos abrazaron el cristianismo. Así, Marco fue dejado en paz hasta el fin de su vida y murió durante el rei- nado de Joviano o el de Valente. San Cirilo fue diácono de Heliópolis, ciudad cercana al Líbano. Durante el reinado de Constancio, destruyó muchos ídolos y se mereció el odio de la población pagana. Al advenimiento de Juliano, los paganos se lanzaron contra él y le dieron muerte, desgarrándole el vientre y, según se cuenta, devorándole el hígado.
Butler Alban - Vida de los Santos