San Simeon de Siracusa

Date: 
Martes, Junio 1, 2021

LA HISTORIA de San Simeón parece un cuento de aventuras, sin embargo, está respaldada por una excelente autoridad, puesto que fue escrita, poco tiempo después de la muerte del santo, por su amigo Eberwin, abad de Tholey y de San Martín, en Trier, a pedido de Poppón, arzobispo de Trier, quien se hallaba comprometido en activar la causa de canonización en Roma.

Simeón nació en la ciudad siciliana de Siracusa, de padres griegos que, desde la edad de siete años, llevaron al niño a Constantinopla para que se educara. Al llegar a la juventud, Simeón emprendió una peregrinación a Tierra Santa y decidió establecerse allá. En un principio vivió con un ermitaño, a orillas del Jordán; pero muy pronto tomó el hábito de monje en Belén y, desde entonces, ingresó a un monasterio al pie del Monte Sinaí. Con la autorización de su superior, pasó dos años viviendo en la soledad de una estrecha cueva, frente al Mar Rojo y de ahí se trasladó a una ermita, en la cumbre del Monte Sinaí. Cuando decidió regresar a su monasterio, se le encomendó una tarea que no lo entusiasmaba en lo absoluto, pero que al fin aceptó realizar, de mala gana. Se trataba de ir con otro monje a Normandía, con el propósito de recoger un tributo que había prometido pagar el duque Ricardo II, dinero éste que necesitaba la comunidad con toda urgencia para sostenerse. Simeón y su compañero emprendieron, pues, el viaje con tan mala fortuna, que apenas se había alejado el barco de las costas de Palestina, cuando fue interceptado por los piratas que lo abordaron y, tras una espantosa matanza de pasajeros y tripulantes, se apoderaron de él. Simeón logró salvarse gracias a que saltó al mar y llegó nadando a tierra. Una vez repuesto, emprendió la marcha y llegó caminando hasta la ciudad de Antioquía. Ahí se encontró con Ricardo, abad de Verdún y con Eberwin, abad de San Martín, que regresaban de un viaje a Palestina y se dirigían a sus respectivos monasterios en Francia. Rápidamente se estableció entre ellos una profunda amistad que los indujo a continuar el viaje los tres juntos.

Pero la Providencia tenía otros planes: en Belgrado se vieron obligados a separarse, porque el gobernador mandó detener a Simeón y a otro monje llamado Cosmas que se había unido al grupo en Antioquía, por considerar que aquellos dos eran indignos de ir junto con los peregrinos franceses. Tan pronto como los dejaron salir de la prisión, los dos religiosos decidieron desandar su camino con rumbo a la costa. En esa jornadas, los solitarios peregrinos tuvieron que hacer frente a innumerables peligros, incluyendo los asaltos de los bandoleros, antes de encontrar un barco que, por fin, los condujo con bien a las costas de Italia. Desde Roma prosiguieron su camino hasta llegar al sur de Francia, donde murió el monje Cosmas. Simeón continuó caminando solo y arribó a Rouen para recibir la funesta noticia de que el duque Ricardo había muerto y, su sucesor, se negaba rotundamente a pagar el prometido tributo. No queriendo regresar a su monasterio con las manos vacías, Simeón fue en busca de sus amigos, el abad Ricardo de Verdún y de Eberwin, el abad de San Martín, en Trier. Hallándose con ellos, conoció al arzobispo Poppón quien, ndivinando sin duda que en Simeón habría de encontrar un guía capaz y muy experimentado, acabó por convencerlo a que le acompañara en una peregrinación a Palestina. Aquella vez, Simeón fue y regresó con el arzobispo y, una vez en Trier, sintió de nuevo el imperioso llamado hacia la vida solitaria. Obedeció, y buscó refugio en una torre derruida y abandonada que se hallaba cerca de la Puerta Negra, la misma que después se conoció con el nombre de Puerta de San Simeón. El propio arzobispo procedió a verificar su enclaustramiento. Ahí pasó el santo el resto de su vida en oración, penitencia y contemplación, no sin haber tenido que resistir muchos ataques, tanto del diablo como de los hombres. En cierta ocasión, el populacho de Trier, haciendo caso a los rumores de que Simeón practicaba la magia negra, atacó la torre solitaria con una lluvia de piedras y otros proyectiles. Sin embargo, desde mucho tiempo antes de su muerte, ya se le veneraba como a un santo dotado con poderes mara- villosos. Al saberse que había muerto, el abad Eberwin acudió a la torre para cerrarle los ojos; a su funeral asistió la población entera. Siete años después, fue elevado al honor de los altares por la Iglesia. Su canonización fue la segunda que proclamó el Pontífice Romano en una ceremonia solemne, teniendo en cuenta que la de San Ulrico, obispo de Augsburgo, fue la primera.

Alban Butler - Vida de los Santos