ENTRE los muchos mártires que ofrendaron su vida en las provincias del Danubio durante el reinado de Diocleciano, uno de los más célebres fue Quirino, cuyas alabanzas escribieron San Jerónimo, Prudencia y Fortunato. Las "actas" en las que se registró su proceso, sus sufrimientos y su muerte, son esencialmente auténticas, a pesar de que estuvieron sujetas a ampliaciones e intercalaciones por los copistas.
Quirino fue obispo de Siscia, población de la Croacia que ahora se llama Sisak. Cuando recibió noticias de que habían llegado las órdenes para aprehenderlo, huyó de la ciudad, pero fue capturado tras una corta persecución y entonces se le condujo ante el magistrado Máximo. Este comenzó por interrogarle sobre su intento de fuga que el acusado explicó sencillamente, al indicar que sólo había obedecido el consejo de su Señor Jesucristo, el verdadero Dios, quien dijo: "Cuando te veas perseguido en una ciudad, huye a otra".
—¿No sabías que el poder del emperador te habría encontrado en cualquier parte?, inquiró el magistrado. — A ése que tú llamas el verdadero Dios, no le puedes pedir que te ayude ahora, una vez que el emperador te ha atrapado, como vas a comprobarlo en seguida en carne propia.
—Dios está siempre con nosotros y puede ayudarnos en cualquier momento, repuso humildemente y con entera serenidad el obispo. — Estaba conmigo cuando me atraparon y está conmigo ahora. Es El quien me fortalece y el que habla por mi boca.
—¡Habla demasiado, por lo visto!, cortó Máximo con cierta impaciencia. — Y con tanta charla hace que te olvides de obedecer los mandatos de nuestro soberano. ¡Lee los edictos y haz lo que te ordenan!
Entonces se irguió Quirino para contestar resueltamente que nunca consen- tiría en hacer lo que ordenaban los edictos, puesto que lo consideraba como un sacrilegio.
—¡Los dioses que tú adoras no son nada!, exclamó con vehemencia. — Mi Dios, al que yo sirvo, está en el cielo, en la tierra y en el mar, pero se encuen- tra por encima de todo, porque todas las cosas están contenidas en El, todas las cosas fueron creadas por El y sólo por El existen.
—Tú debes ser tan simple como un niño, para creer en esas fábulas, declaró el juez en tono despectivo. — Acepta el incienso que te ofrecen mis hombres, quémalo ante los dioses y serás bien recompensado; pero si te niegas, te sujetaremos a las torturas y recibirás una muerte horrible.
Sin alterarse en lo más mínimo, Quirino repuso que aceptaba los dolores y la muerte como una gloria para él y, a continuación, Máximo ordenó que le apalearan. Mientras los soldados descargaban los golpes sobre el cuerpo del anciano, el magistrado le aconsejaba que ofreciera sacrificios y le prometía hacerlo sacerdote de Júpiter, si accedía.
—Aquí, ahora mismo ejerzo mi sacerdocio, al ofrecerme a Dios, clamó el mártir sin doblegarse. — Te agradezco los golpes; no me hacen daño. Con gusto soportaría un tratamiento peor a fin de dar ánimos a todos aquellos que son de mi rebaño, para que me sigan por este atajo hacia la vida eterna.
Como Máximo no tenía la autoridad para dictar sentencia de muerte, dispuso que el reo fuera enviado a Amancio, el gobernador de la provincia de Pannonia Prima. Los esbirros condujeron al obispo a través de varias ciudades sobre el Danubio, hasta llegar a Sabaria (la actual Szombothely, en Hungría), que pocos años más tarde sería la cuna de San Martín. Ahí compareció ante Amancio, quien, luego de leer en voz alta el informe sobre el juicio previo, preguntó al acusado si lo encontraba correcto. Este repuso afirmativamente y agregó:
—He confesado al verdadero Dios en Siscia y aquí haré lo mismo, porque nunca adoré a otro. A El lo llevo en el corazón y no hay hombre sobre la tierra que pueda separarlo de mí.
Amancio admitió que se sentía inclinado a perdonar; que no deseaba someter a la tortura ni mandar matar a un anciano tan venerable como el acusado y rogó encarecidamente al obispo que cumpliese con los requisitos que le exigían para tener la dicha de acabar sus días en paz. Pero en vista de que ni los halagos, ni las promesas, ni las amenazas surtieron efecto, el gobernador no tuvo otra alternativa que la de condenar al reo.
La sentencia de muerte consistía en atar una piedra al cuello del obispo y arrojarlo al río Raab. Así se hizo, en presencia de numerosos espectadores, pero el cuerpo del anciano tardó en hundirse y todos los presentes pudieron oírle rezar y pronunciar palabras de aliento para su grey, antes de que desapareciera bajo la corriente. A corta distancia, río abajo, los cristianos rescataron el cadáver. A principios del siglo quinto, los fugitivos que huían de Pannonia, invadida por los bárbaros, llevaron las reliquias de San Quirino a Roma. Ahí quedaron guardadas en la Catacumba de San Sebastián, hasta el año de 1140, cuando se las trasladó a Santa María en Trastévere.
Alban Butler - Vida de los Santos