LACONI ES un pintoresco pueblecito en la isla de Cerdeña. Hace doscientos cincuenta años era apenas una aldehuela de callecitas estrechas, bordeadas por las casuchas de los campesinos, junto al parque y la casa solariega del marqués de Laconi. En la "Via Prezzu" vivía un hombre llamado Mateo Cadello Peis, casado con Ana María Sanna Casu. Los esposos eran honrados ciudadanos, muy trabajadores y extremadamente pobres, que tenían tres hijos y seis hijas. Alguien que los conocía bien, dijo que su casa era "un hogar de santos". Tal vez no hay que tomar esta alabanza a la letra, pero lo cierto es que uno de los hijos, el segundo, alcanzó el honor de los altares.
Francisco Ignacio Vicente nació el 17 de diciembre de 1701. En su casa le llamaban por su último nombre. Sabemos muy poco sobre sus primeros años, fuera de que, desde muy joven, empezó a trabajar en las rudas faenas del campo, con su padre. Vicente era de constitución delicada y la vida de jornalero no consiguió fortalecerle; todos los testigos afirman que era delgado y pálido. Precisamente su mala salud fue lo que le determinó a abrazar la vida religiosa. La madre de Vicente le había consagrada a San Francisco de Asís y, sin duda que en más de una ocasión, le dijo que algún día vestiría el hábito del santo. Así pues, durante una grave enfermedad que sufrió a los diecisiete o dieciocho años, el joven prometió que entraría a la orden franciscana, si salía con vida. Sin embargo, cuando Vicente recuperó la salud, su padre se mostró renuente: "No prometimos que tomarías el hábito inmediatamente, le dijo; que lo hagas hoy o mañana, este año o el próximo, es lo mismo. Ninguna necesidad hay de que cumplas al punto lo prometido". Pero durante el otoño de 1721, un acontecimiento impulsó al joven a cumplir pronto su promesa. Cuidaba el rebaño de su padre, cuando su caballo se encabritó en un sendero muy peligroso. Vicente no pudo contenerlo y pensó que iba a morir; pero de pronto, el caballo se detuvo por sí mismo. El joven consideró esto como un milagro.
Pocos días después, a pesar de los ruegos de su padre, Vicente partió a Buoncammino, cerca de Cagliari, y pidió ser admitido en el convento de los capuchinos. Después de una corta espera tomó el hábito de San Francisco y el nombre de Ignacio en el convento de San Benito. Dicho convento era una de esas deliciosas casitas religiosas que se ven todavía en ciertas regiones de Italia.
El hermano Ignacio tuvo al principio un maestro de novicios bondadoso e inteligente, bajo cuya dirección todo iba bien; pero el segundo de los mentores era menos inteligente, creyó que Ignacio no era sincero y consideró que tenía una salud demasiado débil para la vida conventual. Hacia el fin del noviciado, todo hacía creer que Ignacio tendría que abandonar el convento; pero el joven redobló sus esfuerzos, y la profesión le fue concedida a fines de 1722. Ignacio estaba muy contento en el convento de San Benito; pero, poco después de su profesión, los superiores le enviaron, durante breves períodos, a los conventos vecinos de Buoncammino, Cagliari e Iglesias. En Iglesias fue donde el santo hermano lego hizo sus primeros milagros, de suerte que, cuando iba a pedir limosna ahí, las gentes no sólo le daban algo, sino que le rogaban que volviese. Cerca del pueblecito de Sant' Antioco, existe todavía un promontorio que se llama "la colina del hermano Ignacio", aunque no sabemos por qué razón. Ignacio pasó de Iglesias a Cagliari, donde trabajó durante quince años en la hilandería. Generalmente la vida de un hermano lego tiene pocos detalles pin- torescos; en todo caso, nada sabemos sobre el hermano Ignacio en este período de su vida, excepto que continuó el progreso constante en el amor de Dios.
Al fin de esos quince años, ocurrió un cambio que le dio oportunidad de manifestar sensiblemente su amor al prójimo. El hermano lego iba a ser, realmente, el hermano de todos. Hasta entonces había sido un hombre que trabajaba tranquilamente en la soledad y el silencio del monasterio; ahora estaba a punto de salir al mundo, a andar por los caminos y a predicar a todos, con el ejemplo. En 1741, los superiores del convento de San Antonio de Buoncammino le enviaron a pedir limosna. A partir de entonces y durante los cuarenta años que le restaban de vida, ésa iba a ser su principal ocupación. Es muy fácil imaginar de un modo romántico la vida de un discípulo del Pobrecito de Asís que pide limosna; pero la realidad no tiene nada de romántica. Algunas puertas se cerraban estrepitosamente ante el hermano Ignacio, los caminos estaban llenos de bandoleros y los caprichos del tiempo no eran siempre más agradables que los de las gentes. El hermano Ignacio convirtió su humilde tarea en un verdadero apostolado: aconsejaba a quienes se hallaban en dificultades, visitaba a los enfermos, exhortaba a los pecadores, enseñaba a los ignorantes, reconciliaba a los enemigos, llevaba limosnas a sus hermanos y Dios se glorificaba en él, porque todos querían al hermano Ignacio, sobre todo los niños, por quienes él tenía también particular cariño. Más de una madre atribuyó el fin de su esterilidad a las oraciones del santo hermanito.
Una religiosa capuchina, que conoció al hermano Ignacio una vez que éste había ido a pedir limosna a su casa, cuando ella tenía siete años, le descri- bió como hombre de estatura mediana, de facciones finas y de barba y cabello blancos; llevaba un báculo de peregrino, era alegre y simpático y "acariciaba bondadosamente a los niños". El hermanito tenía realmente la sencillez fran- ciscana y la mesura de sus palabras reflejaba la paz de su corazón. A pesar de que su trabajo era muy fatigoso, encontraba la soledad conventual en las largas horas que consagraba a la contemplación durante la noche. Dormía muy poco, sobre una cama maltrecha y con un madero por almohada.
El hermano Francisco María de Iglesias afirmó que había visto a San Ignacio elevarse del suelo durante la oración; su testimonio tiene un tono de veracidad: "Cuando la campana sonó para el oficio de la noche, dice el hermano Francisco María, el hermano Ignacio descendió lentamente al suelo y se dirigió al coro con los demás." En el proceso de beatificación hay testimonios sobre muchos de los milagros obrados por el santo, particularmente sobre las curaciones; eran éstas tan abundantes, que el P. Manuel de Iglesias y otros solían decir que el hermano Ignacio era el médico de los alrededores. El santo decía frecuentemente: "No soy médico. ¿Cómo queréis que haga algo si no sé nada?" Lo que hacía, generalmente, era recomendar un remedio sencillo, exhortar a la confianza en el Señor y decir: "Que Dios te devuelva la salud, si es su vonluntad."
Había en Cagliari un rico y malvado usurero, llamado Franchino, a quien el hermano Ignacio jamás pedía limosna. Considerando esto como una ofensa pública, Franchino se quejó de ello al padre guardián del convento de San Antonio, quien ordenó al hermanito que se corrigiese. Ignacio obedeció sin decir una palabra y volvió de la casa de Franchino con una bolsa llena de alimentos. Cuando el guardián del convento abrió la bolsa, vio que los alimentos estaban llenos de sangre. "¿Qué es esto?", preguntó el guardián asombrado. El hermano Ignacio respondió: "Es la sangre de los pobres. Por eso yo nunca había pedido limosna a Franchino".
En 1781, San Ignacio cumplió ochenta años. A principios de la primavera su salud empezó a flaquear. El hermanito hizo entonces una visita a su hermana María Inés, que pertenecía a las Clarisas Pobres y le dijo que no volvería a verla en esta tierra. Poco después, tuvo que guardar cama y, el 11 de mayo, a la hora de la agonía de Cristo en la cruz, el hermano Ignacio entrelazó las manos, murmuró: "Es la agonía" y entregó el alma. Fue canonizado en 1951.
Alban Butler - Vida de los Santos