CUANDO LA reina Brunequilda ejercía su perniciosa influencia en la corte de sus nietos, Teodoberto de Austrasia y Teodorico de Borgoña, regía la diócesis de Vienne un obispo tan santo como sabio, llamado Desiderio. Era uno de los prelados franceses a quienes San Gregorio Magno había pedido que recibiesen a San Agustín y sus compañeros, cuando se dirigían a Inglaterra a emprender el trabajo de evangelización. San Desiderio se atrajo la enemistad de muchos altos personajes, entre los que se contaba a Brunequilda, por el celo con que reprimió la simonía y denunció los vicios de la corte. Como el santo era muy afecto a la lectura de los clásicos latinos, sus enemigos le acusaron de paganismo ante el Papa; pero San Gregorio, después de escuchar la defensa del santo, le dio la razón. Entonces, Brunequilda se valió del servil Concilio de Chalons para hacer desterrar a San Desiderio, contra el que se levantaron toda clase de falsos testimonios. Cuatro años después, el santo volvió del destierro. A pesar de que el gobernador de Vienne y otros de sus enemigos obstaculizaban su gobierno, el santo obispo no se mordió la lengua para denunciar valerosamente la mala conducta del rey Teodorico. Cuando Desiderio volvía de la corte a su casa, tres malhechores, pagados por sus enemigos, le dieron muerte en el sitio en que se levanta actualmente la población de Saint-Didier-sur-Chalaronne. Probablemente los asesinos sólo habían sido pagados para que golpearan al santo.
Alban Butler - Vida de los Santos